La feria y el templo/1 - La pandemia muestra, como en otras épocas, que no hay que demonizar la economía, sino convertirla.
di Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 08/11/2020
La gran lección de la fundación de los Montes de Piedad por parte de los franciscanos nos dice hoy que no saldremos mejores de esta crisis si no creamos nuevas instituciones, también financieras.
Las grandes crisis son siempre procesos de “destrucción creadora”. Derriban cosas que hasta ayer parecían inquebrantables, y de sus cenizas hacen surgir novedades antes impensables. A lo largo de la historia, los grandes cambios institucionales casi siempre han sido generados por dolores colectivos, por enormes heridas sociales que algunas veces se han convertido en bendición. De las guerras de religión entre católicos y protestantes, en el siglo XVII, nacieron las bolsas de valores y los bancos centrales en muchos países europeos. La fe cristiana dejó de ser suficiente para garantizar los intercambios comerciales y financieros en Europa. Hubo que crear una nueva fe y una nueva confianza (fides). La proporcionaron las nuevas instituciones económicas y financieras, a partir de las cuales floreció el capitalismo. En la segunda mitad del siglo XIX, la revolución industrial produjo una grave crisis de crédito: los católicos y los socialistas respondieron creando bancos rurales, cooperativas de crédito y cajas de ahorros. En el siglo XX, las guerras mundiales nos dejaron en herencia innovaciones políticas e institucionales (desde la Comunidad Europea hasta la ONU), así como nuevas instituciones financieras (Bretton Woods). Es como si los hombres solo fuéramos capaces de mirar juntos y más arriba en el gran dolor, en la noche, para ver finalmente las estrellas. Tras la caída el imperio romano, los monasterios también fueron un acontecimiento económico. Mientras desaparecía un determinado mundo y una determinada economía, un nuevo mundo y una nueva oikonomia se reconstruían dentro de las paredes de las abadías: ora et labora. Los constructores de la nueva Europa comprendieron que no habría resurrección sin resucitar el trabajo y la economía. Así pues, mientras ponían a salvo los manuscritos de Cicerón e Isaías, salvaban también la antigua acuñación de monedas, las técnicas contables, los códigos de comercio y los estatutos mercantiles. Sobre todo construyeron una red europea de monasterios donde se celebraban ferias, comercios e intercambios, porque allí era donde se mantenía y alimentaba la fides-confianza. Los monjes aprendieron del Evangelio que la economía era demasiado importante para la vida, y que cuando la economía no está al servicio de la vida, se convierte en su dueña y señora. Y se ocuparon de ella.
Después, en el siglo XV, el movimiento franciscano generó los Montes de Piedad. Este es uno de los episodios más interesantes y extraordinarios de la historia económica europea, si bien ha sido ampliamente infravalorado y malinterpretado. Los Montes de Piedad fueron instituciones decisivas para las ciudades italianas, para los pobres, para las familias y para la economía en su conjunto. Nacieron de la predicación, incansable, de los Frailes Menores que, a partir de mediados del siglo XV los fundaron a centenares, sobre todo en el centro y en el norte de Italia. Las ciudades se estaban desarrollando y enriqueciendo, pero, como suele ocurrir, el enriquecimiento de algunos (los burgueses) no condujo a la reducción de la pobreza sino a su incremento. Los franciscanos comprendieron que había un nuevo rostro de “madonna pobreza” que amar, y sin dudarlo, crearon nuevos bancos y nuevas finanzas accesibles a los excluidos. Hicieron algo asombroso, que solo un carisma inmenso como el de Francisco podía generar. Los bancos, ayer mucho más que hoy, eran un icono del “estiércol del demonio”, eran los “templos de mammona” imagen de la loba de la avaricia. Francisco comenzó su historia diciendo “no” al mundo del dinero, el no más radical que se pueda imaginar y que se haya imaginado nunca en Europa.
Los bancos de aquel tiempo prestaban a los ricos, y los pobres acababan con frecuencia en manos de los usureros. La lucha contra la usura fue la razón del nacimiento de los Montes de Piedad. Bernardino de Feltre, Santiago de la Marca, Juan de Capistrano, Domingo de Leonesa, Marcos de Montegallo y muchos otros frailes hicieron de la fundación de los Montes su principal obra. A la fundación del Monte de Florencia contribuyó también Savonarola. Hasta 1515 se cuentan sesenta y seis frailes menores promotores de Montes de Piedad. Algunos han sido proclamados santos o beatos. Es maravilloso que en centro de la efigie de estos santos (he recuperado personalmente las de Bernardino de Feltre y Marcos de Montegallo) estuviera precisamente el Monte de Piedad. El símbolo de aquella perfección cristiana era un banco, convertido de icono del pecado mortal en símbolo de santidad cristiana. Igual que la eucaristía, los sacramentos y el evangelio. Se trataba de una laicidad bíblica y evangélica que en buena parte hemos perdido con la modernidad, y que sigue dejando sin respiración a todos aquellos que (como yo) creen que hay pocas cosas más “espirituales” que la partida doble y el lugar de trabajo.
