Tiempo – Léxico para una vida buena en sociedad/17
de Luigino Bruni
publicado por Avvenire el 19/01/2014
Estamos inmersos en un eclipse del tiempo. La lógica de la economía capitalista y su cultura, que está dominando sin oposición gran parte de la vida social y política, no conoce la dimensión temporal. Sus análisis de costes-beneficios apenas cubren unos pocos días, meses o años en la más generosa de las hipótesis. De hecho, una de las tendencias más radicales de este capitalismo consiste en acortar el lapso temporal de las decisiones económicas y en consecuencia también el de las políticas guiadas cada vez más por esa misma cultura economicista.
Primero la revolución industrial, después la revolución informática y por último la financiera, han ido restando tiempo a las decisiones económicas, hasta llegar a las fracciones de segundo que duran algunas operaciones altamente especulativas. Sin embargo, como nos recordaba Luigi Einaudi, "en la Edad Media se construía para la eternidad". Se actuaba y se pensaba en un horizonte infinito, que estaba siempre presente y orientaba los actos concretos, desde el cumplimiento de un contrato hasta el arrepentimiento de un mercader o el legado de un banquero al borde de la muerte. La profundidad del tiempo, del que venimos (historia) y al que vamos (futuro), está ausente de nuestra cultura económica y en consecuencia también de nuestra cultura cívica, de los planes de formación de los economistas y del sistema educativo.
Así estamos cayendo en un mundo que se parece demasiado al que describía en Flatland (tierra plana) el inglés E.A. Abbott (1884). En este relato, un habitante de una tierra con dos únicas dimensiones, Flatland, un día entra en contacto con un objeto de tres dimensiones (una esfera) procedente de Spaceland. Los diálogos y las reflexiones del libro son muy sugerentes y actuales, como la intuición de que en un mundo con dos dimensiones, carente de profundidad y perspectiva, la socialidad es muy pobre, competitiva, posicional y jerárquica. Abbott describe a las mujeres como rectas (una sola dimensión), polemizando así con la sociedad machista de su tiempo que no reconocía a las mujeres una dimensión política y pública.
Un hipotético viajero del tiempo, que llegara a nuestra sociedad desde la Edad Media, haría un experiencia muy parecida a la de la esfera descrita en Flatland, porque quedaría fuertemente impresionado por la ausencia de la tercera dimensión, la del tiempo.
Cuando hace algunas décadas confiamos el diseño y el gobierno de la vida social a la lógica de la economía capitalista, renunciando a la primacía de la vida civil y política sobre la económica, cuando el homo oeconomicus con su típica lógica se convirtió poco a poco en el único habitante con mando en las estancias del poder, comenzó la progresiva e inevitable caída en una nueva Flatlandia, una tierra con dos únicas dimensiones: dar y tener, costes e ingresos, ganancias y pérdidas, aquí y ahora, base y altura. Una tierra plana en la que sólo queda el espacio.
La primera consecuencia de una cultura plana y sin tiempo es la producción en masa basada en lo efímero, en la escasa durabilidad de las cosas y de las relaciones. Los objetos deben ser rápidamente sustituidos, ya que en caso contrario la maquinaria consumo-producción-trabajo-crecimiento-PIB se para. En otras épocas no dominadas por lo económico, las personas que comenzaban a construir una catedral o a adornar una plaza con obras de arte, no tenían como objetivo el consumo y el deterioro de esas obras, no querían que “caducaran” pronto para tener que reconstruirlas. Gracias a ello hoy tenemos la Capilla Sixtina, la Flauta Mágica de Mozart o San Luis de los Franceses. La finalidad de aquellas construcciones antiguas era la magnificencia y la durabilidad. El deseo era construir bienes duraderos, que no se desgastaran. La construcción artística y artesanal era duradera y la “regla del arte” y la reputación de su autor se medían sobre todo por esa duración. Así, las obras antiguas y duraderas siguen siendo hoy capaces de hacernos experimentar vida, felicidad y amor.
Todas las civilizaciones (al menos las que han sobrevivido) tuvieron tres grandes “guardianes del tiempo”: las familias, las instituciones públicas y las religiones.
Las familias son la arcilla con la que el tiempo da forma a la historia. Un mundo que pierde la dimensión del tiempo no comprende los pactos, el amor fiel, el “para siempre”. No da valor a la memoria ni al futuro. Por eso tampoco comprende a la familia, que es todo eso junto, y lucha contra ella.
Las instituciones, por su parte, permiten que al acabar la carrera de relevos entre generaciones siga habiendo una meta, que se conserven sin degradar las reglas del juego, que siga teniendo sentido correr y que el transcurso del tiempo tenga sentido (dirección y significado). Dentro de ellas, también las instituciones económicas tuvieron y siguen teniendo un papel importante. Los bancos, por ejemplo, fueron la correa de transmisión de la riqueza y el trabajo entre generaciones. Supieron conservar y acrecentar el valor del tiempo. Pero cuando los bancos se pierden, olvidan el valor del tiempo, dejan de estar a su servicio para especular con él, se comportan “contra natura” y van en contra del bien común.
Por último, las religiones, las creencias, las iglesias. Para poder comprender el tiempo y construir para el futuro, es necesario tener una visión del mundo más grande que nuestro horizonte temporal individual. Por eso las grandes obras del pasado estaban siempre profundamente vinculadas a la fe, a la religión, que ligaba (religo) el cielo con la tierra y unas generaciones con otras, que daba sentido al comienzo de una obra que su iniciador no vería ni disfrutaría. Las religiones y la fe son sobre todo el don de un gran horizonte en el cielo de todos. Un homo oeconomicus sin hijos y sin fe, que vive en una sociedad con familias frágiles y cortas, no tiene ninguna buena razón para invertir sus recursos en una obra que vaya más allá de uno mismo: el único acto racional es consumirlo todo antes de que llegue el último día de su vida. Pero un mundo hecho de homines oeconomici con perspectivas que no superan el límite de su existencia terrenal, no es capaz de edificar obras grandes ni siquiera de ahorrar, pues el ahorro verdadero tiene su raíz profunda en la conciencia de que la vida de nuestras obras y de nuestros hijos debe ser más larga y más grande que la nuestra.
Cuando falta el eje del tiempo, se comete a amplia escala el pecado social de la avaricia, porque la mayor avaricia es eliminar el mañana del horizonte. Por eso no hay acto más anti-religioso que esta avaricia social y colectiva.
En el eclipse del tiempo hay una inmensa y abismal carestía de futuro. Las Iglesias, las religiones y los carismas deberían volver a invertir en obras más grandes que su propio tiempo, sembrar y edificar hoy para que otros puedan recoger mañana. Expertos en tiempo y en infinito deben ocuparse del futuro de todos.
Las anteriores generaciones de europeos, sobre todo las que vivieron a caballo entre el Medievo y la Modernidad, supieron hacerlo y así construyeron obras magníficas que todavía hoy nos dan identidad, belleza y trabajo. Y los carismas generaron miles de obras (hospitales, escuelas, bancos…) que todavía nos enriquecen, nos curan y nos educan, porque aquellos hombres y mujeres sabían ver horizontes más grandes que los nuestros. ¿Qué grandes obras están edificando hoy las religiones, las iglesias, las creencias, los carismas? ¿Dónde están sus universidades, bancos e instituciones? Algunas semillas hay, pero son demasiado pocas y el terreno en el que han caído no es bastante fértil y cultivado como para que las semillas puedan convertirse algún día en grandes árboles y bosques, para volver a dar tiempo y futuro a nuestro mundo plano: "Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio" (Evangelii Gaudium).
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