Cooperación - Léxico para una vida buena en sociedad/9
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2013
La cooperación hace que las comunidades prosperen. Si no hubiéramos empezado a cooperar (actuar juntos), la vida en común no habría comenzado y todavía estaríamos evolutivamente bloqueados en la fase pre-humana. Pero, como ocurre con muchas de las grandes palabras de lo humano, también la cooperación es a la vez una y múltiple y sus formas más relevantes son también las menos obvias. Cada vez que los seres humanos actúan juntos y se coordinan para alcanzar un resultado común mutuamente provechoso, podemos hablar de cooperación.
Un ejército, una liturgia religiosa, una lección, una empresa, la acción de gobierno, el secuestro de una persona… Todas ellas son formas de cooperación pero se refieren a fenómenos humanos muy distintos. De ahí se deriva una primera consecuencia: no toda cooperación es buena. Aunque beneficien a los sujetos involucrados, algunas formas de cooperación empeoran el bien común porque perjudican a otros sujetos, que quedan fuera de la cooperación. Para distinguir la cooperación buena de la mala es necesario tener en cuenta primordialmente los efectos que esa cooperación produce de forma intencionada en las personas externas a la propia cooperación.
Las teorías políticas y económicas surgidas a lo largo de la historia se pueden agrupar en dos grandes familias: las que asumen como punto de partida la hipótesis de que el ser humano por naturaleza no es capaz de cooperar, y las que, por el contrario, reivindican la naturaleza cooperativa de la persona. El representante principal de esta segunda corriente es Aristóteles: el hombre es un animal político, es decir capaz de hacer amigos (philia), de dialogar con los demás y de cooperar por el bien de la polis. El exponente más radical de la corriente del animal insociable es Thomas Hobbes: “Es cierto que algunas criaturas vivientes, como las abejas y las hormigas, viven juntas en sociedad. Por tanto, a alguien le gustará saber por qué los hombres no hacen lo mismo” (El Leviatán, 1651). Dentro de esta corriente anti-social se sitúa gran parte de la filosofía política y social moderna, mientras que los filósofos antiguos y medievales (incluido Santo Tomás) estaban por lo general de parte de Aristóteles. Podría decirse también que la principal cuestión a la que trató de responder la teoría política y económica moderna fue explicar cómo es posible que surjan resultados cooperativos de seres humanos incapaces de cooperar intencionadamente por estar demasiado dominados por intereses egoístas.
La filosofía política de la modernidad respondió con diversas teorías del ‘contrato social’ (no todas), según las cuales unos individuos egoístas, pero racionales, entienden que les interesa dar vida a una sociedad civil con un contrato social artificial; el hombre natural es incivil y por tanto la sociedad civil es artificial. La ciencia económica moderna, por su parte, respondió a la misma cuestión con las distintas teorías de la ‘mano invisible’, para las que el bien común (‘la riqueza de las naciones’) no surge de la acción cooperativa intencionada y natural de unos animales sociales, sino del juego de intereses privados de unos individuos egoístas separados unos de otros. En la base de estas dos corrientes encontramos la misma hipótesis antropológica: el ser humano es un ‘palo torcido’ que, sin necesidad de enderezarlo, produce ‘ciudades’ buenas cuando es capaz de dar vida a instituciones artificiales (contrato social, mercado) que transforman las pasiones auto-interesadas en bien común.
Aquí se nos revela uno de los misterios del mercado. También la sociedad de mercado tiene una forma de cooperación, aunque no se le pida ninguna acción conjunta a los individuos ‘cooperantes’. Cuando entramos en una tienda a comprar pan, el encuentro entre el comprador y el vendedor no se describe ni se vive como un acto de cooperación intencionada: cada uno busca su propio interés y cumple con la contraprestación (dinero por pan; pan por dinero) sólo como un medio para obtener su propio bien. Y sin embargo ese intercambio mejora las condiciones de ambos, gracias a una forma de cooperación que no exige ninguna acción conjunta. El bien común se convierte así en una suma de intereses privados de individuos recíprocamente inmunes que cooperan sin encontrarse, sin tocarse y sin mirarse.
