Raíces de futuro/8 – La instrucción de todos y para todos fue pensada y querida para reducir las distancias.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 23/10/2022
El libro “Corazón” es una reflexión sobre la escuela y sobre el trabajo, y nos proporciona palabras improbables y estupendas sobre lo que ambas cosas significan hoy para los niños y para la vida de los adultos.
De Amicis es capaz de regalarnos una frase que es el destilado de un mar de sabiduría: «A los pobres les gusta la limosna de los niños, porque no los humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen».
El libro Corazón habla sobre la escuela, y por tanto no es un libro sobre el mérito. La escuela, en su totalidad, nunca se ha fundado sobre el mérito. Si la miramos desde lejos y superficialmente, vemos las notas, algunos suspensos, y pensamos que la escuela se parece a la empresa: las notas serían como los salarios, y el aprovechamiento como el progreso en la carrera. Pero esta visión está muy alejada de lo que es la escuela (y la empresa). La ideología meritocrática, que está intentando, con éxito, ocupar también la escuela, se basa en el dogma de que los talentos son méritos y por tanto hay que premiar más a quienes más talento tienen. Sin embargo, todos sabemos que este dogma es un engaño, o por lo menos una ilusión, para la sociedad y aún más para la escuela. La razón es que los talentos son dones, y nuestro desempeño en la vida depende mucho de los talentos-dones recibidos y muy poco de los méritos (porque incluso la capacidad de esforzarse es un don). ¿Qué mérito hay en haber nacido inteligente, rico o incluso bueno? Por eso, la escuela se ha inspirado en valores que no solo son distintos a los de la meritocracia sino opuestos.
La escuela de todos y para todos ha sido pensada y querida para reducir las desigualdades sociales y naturales que, en cambio, la meritocracia, es decir la ideología del mérito, acrecienta. A la escuela van y deben ir todos los niños y niñas, no solo los merecedores. Todos deben tener la posibilidad de desarrollarse y alcanzar la excelencia, no solo los que más méritos tienen. Todos tienen derecho a recibir cuidados, aprecio, reconocimiento, admiración y dignidad, aunque no tengan muchos méritos o tengan menos que los demás. Además, la escuela es un maravilloso jardín con flores de talentos diversos: «Precossi, te corresponde la medalla. Nadie es más digno de llevarla que tú, no solo por tu inteligencia, sino también por tu buena voluntad. Te corresponde por tu corazón, por tu valor, por las cualidades de hijo bueno y valeroso. ¿No es verdad – añadió volviéndose a la clase – que también la merece por esto? ¡Sí, sí! Respondieron todos a una voz». Precossi era hijo de un herrero que bebía y de vez en cuando le pegaba. Pero él también recibió su medalla.
No era la medalla de Derossi, el primero de la clase. Era la medalla de una escuela distinta. Después de De Amicis vino María Montessori que eliminó las notas, y don Lorenzo Milani con la escuela de Barbiana. La democracia ha supuesto una multiplicación de las medallas de Precossi, que hoy reciben el nombre de inclusión escolar y profesores de apoyo. Hemos aprendido que en la vida de los niños no hay solo méritos: hay vida. El día en que alguien nos convenza de que también la escuela debe basarse en la meritocracia comenzaremos a dar medallas totalmente iguales y siempre a los mismos alumnos. Haremos escuelas especiales para los desmerecedores, las desigualdades harán explosión y la democracia cederá el paso a la meritocracia, que es el principal intento de legitimación ética de la desigualdad.
En Corazón se habla también mucho del trabajo. En la Italia de aquel tiempo trabajaban los pobres. En los campos, en los talleres, en las fábricas no había ricos, abogados ni profesores. Corazón nos ha dado palabras muy buenas sobre el trabajo de los obreros y de los artesanos. Esto escribe su padre a Enrique: «Cuando estés en la universidad o en la academia, irás a buscar a tus compañeros de clase a sus tiendas o a sus talleres…; no repares en diferencias de fortuna y de clase, porque solo las gentes despreciables miden los sentimientos y la cortesía por tales diferencias». La recién nacida Italia estaba intentando tomar en serio el principio de fraternidad, que también le gustaba a Mazzini, y esperaba que las personas pertenecientes a clases sociales diferentes pudieran aprender en la escuela a sentirse hermanos y ciudadanos por encima de las múltiples diversidades.
El albañilito. Es hijo de un albañil, uno de los compañeros más queridos de Enrique – que es de familia acomodada –. Un día le invita a casa: «El albañilito ha venido hoy, vestido con la ropa de su padre, blanca todavía por la cal y el yeso». Corazón nos muestra a menudo al albañilito con su gesto más característico y simpático: es un fenómeno poniendo “hocico de liebre”, un recurso relacional que usa de vez en cuando para transformar un reproche severo del maestro en una sonrisa coral. Hablando y jugando, el albañilito «me hablaba de su familia. Viven en un desván; su padre va a la escuela de adultos, de noche, a aprender a leer; su madre no es de aquí». La descripción de la escuela nocturna de los obreros es una de las páginas más hermosas: «oían la lección con la boca abierta, sin pestañear». En estos hombres sedientos de saber he vuelto a ver a los jóvenes que he conocido en las escuelas de África y Asia, con la misma sed de conocimientos y de una vida mejor. Después comen juntos la merienda, en el sofá: «Cuando nos levantamos, mi padre no quiso que limpiara el espaldar que el albañilito había manchado de blanco con su chaqueta». De Amicis concluye el episodio con un párrafo de una carta del padre de Enrique, que contiene palabras sobre el trabajo que se cuentan entre las más bellas de nuestra literatura: «¿Sabes, hijo mío, por qué no quise que limpiaras el sofá? Porque limpiarlo mientras tu compañero lo veía era casi hacerle una reconvención por haberlo ensuciado … Lo que mancha trabajando no ensucia; es polvo, cal, barniz, todo lo que quieras, pero no suciedad. El trabajo no ensucia. No digas nunca de un obrero que sale de su trabajo: va sucio». Estas páginas estaban en el alma colectiva de los italianos que décadas después fueron capaces de escribir: «Italia es una república democrática fundada sobre el trabajo» (Artículo 1).
