La feria y el templo

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No para amar el mundo, sino para cuidar de la humanidad

La feria y el templo/2 - Los Montes de Piedad y los Montes Frumentarios hablan de unas finanzas originalmente plurales y de la acción de la Iglesia por la justicia.

Luigino Bruni

Pubblicado originalmente en Avvenire el 15/11/2020

«Se prohibirá a los peritos aceptar regalos o cortesías de los propietarios de las prendas, o de otras personas, para dar a los efectos un valor mayor o menor. En sus encargos deberán ser leales, justos y sinceros, bajo pena de diez escudos por cada tasación alterada».

Del Archivo del Monte de Piedad de Imola.

En la Edad Media se contemplaba el misterio divino en el humano, y el primer representante de Cristo en la tierra no era el Papa sino el pobre.

El Renacimiento, edad de oro en Italia, no fue solo el tiempo de Miguel Ángel, Leonardo, León Battista Alberti, Pico della Mirandola, Maquiavelo y los Medici. También fue una época extraordinaria gracias a la obra de muchos franciscanos que construyeron los Montes de Piedad. No sería posible entender Europa ni la Italia moderna, ni tampoco lo que significó la Iglesia católica entre la Edad Media y la modernidad, sin considerar este humanismo carismático. Estas instituciones de crédito distintas cambiaron radicalmente las finanzas italianas desde mediados del siglo XV al menos hasta el siglo XIX, cuando aquellas semillas florecieron en Cajas rurales y Cajas de ahorros. La banca en Italia nació plural, y no solo por el beneficio. 

Detengámonos en las imágenes de los Montes de Piedad. La primera de ellas es la piedad, es decir la imagen de Cristo muerto en brazos de María. ¿Por qué usar la piedad como imagen en los edificios, capillas y estandartes de los Montes de Piedad? Las entidades de asistencia y los hospitales medievales ya usaban esta imagen. Simbolizaba uno de los momentos centrales de la fe cristiana. La gente de aquellos siglos, especialmente las mujeres y madres, que de la vida conocían sobre todo el dolor por la muerte de demasiados hijos y maridos, amaba mucho esta imagen. Estaba representada en casi todas las iglesias, por obra de los mejores artistas (Tiziano, Rubens, Miquel Ángel). La piedad cristiana se encontró con la heredada de los romanos (el “pío” Eneas), relacionada sobre todo con el cuidado de los padres ancianos por sus hijos. Su símbolo en los iconos era el pelícano o la cigüeña: la civilización romana llamó lex ciconiaria a la ley que obligaba a los hijos a cuidar de sus padres, puesto que la leyenda decía que las cigüeñas lo hacían. La piedad popular siempre es sobreabundante con respecto a las teologías y a los dogmas de las religiones.

En aquellos siglos, esta escena central de la fe se tradujo como amor-piedad por el prójimo, en particular por los que sufrían: «El otro lloraba tanto que de piedad yo vine a menos como si muriera» (Dante, Infierno, 5). La teología se convertía en antropología, el mismo cristianismo revelaba el rostro de Dios junto al rostro del pobre. Aquellos creyentes, mucho más interesados que nosotros en el paraíso y en el infierno, fueron capaces de dar el nombre de “piedad” al abrazo más íntimo entre el hombre-Dios y su Madre. Así se contemplaba el misterio divino y se amaba el misterio del hombre. En esto la Edad Media fue completamente luminosa. A los franciscanos, maestros de piedad y caridad, les resultó natural ver el nacimiento de estos Montes distintos como un fruto de la misma raíz de piedad y de misericordia – piedad, caridad y misericordia, tres palabras distintas para la teología, pero profundamente entrelazadas y superpuestas en la piedad popular.

