La feria y el templo

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Donde la pobreza no avergüenza y la riqueza se comparte

La feria y el templo/12 - El humanismo latino y precapitalista de las ciudades y de los comerciantes medievales y la crítica del espíritu del capitalismo.

Luigino Bruni

Publicación original en Avvenire el 24/01/2021

Los franciscanos y los dominicos cambiaron el mundo: ser ricos entre aquellos que elogian la pobreza es muy diferente a serlo entre aquellos que elogian, también religiosamente, la riqueza.

El surgimiento progresivo de la ética mercantil en la Edad Media no consistió en la simple secularización de la ética religiosa antigua. Fue algo mucho más complejo. El proceso que condujo de la economía medieval de mercado al capitalismo no fue lineal, sino que conoció interrupciones, desviaciones y saltos. El comerciante medieval fue antes medieval y luego comerciante. Por las rutas comerciales europeas, además de clientes y proveedores, encontraba demonios, espíritus y santos. Mientras se enriquecía en la tierra, su mente miraba al cielo. Habitantes por vocación y en cada estación de las “tierras medias”, aquellos comerciantes eran a la vez hombres de su tiempo y hombres fuera del tiempo. Estaban radicados en su época, pero eran anticipadores de tiempos nuevos. Como todos los innovadores, se movían entre el ya y el todavía-no. Eran los últimos representantes de un mundo y los primeros de otro mundo que todavía no existía. Estaban situados en el vértice del tiempo, y desde allí eran capaces de ver más lejos. Anclados en el presente especulaban sobre el futuro. Su primera y más importante comunidad no era la societas mercatorum sino la comunidad cristiana, y su primera ley no era la lex mercatoria sino la de la Iglesia. Sobre sus riquezas gravaba una verdadera hipoteca social, un fuego espiritual que caldeaba el dinero que quemaba en sus manos si no lo compartían con la comunidad. 

Leemos en uno de los primeros libros sobre el comercio: «Esto es lo que debe tener en sí el verdadero y recto comerciante: le conviene usar siempre rectitud, le corresponde larga providencia, y no faltar a sus promesas… Usar la Iglesia y dar para Dios. No practicar la usura ni el juego de azar, llevar bien las cuentas y no errar. Amén» (Francesco Balducci Pegolotti, “La pratica della mercatura”, 1340 ca., p. xxiv). Así pues, la vida del “verdadero y recto comerciante” era un entramado de prácticas comerciales y temor de Dios, de razón económica y razón teológica, de ética de la culpa y ética de la vergüenza. La búsqueda de la felicidad individual no tenía sentido si no iba precedida, ordenada y equilibrada por la búsqueda de la felicitas publica, que tanto les gustaba a los romanos y que se encontró con la teología cristiana de la comunidad como cuerpo de Cristo, y después con la filosofía del Bien común. La búsqueda de la felicidad pública era una búsqueda directa, intencionada, que se concretaba en la renuncia a partes y dimensiones notables de los bienes privados (no al 2% de los beneficios...) para realizar bienes comunes. Por tanto, nos encontramos en el lado opuesto a la filosofía moderna de la “mano invisible”, según la cual la riqueza pública nace, indirectamente, de la búsqueda individual de la riqueza privada. En el humanismo medieval, el bien común nacía restando recursos a los bienes privados. En el capitalismo, nacerá sumando los intereses privados (cuanto mayor es mi bien, mayor será el bien común).

