La feria y el templo

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El buen comercio es siempre un arte de las manos y de la vista

La feria y el templo/13 - Los comerciantes escritores nos han hecho llegar páginas de vida e historias económicas caracterizadas por la competencia, la sobriedad, la belleza y la fe.

Luigino Bruni

Publicado originalmente en Avvenire el 31/01/2021

Nuestra economía solo será civil y civilizada si es relación, si sabe unir a los diversos y habita de manera generativa las contradicciones y ambivalencias.

El espíritu de la economía de mercado que había entre la Edad Media y el Renacimiento era distinto, en algunos aspectos muy distinto, al del capitalismo moderno. Tiene sentido retomar las preguntas de aquella etapa de la economía, puesto que el capitalismo de los siglos posteriores no ha dado respuestas distintas, sino que se ha limitado a cambiar las preguntas. Aquella primera ética mercantil se desarrolló en un mundo que, mientras veía crecer la riqueza de los grandes comerciantes y buscaba una forma de mantenerlos dentro del recinto de las ovejas de Cristo, era también testigo del movimiento franciscano que luchaba con papas y teólogos para poder obtener el privilegio de la altísima pobreza, para atravesar el mundo sin tener que convertirse en domini (dueños) de los bienes que usaban. Entre el libro de la razón comercial y el libro de la razón religiosa circulaba una tensión trágica. El uno desafiaba y limitaba al otro, y de ese modo el comercio no se convertía en un ídolo y la religión no se transformaba en una jaula. 

Para entender la ética económica europea, hay que leerla a partir de estas tensiones y ambivalencias. Leer la riqueza dentro de la pobreza y la pobreza dentro de la riqueza. Aquellos comerciantes se hicieron muy ricos, pero su riqueza estaba herida, porque, a diferencia de lo que ocurrirá en la modernidad, no era inmediato ni evidente que la riqueza fuera por sí misma una bendición, mientras que era evidente que la bendición estaba en la pobreza evangélica. Pero, también en este caso, las paradojas y ambivalencias se revelaron altamente generativas.

Lo podemos leer en el libro “Mercanti scrittori” (publicado por Vittore Branca). Entre los relatos que recoge, destacan “los recuerdos” de Giovanni di Pagolo Morelli (Florencia, 1371-1444), donde la razón del comercio se integraba perfectamente con la razón de la familia y con las razones de estado de la ciudad de Florencia. Morelli daba consejos y recomendaciones a sus “pupilos”, hijos y nietos, en una especie de concentrado de generaciones de sabiduría mercantil: «No te dediques al comercio o al tráfico que no entiendas: haz las cosas que sepas hacer y guárdate de las otras. Acude con otros a las bodegas y a los bancos, y sal fuera, frecuenta la compañía de comerciantes y palpa las mercancías; ve con tus propios ojos los lugares y las tierras donde has pensado traficar» ("Ricordi", III, p. 177). El primer sentido del comerciante, el verdaderamente esencial, era el tacto.

El comerciante debía tocar los productos, porque los secretos decisivos del conocimiento mercantil se aprendían tocando los bienes objeto de compra y venta. Los paños, los tejidos y las telas se conocían tocándolos con las manos, manejándolos. El primer significado de mánager se refiere a la mano, al manejo, a la domesticación del caballo mediante el uso de las manos. Un empresario que perdiera el contacto con las cosas con las que traficaba, que no ejercitara el tacto (con-tacto), que no las palpara con los dedos, perdía competencia y se ponía en manos de otros, de los cuales acababa dependiendo por completo. En esto no vale la división del trabajo ni la delegación: el empresario debe distribuir las funciones; puede y debe delegar mucho, pero no el tacto de sus bienes, esto debe realizarlo él mismo. El empresario italiano ha crecido tocando los bienes. Era tanto o más competente en sus cosas que sus técnicos y obreros. Esta competencia táctil ha sido su primera fuerza. Así se comprende por qué este “capitalismo” comenzó a declinar cuando dejó las empresas en manos de los mánager. Estos ya no tocaban las cosas que compraban y vendían, puesto que eran expertos en instrumentos pero casi nunca en las manos ni en el tacto de los productos de su empresa concreta.