La efigie más popular de Bernardino de Feltre, que lo representa junto a un Monte llevando en las manos dos lienzos con dos frases del Nuevo Testamento (en latín), es maravillosa. La primera frase dice: «No améis el mundo» (1 Jn 2,15), y la segunda: «Cuida de él» (Lc 10,35). Dos frases que, juntas, expresan bien el humanismo de los Montes de Piedad. Ellos no amaban ni seguían la lógica del mundo (que para Juan era símbolo del mal), y sin embargo cuidaban de él. «Cuida de él» está en la frase final de la parábola del Buen Samaritano, cuando este deja al hombre medio muerto en manos del posadero: «Cuida de él, y lo que gastes de más te lo pagaré a la vuelta». Esta frase es perfecta para el Monte, porque en ella el Evangelio de Lucas asocia a un empresario (el posadero) al acto de piedad más hermoso del Nuevo Testamento. El samaritano no pide al posadero que aloje gratis a la víctima – según una determinada lógica incluso habría podido y debido hacerlo. No lo hace. Reconoce que hay que pagar un precio justo a quien realiza su trabajo. Sus “dos denarios” reconcilian la piedad con la economía – si los únicos denarios de los Evangelios hubieran sido los treinta de Judas, el mensaje habría sido pésimo para todos aquellos que tienen que usar denarios para vivir y hacer vivir. Quizá no fuera esa la intención, pero en estas dos frases había también un destilado de la batalla de los franciscanos en favor del pago de un tipo de interés sobre los préstamos del Monte.

Otros detalles enriquecían la etapa natal de las finanzas solidarias. El día de la inauguración del banco, tras un largo periodo de preparación – a menudo el proceso comenzaba con las predicaciones del fraile en tiempos de Cuaresma –, la comunidad hacía una procesión desde la iglesia franciscana hasta la sede del banco. Las muchachas cantaban himnos y los niños, vestidos de blanco, llevaban en sus manos el estandarte del Monte. Era una imagen espléndida. Pedro Avogadro nos describe la que tuvo lugar en Verona en 1490: «Al sonido de trompetas y flautas, se llevaba en procesión al Monte de Piedad una imagen realizada con tal pericia artística y tan admirable genialidad que sin duda podía considerarse una obra maestra. La obra se presentaba sobre una amplia base formada por telas. Los lados contenían los símbolos de todas las virtudes, de admirable esplendor. En el centro estaba la Piedad, el cuerpo inanimado de Jesús en brazos de su madre, y después el apóstol predilecto. Administraban este rito tan sagrado treinta hombres dedicados al culto, que, transportando la imagen del mismo Monte, mostraban este momento altamente sagrado, para la mayor edificación de todos». Eran procesiones sagradas, tan bellas y solemnes como las realizadas en honor del Santo patrón, de la Virgen o del Corpus Domini. Para los franciscanos y para el pueblo, una procesión con ocasión de la fundación de un banco no era menos sagrada que otras funciones – no olvidemos que en la Edad Media el primer representante de Cristo en el mundo no era el Papa, sino el pobre. Un banco distinto también puede convertirse en un trozo de paraíso. Si las procesiones que celebran la Eucaristía y los Santos no se alternan con procesiones que celebran a los pobres, demasiadas veces acaban perdiendo el perfume del Evangelio. Esto también es expresión de la fuerza profética del carisma de Francisco.

Todo esto ocurría en el Centro-Norte. ¿Y en el Sur? En el Reino de Nápoles los Montes tuvieron su mayor difusión a partir de comienzos del siglo XVII (si bien el Monte de l’Aquila fue uno de los primeros, en 1466), tras una dura y larga crisis económica. Destacaban dos características: sus fundadores no eran siempre, ni principalmente, franciscanos o eclesiásticos, y casi todos prestaban gratuitamente, a pesar de que la Iglesia había declarado lícito el cobro de un interés mediante la Bula de León X de 1515 sobre los Montes de Piedad. Al tratarse generalmente de pequeñas instituciones, casi siempre ubicadas en conventos o en parroquias, no tenían grandes gastos, y a menudo eran sostenidos por instituciones filantrópicas. Esta “gratuidad” absoluta no ayudó a la duración ni al crecimiento de los Montes de Piedad en el Sur, antes bien la complicó. Escribía Antonio Genovesi: «Alrededor de principios del siglo XVI comenzaron en algunos lugares de Italia los montes llamados de Piedad… Algunos hombres amantes de la humanidad, para acabar con las usuras sanguinarias, establecieron lugares privados con pocos fondos, en los que se prestaban pequeñas cantidades gratuitamente, y otras más grandes con no mucho interés. Estos montes eran administrados con escrupulosa fidelidad, como los primeros establecimientos humanos realizados en el fervor de la virtud» (“Lecciones de economía civil”, 1767).