Donde encontramos la cooperación intencionada o fuerte es dentro de la empresa, al ser la empresa una red de acciones conjuntas y cooperativas para alcanzar objetivos en su mayor parte comunes. Cuando yo compro un billete Roma-Málaga, entre la compañía aérea y yo no existe ninguna forma de cooperación intencional sino únicamente intereses separados y paralelos (viaje y beneficio). Pero entre los miembros de la tripulación del vuelo sí que debe existir una cooperación fuerte, explícita e intencionada. De ahí se sigue que mientras que (casi) ningún economista escribiría una teoría de los mercados basada en la ética de las virtudes, sí que hay muchas ‘éticas de los negocios’ para las empresas y organizaciones, basadas en la ética de las virtudes de Aristóteles y Tomás.
La división del trabajo en los mercados y en la sociedad es una gran forma de cooperación involuntaria e implícita. En cambio, la división del trabajo dentro de la empresa es cooperación en sentido fuerte: una acción voluntaria y conjunta. El capitalismo de matriz anglosajona y protestante ha dado vida a un modelo dicotómico, a una reedición de la luterana (y agustiniana) ‘Doctrina de los dos reinos’. En los mercados existe la cooperación implícita, ‘débil’ y no intencionada; en la empresa y, en general, en las organizaciones, encontramos la cooperación explícita, fuerte e intencionada. Son dos cooperaciones, dos ‘ciudades’ natural y profundamente distintas entre sí.
Pero esta cooperación no es la única posible en el mercado. La versión europea de la cooperación en el mercado, en particular la latina, es distinta porque su matriz cultural y religiosa no es individualista sino comunitaria. Aquí la distinción entre cooperación ad intra (empresa) y cooperación ad extra (en los mercados) no ha sido nunca predominante, al menos hasta tiempos recientes. Esta es la corriente de la llamada Economía Civil, que ha interpretado toda la economía y la sociedad como un asunto de cooperación y reciprocidad. La empresa familiar (en Italia todavía sigue representando el 90% del sector privado), las cooperativas y la figura de Adriano Olivetti, sólo se entienden tomando en serio la naturaleza cooperativa y comunitaria de la economía. Por eso el movimiento cooperativo europeo fue la expresión más típica de la economía de mercado europea. Al igual que los distritos industriales (como el de Prato para el textil o el de Fermo para el calzado), donde comunidades enteras se convirtieron en economía sin dejar de ser comunidad. En cambio, el capitalismo USA tiene como modelo al mercado anónimo y trata de “mercantilizar” (convertir en mercado) también la empresa, a la que ve cada vez más como un nexo de contratos, una ‘commodity’ (mercancía) o un mercado con proveedores y clientes ‘internos’. El modelo europeo, por el contrario, ha tratado de ‘comunitizar’ (convertir en comunidad) el mercado, tomando como modelo de economía buena el modelo mutualista y comunitario, y exportándolo desde la empresa a toda la vida civil (cooperación de crédito y de consumo). Asumiendo el coste y el beneficio de esta operación: una economía más densa en humanidad y en alegría de vivir, pero también con las heridas que los encuentros humanos llevan siempre e inevitablemente consigo.
Hoy el modelo USA está colonizando también los últimos territorios de la economía europea, entre otras cosas porque nuestra tradición comunitaria y cooperativa no ha estado siempre a la altura desde el punto de vista cultural y práctico y tampoco se ha desarrollado en todas las regiones. En Italia ha tenido que vérselas con el trauma, aún no completamente superado, del fascismo que se autoproclamó como verdadero heredero de la corriente de la empresa cooperativa (el corporativismo). Pero la ‘gran crisis’ que estamos viviendo nos dice que la economía y la sociedad basadas en la cooperación-sin-tocarse puede producir monstruos, y que los negocios que son sólo negocios al final se convierten en anti-negocios. El ethos de Occidente es una interacción de cooperaciones fuertes y débiles, de individuos que huyen de los lazos de la comunidad en busca de libertad y de personas que para vivir bien libremente se unen. En una fase de la historia en la que el péndulo del mercado global tiende hacia los individuos-sin-lazos, Europa debe recordar, guardándola y viviéndola, la naturaleza intrínsecamente civil y social de la economía.
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