Además, el señor Giovanni nos dice que el buen comerciante debía recorrer el mundo, visitando en persona los mercados de muchas ciudades. Ciertamente necesitaba agentes y procuradores, pero no podía ser un buen comerciante si no adquiría un conocimiento directo de los lugares y de las personas, si no frecuentaba «bodegas y bancos». Mientras el empresario tenga pasión, energía, entusiasmo y eros suficientes para ir en persona a las ferias, para ver “con sus ojos” a los clientes, proveedores y banqueros, seguirá manteniendo el control de su empresa, llevando las riendas, manejándola: «Si traficas fuera, viaja en persona a menudo, al menos una vez al año, a ver y saldar las cuentas. Ve qué vida lleva quien está por ti fuera, si gasta en exceso, y asegúrate de que tenga buenos créditos» (p. 178). En cambio, cuando comienza a pasar los días entre reuniones en la oficina y comidas en restaurantes con estrellas, aunque no lo sepa, ya ha comenzado el final, porque ha perdido las manos y los ojos del arte del comercio.

La ética mercantil tiene un segundo mandamiento: «Sé firme a la hora de fiarte y no seas cándido: de quien menos te tienes que fiar es de quien te muestre con palabras lealtad y pedantería; y de quien se te ofrezca no te fíes en ningún acto. A los grandes charlatanes, presuntuosos y zalameros, escúchalos y responde con palabras a sus palabras, pero no te fíes. No tengas tratos con quienes hayan cambiado varias veces de tráfico y de compañeros o maestros» (p. 178). Cuando un empresario comienza a rodearse de pedantes, charlatanes y vanidosos, ya ha emprendido el camino del ocaso. Pero para reconocerlos hay que frecuentar su compañía fuera de los campos de golf y de los hoteles de lujo, porque la antigua ley del comercio dice que no se conoce a una persona hasta que no se la ve trabajar. Es una grave ingenuidad pensar que se puede conocer a los clientes y agentes en los congresos. El trabajo es la gran criba que permite discernir la paja de la charlatanería del grano del buen oficio.

Tercer mandamiento: «No hagas nunca demostración de riqueza: tenla escondida y da siempre a entender con palabras y hechos que tienes la mitad de lo que tienes. Si mantienes este estilo, no te podrán engañar demasiado» (p. 178). Aquí no se trata tanto de una técnica de evasión fiscal (quizá para alguien también lo sea), como de un estilo de vida. Aquellos primeros comerciantes sabían bien que la envidia social era degenerativa para todos. La riqueza civil no debía producir envidia, sino emulación, es decir deseo de imitación. Pero en un mundo con baja movilidad social, como era, en resumidas cuentas, el medieval, la riqueza ostentada solo creaba envidia y conflicto. Mostrarla más allá del límite (vuelve a aparecer aquí el gran tema de la intensidad lícita de las riquezas) no beneficiaba a nadie: «No te jactes de grandes ganancias. Antes bien: si ganas mil florines, di quinientos; si traficas con mil, haz lo mismo, y si están a la vista, di que son de otros. No te pongas al descubierto en los gastos. Si eres rico de diez mil florines, lleva una vida como si tuvieras cinco» (p. 189). La sobriedad ha sido durante siglos una gran virtud del empresario y del industrial. A menudo sus hijos iban a la misma escuela que los hijos de sus obreros. Acudían a las mismas iglesias, bodas y funerales. Eran “señores” pero también compañeros, al menos los hijos. Sin embargo, cuando hace pocas décadas, la competición cambió de la producción al consumo, el centro del capitalismo pasó del empresario al mánager, y el capitalismo se convirtió en un enorme mecanismo de ostentación productor de mucha envidia social y frustración, sobre todo en tiempos de crisis.