Con el segundo milenio, en el Sur de Europa comenzó a desarrollarse un nuevo espíritu económico. Este espíritu era ciertamente nuevo, pero aún no era el espíritu capitalista, si es cierto que este consiste en ver «la riqueza como el medio más idóneo para una satisfacción cada vez mejor de todas las necesidades posibles» (Amintore Fanfani, “Cattolicesimo e protestantesimo nella formazione storica del capitalismo”, 1934, pp. 15-16). La riqueza estaba muy presente en la Florencia de los siglos XIII y XV, pero no satisfacía todas las necesidades. No proporcionaba estima social ni paz interior, ni tampoco el paraíso. O, mejor dicho, la riqueza satisfacía también (parte de) esas necesidades cuando los ricos, dándola, se liberaban de ella. No debemos olvidar que durante toda la Edad Media, la influencia de los franciscanos, los dominicos y las órdenes religiosas en la vida económica y civil fue grande, en algunos aspectos enorme. Las plazas y las ferias estaban pobladas de frailes y monjes que con su sola presencia recordaban a los comerciantes el infierno y el purgatorio. Eran sus confesores, consejeros y asistentes espirituales. Los predicadores eran figuras imponentes que no dejaban indiferentes a los hombres de negocios – tal vez solo los predicadores cuaresmales impresionaban a la gente más que la riqueza y la belleza de los grandes comerciantes. Las nuevas riquezas mercantiles estaban incluidas en un contexto religioso y cultural que elogiaba la pobreza. Los franciscanos y los dominicos habían cambiado verdaderamente el mundo, con una fuerza que nosotros no podemos siquiera imaginar. Gracias a ellos, el ideal cristiano era la pobreza evangélica y no la riqueza. Lo era para los frailes y para las monjas, pero también para los laicos, muchos de los cuales pertenecían a sus Terceras Órdenes.

En los países latinos, la riqueza solo era buena si era compartida, si se convertía en riqueza pública, porque el centro de la vida civil seguía siendo la comunidad. En la Edad Media latina, la riqueza se compartía mediante donaciones y testamentos. En la modernidad latina se hará mediante el estado social. El notario Lapo Mazzei escribía al riquísimo comerciante Francesco di Marco Datini: «Doce frailes, con un superior (con fama de persona santa), viendo que en Siena y en los pueblos no se observaba la Regla de San Agustín, se trasladaron de Siena a un lugar pobre en un bosque, para vivir según la Regla, pobremente; … os suplican que os percatéis de que en ese lugar, ya sea en la colina o en el llano, no hay nada para ellos; porque simplemente el pan les bastaría, con poca ayuda» (“Lettere di un notaro ad un mercante”, 1880, vol. 2, p. 132). Mazzei, en esta y en muchas otras cartas, pedía a su “padre” (así lo llamaba) que ayudara económicamente a conventos, monasterios y familias privadas, que comprara objetos sagrados. Al final de su vida, en 1410, le hizo escribir un nuevo testamento donde dejaba (casi) toda su extraordinaria riqueza al “cepillo de los pobres” de Prato. En otra carta, Mazzei instruía a su comerciante acerca de las verdaderas riquezas: «Aquellos que son ciertamente desordenados e ignoran cuál es la riqueza del hombre, como ciegos creen que la riqueza consiste en poseer muchos bienes adquiridos de cualquier manera. Estos, como falsos tasadores, llaman al bien mal y al mal bien» (p. 154). Mazzei era un laico, y sin embargo para Datini fue un verdadero guía espiritual, que desempeñó un papel importante en su conversión. La fe era cultura, no solo religión – el medievo fue mucho más laico de cuanto podemos imaginar, incluso dentro de los monasterios y conventos. La beata sor Chiara Gambacorti, dominica, escribía también a Datini: «Nosotras somos pobres; y como pobres, por amor de Cristo, nos encomendamos a vos, que en nuestra necesidad acostumbráis a darnos la ayuda que Dios os inspira» (p. 319).