Los pobres. Es otra carta escrita por el padre de Enrique: «No te acostumbres a pasar con indiferencia delante de la miseria que tiende la mano». Nosotros, en cambio, nos hemos acostumbrado perfectamente a la miseria del mundo. Luego hemos comprendido que esta indiferencia nuestra se ha convertido en una nueva gran pobreza de nuestro tiempo que nos impide sufrir por la pobreza de los demás por atrofia del alma. Ya no sufrimos por la miseria porque nos hemos vuelto moralmente míseros nosotros.
Luego, como un arco iris inesperado, dentro de estas palabras sobre los pobres encontramos palabras que me han atravesado el alma y la inteligencia con su belleza y verdad: «A los pobres les gusta la limosna de los niños, porque no los humilla, y porque los niños, que necesitan de todo el mundo, se les parecen». Esta frase es un destilado de un mar de sabiduría. Las pocas veces que un niño o un muchacho puede acercarse y encontrarse con una persona en situación de pobreza – hecho cada vez más raro, porque la separación de los niños de las pobrezas es uno de los rasgos de nuestro tiempo empobrecido, que piensa que inmunizar a los hijos de las pobrezas de la vida es para ellos una riqueza –, el cruce de sus miradas es uno de los espectáculos más admirables. Se crea una maravillosa e improbable fraternidad. Los niños y a veces los jóvenes no dividen a los adultos entre ricos y pobres: para ellos todos son “hombres”. Ciertamente ven las diferencias en su apariencia, pero es como si no las vieran, porque ven el alma. Por tanto, no experimentan ese sentimiento erróneo de compasión que humilla al compadecido. Por otra parte, el “pobre” (no me gusta usar la palabra “pobre” en general) sabe que el niño es tan pobre como él – «necesitan de todo el mundo» – y de ese modo experimenta una verdadera igualdad con él. En mi infancia, muchos pobres me han querido, y me han enriquecido con su pobreza, sin intención de quererme, sencillamente siendo lo que eran. Y yo también les he querido con mi infancia naturalmente fraterna y absolutamente sincera. Entonces es verdad que solo los niños pueden dar o hacer algo por los pobres sin humillarlos, junto con los adultos que han luchado toda su vida para salvar alguna dimensión de su infancia – de adulto me resulta muy difícil estar como hermano al lado de un “pobre”, pero cuando esto ocurre, resulta tan hermoso como en los días de mi infancia: «La limosna del adulto es acto de caridad; pero la del niño es al mismo tiempo un acto de caridad y una caricia. ¿Comprendes?». Sí, lo comprendemos.
El taller. Precossi, otro compañero, es hijo de un herrero al que su hijo consiguió redimir de una vida equivocada gracias a su medalla. El muchacho «estaba estudiando la lección» sentado «en un montón de ladrillos, con el libro sobre las rodillas». El padre estaba trabajando: «Levantó un gran martillo y comenzó a golpear la barra, apoyando la parte enrojecida tan pronto sobre un lado como sobre el otro, trayéndola a la orilla del yunque o llevándola hacia el medio». Entretanto «su hijo nos miraba con cierto aire orgulloso como diciendo: ¡Mirad cómo trabaja mi padre!».
El orgullo por el trabajo de los padres es como el pan bueno de los niños. El aprecio por el mundo y por los adultos comienza con el aprecio a nuestro padre mientras trabaja – que los padres trabajen es importante también para el aprecio de nuestros muchachos: los hijos saben que el padre y la madre son buenos aunque no trabajen, pero es el deber de una sociedad buena poner a todas las personas en condiciones de poder trabajar entre otras cosas para que los hijos puedan decir con aire majestuoso: “¡Mirad cómo trabaja mi padre!” –. Los hijos y las hijas se sienten orgullosos cualquiera que sea el trabajo de los padres. Tampoco en este caso hacen distinción entre los trabajos que la sociedad considera prestigiosos y los más humildes, porque es la belleza de sus padres la que embellece los trabajos que realizan – para los niños los padres son lo más bello del mundo –. Por eso tal vez no haya dolor mayor que el que experimenta un niño cuando se humilla el trabajo de sus padres. Es una profanación en el corazón. La meritocracia es también una fábrica de humillación de muchos trabajadores y de sus hijos.
De mayores, en el momento oportuno, los niños entenderán que no todos los trabajos son iguales, que no todos son dignos, que no todos son correctamente pagados. Pero de niños solo deben poder decir majestuosamente: “¡Mirad cómo trabaja mi padre!”.