Paolo da Castaldo (1320-1370), en su “Libro dei buoni costumi”, instruye acerca de un cuarto pilar de aquella ética de los negocios: «Trata siempre de tener suficientes operarios y los mejores operarios. No mires el coste porque “una buena pensión y el salario de buenos operarios nunca fueron caros”; los malos son caros» (p. 34). Sabiduría infinita, que hemos olvidado en un capitalismo donde el alto salario del mánager es el primero y a veces único indicado de su calidad. Paolo nos recuerda aquí que el “mal operario” es caro porque generalmente está más interesado en el dinero que en la mercancía, y que un salario demasiado alto se convierte en un mecanismo de selección adversa de las personas.

Quinto mandamiento: «Haz que en tus libros se escriba ampliamente lo que has hecho; no perdones la pluma y hazte entender bien en el libro. Y vivirás libre, sintiéndote firme y fuerte en tu capital» (p. 178-9). “Escribir bien” era una cualidad del buen comerciante, en palabras del comerciante y poeta Dino Compagni ("Canzone del pregio"). El humanismo civil italiano y europeo no habría existido sin la buena escritura de los comerciantes, y su extraordinario éxito comercial no habría existido sin el cuidado y el aprecio por la escritura y las letras: «Que el pupilo se las ingenie para ser virtuoso, aprender ciencia y gramática y un poco de ábaco» (p. 192). Esto no implica que los comerciantes fueran (o debieran ser) profesores. La buena escritura de los comerciantes era distinta de la de los profesores, pero era buena y necesaria para el bien común. Florencia fue capaz de desarrollar siglos de extraordinaria economía porque los comerciantes alimentaban con su riqueza a los poetas y artistas, pero Dante y Boccaccio alimentaban a los comerciantes con su belleza, que de este modo entraba en los libros de razón y en el habla fascinante que encantaba al mundo entero: los comerciantes encantaban al mundo con bellísimos tejidos pero también con palabras poéticas, con sus buenas palabras y escritos.
Para terminar: «Ahora, concluyendo, las cosas antedichas son útiles para ser experto y conocer el mundo, para ser querido, honrado y estimado» (p. 196). La benevolencia, la buena fama, el honor y el aprecio eran bienes invisibles pero esenciales, más que el beneficio. La riqueza obtenida con mala fama no valía nada. El segundo paraíso que los antiguos comerciantes buscaban era una herencia de buena fama y honor para dejar a los hijos. Morir ricos pero con deshonra era su verdadero infierno. Sin tomar en consideración la buena fama tampoco entenderíamos el fenómeno de la venta de indulgencias. Cuando al acercarse la muerte aquellos comerciantes y banqueros daban buena parte de su patrimonio a la Iglesia o al Municipio, no lo hacían solo para descontar años de purgatorio, sino que querían evitar también el infierno de la fama en la tierra – para ellos y para su familia. Nosotros estamos dejando en herencia a nuestros hijos deuda pública. Los antiguos comerciantes querían dejar también fama y honor.
Detrás de nuestro “capitalismo”, sostenido todavía por las familias y despreciado porque a veces se vuelve “familista”, está toda la ambivalencia de aquellos primeros comerciantes; pero también está su virtud y su honor. La conjunción “y” desempeñó un papel decisivo en nuestro primer humanismo económico y social: dinero y Dios, espíritu y mercancía, belleza y riqueza, lujo y pobreza. Estas palabras colisionaban y se enfrentaban, y ahí nacía la vida. Hoy seguimos necesitando una conjunción, ciertamente muy distinta de la medieval. Pero nuestra economía solo será civil y civilizada si es relación, si une a los diversos, si sabe habitar generativamente sus contradicciones y sus ambivalencias.

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