De estas cartas se desprende una dimensión esencial de la relación entre la riqueza y la pobreza para aquel humanismo. La pobreza elegida de las monjas, que las colocaba en una condición de necesidad de socorro, creaba en los ricos la obligación moral de socorrerlas, y desempeñaba también una función redistributiva de la riqueza, haciéndola buena. Este mutuo provecho que estaba en el centro del pacto civil que regía la ética medieval, dio un esplendor a sus iglesias y ciudades que aún hoy nos maravilla. Un poeta, injustamente encarcelado, al pedir un préstamo (no limosna) a Datini, le escribía: «No me avergüenzo de ninguna cosa, menos que nada de ser pobre» (Jacopo del Pecora, p. 345). En aquel mundo, la pobreza no era causa de vergüenza. La miseria sí, pero la pobreza evangélica no, porque era imitación de Cristo (y de sus santos), y comprenderlo era un privilegio moral.

En Europa siempre ha habido comerciantes, desde el imperio romano. Pero los pocos grandes comerciantes del siglo XIII eran distintos. Operaban en los mercados internacionales, conocían los países del mundo, eran espectacularmente ricos y sobre todo enriquecían a sus ciudades dándoles esplendor. Eran ricos, pero aún no eran capitalistas, porque estaban habitados por un espíritu que todavía era medieval: «Para el precapitalista, no solo hay que distinguir entre medios lícitos e ilícitos en la adquisición de la riqueza (cosa que ocurre, con otra medida, también en el caso del capitalista), sino que hay que distinguir entre intensidad lícita e intensidad ilícita en el uso de medios lícitos. La moral para el precapitalista no solo condena el medio ilícito, sino que limita el uso del lícito» (Fanfani, p. 18). La moral económica precapitalista se movía dentro de un espacio marcado por dos ejes pre-cartesianos: la licitud y la intensidad. Estos dos ejes estaban relacionados entre sí, porque la evolución, a partir del siglo XIII, de la licitud del interés y del beneficio tuvo consecuencias también en el terreno de la intensidad (si es legítimo, dentro de ciertos límites, hacer dinero con el dinero, indirectamente se confiere un estatuto ético más positivo a la riqueza en sí). Con el nacimiento del espíritu capitalista desapareció el segundo eje (la intensidad) y quedó solo el eje lícito-ilícito, cada vez más definido por las leyes de los estados y cada vez menos por la religión. La intensidad dejó de estar sometida al juicio de la licitud, y en el contexto protestante la riqueza se convirtió en un indicador de bendición por parte de Dios. La ética del capitalismo apareció. Un cambio radical del espíritu con respecto a la riqueza creó el capitalismo, cuando, de repente, el enriquecimiento individual se convirtió en bendición.

La pregunta pertinente, siempre actual aunque no nueva, es: El espíritu del capitalismo moderno ¿fue consecuencia del desarrollo del espíritu económico de los comerciantes medievales o supuso su traición? El ADN de los Bardi y los Datini ¿era el mismo que el de los Rockfeller y los Bill Gates, o se produjo un salto de especie? La escuela económica católica, que llega desde Toniolo hasta Barbieri pasando por Fanfani, ha visto el nacimiento del capitalismo y por tanto el cambio de espíritu económico en el paso de la Edad Media a la Modernidad, como declive y decaimiento moral del espíritu económico: «La Reforma, con su espíritu informativo, quitaba el freno a las ganancias rápidas y menos honradas, a la vez que informaba y removía la tradición científica católica y la legislación canónica, arrancando de manos de la Iglesia la disciplina moral de las relaciones económicas, que siempre se había orientado a mantener en alto al hombre frente al capital. Desde aquel momento comenzó la evolución sin contrapesos de la economía capitalista» (Giuseppe Toniolo, “L’economia capitalistica moderna”, 1893, p. 221). A pesar de algunas distinciones entre unos autores y otros, estos estudiosos católicos leían el capitalismo moderno como una traición del humanismo tardo medieval. La cultura dominante en el siglo XX consideró esta lectura “católica” obsoleta y a fin de cuentas equivocada. Pero un capitalismo “sin contrapesos”, que está deteriorando el planeta y aumentando las desigualdades, ¿no debería llevarnos a abrir una nueva etapa crítica del espíritu del capitalismo?

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