A la escucha de la vida/8 – No quedar aprisionados en un gran comienzo incumplido
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 14/08/2016
«Este es el lenguaje de los profetas. Para ellos el futuro no está en ningún lugar, sino en devenir. Ellos nos hacen experimentar la historia como algo de lo que hemos sido partícipes. Este ya y este todavía, este ya no y este todavía no son los grandes volantes del reloj de la historia universal»
Franz Rosenzweig, La Biblia hebrea
Paradójicamente, la verdad de la profecía no se mide por la cercanía de las palabras del profeta a la realidad futura, sino por su distancia. Las falsas profecías son las que intentan prever la realidad, y así actualizan continuamente sus palabras para hacerlas coincidir con los hechos.
Es un oficio antiquísimo, que los arúspices, adivinos y guionistas siguen realizando muy bien. La falsa profecía genera esperanzas vanas con palabras que consuelan al pueblo, prometiéndole un futuro de color de rosa. Eso es lo único que saben hacer los falsos profetas. Los verdaderos profetas lo saben muy bien, pues nadie los conoce y los reconoce mejor que ellos. En cambio la profecía, sobre todo la que anuncia esperanza en tiempos de desventura, es un desafío, una provocación a la historia de hoy para que se convierta en lo que todavía no es. Es una lucha contra la realidad, una acción, un cimiento, una sacudida como la que el agricultor le da al árbol estéril para que vuelva a dar fruto. Es una oración, un salmo, un grito. En la biblia no son sólo los hombres y las mujeres quienes dirigen oraciones a Dios. Hay también una fuerte, constante y tenaz oración que Dios nos dirige a nosotros. Dios es el primer orante de la biblia. Con la voz de los profetas nos implora que volvamos a casa; nos suplica que nos convirtamos en lo que seremos pero aún no somos.
En el centro del capítulo 10 encontramos un gran tema de Isaías: el regreso y la salvación de un resto. “Un-resto-volverá” es el nombre que le dio a uno de sus hijos y es también el corazón de su visión de la salvación: «Un resto volverá, el resto de Jacob, al Dios poderoso. Que aunque sea tu pueblo, Israel, como la arena del mar, sólo un resto de él volverá» (Isaías 10,21-22).
Estas palabras fueron escritas, reescritas y corregidas durante algunos de los periodos más oscuros de la compleja historia del pueblo de Israel: la guerra, el exilio y la separación de la mayor parte de las tribus de los hijos de Jacob-Israel, que no regresaron a la patria después del exilio. Es una profecía que habla de regreso y de salvación en el tiempo del no-regreso y por consiguiente del no-cumplimiento de la promesa hecha a los padres.
A Abraham, después del monte Moria, JHWH le dijo: «Yo te colmaré de bendiciones y acrecentaré muchísimo tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la playa» (Génesis 22,17). Muchas otras veces se lo repitió también a sus hijos. Isaías conoce esta gran promesa, que es el fundamento de su fe y de la fe de su pueblo. Cree y confía en esa palabra originaria, pero los hechos dicen lo contrario. El pueblo está disperso y perdido. Este es el primer sufrimiento moral del profeta: anunciar una palabra y vivir en un presente histórico que la niega. Su deber es permanecer dentro de esta tensión vital, tratando de salvar la palabra de la fuerza contraria de la evidencia histórica.
La teología del resto es un elemento fundamental de la “estrategia” de Isaías para salvar la promesa y la historia. No niega el presente con su evidencia contraria a la palabra, sino que salva la fe del comienzo a partir del final. Los hijos de Israel-Jacob no han sido tan numerosos como la arena del mar. La promesa del comienzo no se está realizando como la imaginaron los patriarcas ni como la conservaron y la contaron. Hay que partir de ese dato pero sin quedar aprisionados en él.
Las crisis más grandes y difíciles de las personas y de las comunidades que han creído en una palabra y en una promesa las generan hechos de hoy que contradicen la promesa de ayer. Los hijos disminuyen, los frutos que tenían que llegar no llegan, la realización del ideal está cada vez más lejos. La pérdida de la fe (en el ideal, en la voz que lo pronunció, en nosotros que la escuchamos, en otros que nos la explicaron cuando éramos jóvenes) es la solución más fácil en estas grandes crisis de la vida. Los profetas – cuando existen y cuando les escuchamos a ellos y no a los falsos profetas – mantienen viva la fe de ayer en la prueba de hoy y nos dan un relato distinto del mañana. Para salir de las crisis no basta reelaborar el pasado y reinterpretar la antigua promesa. Hay que empezar por contar una historia distinta del futuro, posible y convincente. Ninguna lectura nueva del comienzo es suficiente para reemprender el camino si no hay un buen relato del final.
