Mansedumbre - Léxico para una vida buena en sociedad/16
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/01/2014
Hay palabras que no envejecen. Son capaces de morir y renacer en cada época. Como mansedumbre, una palabra que fue grande en los salmos, en los evangelios y en las antiguas civilizaciones orientales y a la que han hecho más sublime los grandes mansos de la historia como el Padre Kolbe, los mártires de ayer y de hoy, Gandhi y muchos otros que no salen en las crónicas pero que con su humildad hacen que la tierra de todos sea cada vez mejor.
La mansedumbre es la respuesta virtuosa al vicio de la ira que, hoy más que nunca, domina la esfera pública, echando a perder nuestras oficinas, nuestras reuniones de trabajo o de comunidad, el tráfico urbano y las instituciones políticas. Si no hubiera mansos, nuestra ira produciría aún más guerras y heridas de las que produce, y haría de nuestras ciudades lugares inhabitables, dominados por la reciprocidad de Lamek, que asesinó a un muchacho por un arañazo.
La mansedumbre de unos pocos asiste y cura la ira de muchos. Esto debería ser suficiente para explicar el valor indispensable de los mansos, que son la primera minoría profética que eleva el mundo, la levadura madre, la sal primera de la tierra. Ellos son los verdaderos no violentos, porque con su fortaleza impiden que la violencia domine nuestro mundo. La mansedumbre, además, da vida, a veces vida gozosa, a los enfermos crónicos; ayuda a envejecer y morir bien; hace que resistamos las largas y duras pruebas de la vida sin airarnos ni envilecernos con los demás y con nosotros mismos.
Cuando, muchas veces sin previo aviso, la desventura y el dolor llegan a nuestra vida, estar entrenados en la mansedumbre hace que podamos soportar esos pesados yugos. Es la mansedumbre de Job, que, sentado sobre un montón de cenizas, no sigue el consejo de su mujer ("maldice a Dios y luego muere") y sigue viviendo, resistiendo y luchando dócilmente. En esos momentos decisivos de la vida, la mansedumbre se convierte en el ejercicio doloroso y dichoso de introducirnos en nuestra propia interioridad para encontrar escondidos los valores y reservas más profundas que no encuentran quienes a nuestro alrededor vacilan o desaparecen.
Y se aprende a decir “amén”. Para decir bien, sin ira ni maldad, “amén” en los momentos más importantes de la vida, sobre todo en el último, es necesaria la virtud-bienaventuranza de la mansedumbre. Un día, un amigo y maestro manso me dijo: "Si la vida te pone de rodillas una vez, levántate; si te pone otra vez, vuelve a levantarte. Pero si te pone de rodillas por tercera vez, a lo mejor es que te ha llegado el tiempo de la oración" (Aldo Stedile). También el perdón verdadero, que no es simplemente olvidar para sentirse mejor, que no es tomar (for-get) sino dar (for-give), exige mansedumbre. El manso es capaz de perdonar porque mientras perdona recupera la dulzura, dispuesto a recibir de nuevo la mano.
En la tradición judeocristiana, la mansedumbre se asocia a la herencia de la tierra. ¿De qué tierra? La primera tierra que heredan los mansos es la “tierra prometida”, la tierra de la llegada de un reino de paz y de justicia anhelado por los hombres y las civilizaciones de ayer, de hoy y de mañana. Heredan en primer lugar el don de una mirada capaz de “ver” esa tierra y, en consecuencia, desearla y amarla. No se realiza un viaje ni se atraviesa un desierto sin intuir y desear antes y más allá el cumplimiento de una promesa. Si no tuviéramos delante una tierra prometida, nueva y mejor, ¿cómo podríamos luchar, mansamente, para mejorar nuestra tierra herida?
Pero la herencia de la tierra es también la que recibirán mañana nuestros hijos, si hoy nosotros somos mansos. Hay una mansedumbre también en el uso de la tierra, sus recursos, sus bienes, el agua, el aire; una mansedumbre de la que tenemos una enorme necesidad. Cada vez que somos violentos con la tierra y con sus recursos, disminuimos el valor de su herencia. La mansedumbre está directamente relacionada con la custodia: el manso Abel y el no-guardián Caín siguen estando ante nosotros como opciones radicalmente alternativas y siempre posibles. El manso guarda la oikos (la casa) y por ello hace una oikonomia humilde, mansa. Una economía mansa usa los recursos sabiendo que los ha heredado y que debe dejarlos a su vez en herencia. Si fuéramos mansos, los cálculos que utilizaríamos para medir nuestro crecimiento y nuestro bienestar serían distintos. En esos algoritmos daríamos mucho más peso al consumo de recursos no renovables y de todo lo que hemos encontrado en la tierra y debemos dejar en herencia. El “destino universal de los bienes”, principio básico de la doctrina del bien común, se refiere sin duda al espacio pero interpela sobre todo al tiempo. Si actuáramos así, la preocupación por el tiempo “después de nosotros” se convertiría en una cultura general que nos llevaría a usar todos los bienes comunes con el mismo cuidado con el que usamos las cosas de los hijos.
En cambio, el capitalismo individualista, que en estos tiempos de “crisis” se está expandiendo sin oposición, con demasiada frecuencia es violento en el uso de los recursos. Canjea la calidad del medio ambiente, el aire y el agua de mañana, así como el futuro de pueblos enteros (sobre todo en Africa), por unos grados de temperatura más o menos en las casas del norte del mundo. Sigue comiéndose con glotonería la tierra, el medio ambiente y también a los pobres: no incluye a las periferias, sino que las devora. La mansedumbre económica significaría, sobre todo para las grandes empresas, reducir la agresiva presencia de la publicidad en todos los momentos de nuestra vida, dejar de exprimir a los recién graduados que, en esa fase de grave falta de trabajo, son muy fáciles de chantajear. Reducir la velocidad y la agresividad de las finanzas especulativas, moderar el lenguaje arrogante y vulgar de los poderosos, doblar la mano de muchos bancos con respecto a las empresas y a las familias, o la mano de la administración pública con quienes siempre han pagado los impuestos y ahora, caídos en desgracia, ya no pueden hacerlo.
La mansedumbre nos dice con su típico lenguaje, distinto pero profundamente unido al de las demás virtudes y bienaventuranzas, una verdad antigua, que se sitúa en el corazón de la vida en común. Cuando vemos el espectáculo de la vida que se realiza cada día ante nuestros ojos, la primera y fuerte impresión es que son los tramposos, los violentos y los malvados quienes ganan y tienen éxito. Los mansos aparecen como perdedores, rendidos o caídos por los golpes de los poderosos y los violentos. Una iniquidad que dio lugar al grito decepcionado de dolor de Norberto Bobbio: "Ay de los mansos: no se les dará el reino de la tierra" (“Elogio de la mansedumbre”). Por el contrario, las historias y la verdad de la mansedumbre ordinaria y extraordinaria nos dicen que esta primera impresión, aunque real, no es necesariamente la más verdadera. Cuando se calculan los verdaderos costes e ingresos de la vida individual y social, que no se miden principalmente en moneda, muchas veces son las personas y las comunidades mansas las que marcan el beneficio más alto: "Yo fui joven, ahora soy viejo, y nunca vi a un justo abandonado ni a sus hijos mendigando el pan" (Salmo 37).
Si mañana tenemos una economía mejor que la actual, en la que los jóvenes puedan trabajar y ya no “mendigar el pan”, no será gracias a las promesas de los poderosos, sino a la acción fuerte, silenciosa y tenaz de muchos mansos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
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