Pero en el Sur, dada su estructura económica y productiva, se desarrollaron sobre todo los Montes Frumentarios (también llamados montes de grano, montes nummarios en Cerdeña, o con nombres parecidos en otros países católicos de Europa). Eran instituciones de crédito rural, que crecieron, entre otras cosas, gracias al gran impulso del papa Orsini (Benedicto XIII), nacido en Gravina de Apulia (el primero lo fundó siendo todavía obispo de Benevento, en 1678). El franciscano de Lucera san Francisco Antonio Fasani (1681 -1742), también se dedicó a la creación de instituciones de crédito para los pobres. Se honraba el trigo con el mismo celo que el maná y el pan eucarístico, porque también este pan daba vida. Los Montes Frumentarios usaban el trigo como nominal. A veces surgían como entes complementarios de los Montes de Piedad (que concedían crédito monetario). Muchas fueron las formas que adquirió la piedad crediticia en Italia durante aquel renacimiento civil y económico. Un ejemplo de ello fueron los Montes de dotes, Montes de las doncellas o Montes matrimoniales, que nacieron con la finalidad principal de garantizar una dote a las muchachas más pobres.
En la segunda mitad del siglo XVIII, en el Reino de Nápoles había más de 500 Montes Frumentarios, alentados y sostenidos por los principales teóricos de la economía civil (A. Broggia, G.M. Galanti, J.B. Jannucci, D. Terlizzi de Feudis). Los Montes Frumentarios no prestaban a título gratuito, entre otras cosas porque el interés en especie siempre había resultado menos controvertido que el interés en moneda. Los agricultores recibían el grano “a ras” (del contenedor) y lo devolvían “colmado”, y la diferencia entre ambas cantidades era el interés, estimado por término medio en el 5%. Los Montes Frumentarios se desarrollaron como superación del contrato agrario “a resultas”, muy extendido en el Sur ya desde la Edad Media. Este contrato era especialmente vejatorio y abusivo para los agricultores, y alimentaba formas de parasitismo y de explotación de los trabajadores de la tierra. Fue Trojano Odazi, alumno de Genovesi y responsable de la edición milanesa de sus “Lecciones” (1768), quien demostró que la venta “a resultas” era abusiva. En aquellos contratos, el comerciante, que tenía liquidez, adelantaba dinero al agricultor en el momento de la siembra, y este se comprometía a entregar al comerciante una cantidad de trigo (o aceite, vino, queso) en el momento de la cosecha. En el contrato no se establecía un precio, sino que este se determinaría “a resultas”, es decir se anunciaría en la plaza (las más importantes eran Crotone, Gallipoli, Potenza) en la época de la cosecha. Evidentemente, el precio de un producto en el momento de la cosecha es más bajo, puesto que hay un exceso de oferta. De este modo, el agricultor acababa pagando un interés cercano al 100% (semestral) por el dinero adelantado.

La observación de estas injusticias llevó a aquellos franciscanos, obispos y hombres de buena voluntad, a imitar a los profetas: ver, denunciar y actuar. Hoy no faltan “contratos a resultas” en nuestras finanzas postmodernas. A diferencia de lo que ocurría en siglos pasados, estos contratos vejatorios no se ven a simple vista. Pero existen. Lo que faltan son nuevos franciscanos, obispos, hombres y mujeres de buena voluntad que creen nuevos Montes Frumentarios. Algunos hay, pero son demasiado pocos. Uno de los lugares que albergarán, del 19 al 21 de noviembre, “Economy of Francesco”, será el viejo Monte Frumentario de Asís. Una señal, una esperanza, y la misma llamada: «Cuida de él».

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