Isaías nos da un método para contar el final, cuando nos dice y nos repite aquí y ahora: “sólo un resto volverá”. La primera promesa sólo se cumple en parte (“sólo un resto”), pero se cumple de verdad. No era un engaño ni una ilusión, simplemente era excedente. La primera promesa era demasiado grande para cumplirse, pero si hubiera sido menos grande Abraham no se habría puesto en camino y nosotros no habríamos pronunciado ningún “para siempre” (nuestra escasez de “para siempre” es también consecuencia de una carestía más fuerte de promesas grandes). Sólo la promesa de lo infinito y de lo imposible hace posible hoy la experiencia de lo finito. En toda vocación, en toda gran esperanza de juventud. Sólo un resto se salvará, pero se salvará de verdad. La promesa no ha sido vana.
Cuando la vida se desarrolla como un camino vocacional, como el seguimiento de una primera voz-promesa, llega un momento en que es necesario comprender, so pena de detenernos en el camino, que “sólo un resto se salvará”. La arena del mar, que se nos prometió el día del gran encuentro, tal vez no sea más que la arena de la playa que hay delante de casa, o la que cabe debajo de la sombrilla o incluso la que podemos aferrar en un puño. Nos pusimos en marcha buscando el cielo. Pensábamos que habíamos encontrado el paraíso en la tierra, que conocíamos a Dios y que nos habíamos hecho sus amigos. Pero pasan los años y nos encontramos rodeados de espesos nubarrones. No hemos encontrado el paraíso terrestre. No hemos logrado vivir la vida que esperábamos porque se ha revelado demasiado distinta de como la imaginamos, y cada vez sabemos menos quién es Dios.
Podemos salir de estas auténticas depresiones espirituales si un día nos damos cuenta de que el que se salva es un resto, de que la salvación no es más que aquella pequeña cosa que ha sobrevivido de la primera promesa: esa persona a la que salvamos de la trampa en la que había caído, ese trabajo bien hecho durante cuarenta años sin ser nuestra vocación, esa oración que hemos seguido recitando en los años del desierto sin entender las palabras que pronunciábamos.
La mayor parte de nuestra vida no ha sido como queríamos. Casi todas las palabras del primer encuentro, una a una, han dejado de hablarnos. Pero una palabra, una sola, ha seguido viviendo y ha crecido; hemos desempeñado bien una tarea, una sola, y seguimos haciéndolo con bondad y belleza. Así, un día sentimos con claridad que en ese humilde “puñado de arena” está toda la antigua promesa; que se ha salvado, que nos ha salvado a nosotros y que ha salvado al mundo entero. También los granos de arena que caben en una mano son innumerables. No podemos contarlos. Queríamos una salvación grande y poderosa y no la encontramos. Hasta que descubrimos que era pequeña y frágil, como un niño, y por eso no la reconocíamos.
Pero si un pequeño resto de la primera promesa permanece vivo y verdadero, puede echar un nuevo vástago. Este es el milagro de las plantas: pueden volver a florecer siempre que un pequeño resto del cuerpo siga vivo: «Saldrá un vástago del tronco de Jesé, un retoño de sus raíces brotará.» (11,1). El retoño es el florecimiento del resto. Es la posibilidad, la esperanza, de que el árbol que todavía no hemos visto, o ha sido talado, pueda ser tan real e incluso más bello que el soñado. La caída del árbol no era el fracaso de la promesa, sino sólo el final de lo que habíamos imaginado que era la promesa. Pero estas cosas, es decir, la diferencia entre el árbol del sueño y el árbol de la promesa, sólo nos las pueden desvelar los profetas, luchando contra los falsos profetas que quieren convencernos de que el árbol es uno solo, o de que su caída no ha sido más que una alucinación. No hay nada más doloroso para un profeta que seguir anunciando el árbol que todavía no existe cuando algunos ven un tronco talado y otros siguen viendo, como por encantamiento, árboles invisibles, pero nadie logra ver el retoño. La potencia, la verdad y la eficacia de la profecía – de aquel que un día la pronunció y de los que hoy la repiten y la reviven – está en el grito de su parto.
Para sentir en la carne la fuerza y el dolor-amor de estas profecías de Isaías, deberíamos pronunciarlas situándonos, al menos con el alma, en una ciudad de Sudán del Sur, en Libia o en Aleppo, en esa Siria tan presente en su libro. Y desde allí entonar de nuevo el gran canto del profeta. Rezar con sus palabras distintas. Pedirle a la historia que cambie. Implorar piedad a Caín, a la serpiente, a los osos y a los lobos que se están despedazando entre ellos y devorando a los niños. Sacudir nuestros árboles estériles.
Porque para poder volver a creer en una esperanza no vana en el tiempo del árbol caído, hace falta una promesa del final más grande que la del comienzo: «Vivirán juntos el lobo y el cordero, el leopardo se echará con el cabrito, el novillo y el cachorro pacerán juntos, y un niño pequeño los conducirá. La vaca y la osa pacerán juntas, sus crías descansarán juntas, el león comerá paja como el buey. Hurgará el niño de pecho en el agujero del áspid, y en la hura de la víbora el recién destetado meterá la mano. Nadie hará daño» (11,6-9).
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