Bernardino llamaba al Monte de Piedad el Monte de Dios: «Quien ayuda a uno, hace bien; quien ayuda a dos, mejor; quien ayuda a muchos, mejor todavía. El Monte ayuda a muchos. Si das dinero a un pobre para que compre pan o un par de zapatos, cuando haya gastado el dinero, todo se habrá terminado. Pero si ese dinero lo das al Monte, ayudas a más personas… Construir iglesias, comprar misales, cálices y paramentos para las misas es cosa santa, pero dar dinero al Monte es más santo todavía. No gastes dinero en piedras, en iglesias, porque todo eso desaparecerá. Gástalo en lo que no se pierde, es decir dando a Cristo en los pobres» (Sermones de Bernardino de Feltre, vol. II). El nacimiento de los Montes fue una de las paradojas más fascinantes y generativas de la historia europea. La auto-expoliación de Francisco, su renuncia total a la economía de su padre Bernardone, el “nada poseer” y el “sine proprio”, dos siglos después, generaron bancos. Y se trataba de verdaderos bancos, no de instituciones de beneficencia, hasta tal punto que el primer banco de Ascoli Piceno, fundado en 1458, después de la predicación de Marcos de Montegallo, no fue considerada por algunos como un auténtico Monte porque no cobraba interés sobre el préstamo.
Este tema del interés sobre el préstamo fue central. Bernardino de Feltre fue el gran defensor de la necesidad de que el préstamo no fuera totalmente gratuito. Mejor dicho, defendía la tesis de que, para que la gratuidad que animaba el nacimiento del Monte pudiera durar y ser sostenible, era necesario pagar un interés, el más bajo posible, eso sí. Su batalla no fue fácil, porque tuvo como opositores a teólogos y juristas (muchos dominicos) que acusaban a los Montes de usura, precisamente por el pago de un interés mayor que cero. Bernardino, en sus Sermones, respondía de este modo: «Teniendo en cuenta la codicia de los hombres y la poca caridad, es mejor que quien recurra al Monte pague algo y sea
atendido bien, que sin pagar nada sea atendido mal. ¿Quieres ser mal atendido? No pagues. ¿Quién tiene en esto más experiencia que nosotros, los frailes? Viene uno al convento, se presenta al portero y le dice: estoy dispuesto a trabajar en vuestro huerto gratuitamente. Va, y poco después pide el almuerzo. Es justo». Así pues, en nombre de la gratuidad, muchos teólogos en la práctica impedían el nacimiento de los Montes o se oponían a ello públicamente, como en el caso de la fundación del Monte de Mantua en 1496. Esta es una de las más importantes y convincentes demostraciones de la diferencia entre la gratuidad y lo que se da gratis: un contrato, con su necesario pago, puede contener más charis (gratuidad) que un acto de pura liberalidad. La gratuidad aquí no coincide con el don. La gratuidad del Monte se expresaba en muchas otras cosas: se prestaba a largo plazo (y no se exigía la devolución del préstamo en un mes o en una semana como hacían los usureros), se pedía un tipo de interés únicamente para cubrir los gastos, se prestaba solo para necesidades reales, si el prestatario no podía rescatar la prenda percibía el plus que el Monte obtenía por la venta, se prestaba si era posible a todos. Eran instituciones sin ánimo de lucro, o sine merito. Bernardino distinguía el interés que nacía del préstamo (malo) del interés para el préstamo (que permitía la existencia del Monte). En nombre de la pura gratuidad, algunos Montes o no llegaron a ponerse en marcha, o acabaron pronto en bancarrota, o se convirtieron en propiedad de algunos ricos comerciantes que, poniendo capital para cubrir los gastos de gestión, lo transformaron de un bien de comunidad en un bien privado.
Para terminar, es impresionante una técnica retórica de los frailes menores, usada sobre todo por Marcos de Montegallo. Para mostrar la gravedad de prestar dinero a usura, el beato comparaba el bien que se hacía prestando al Monte con la desproporcionada riqueza que los usureros obtenían invirtiendo la misma cantidad. Escribía en su “tabula de la salud”: «Hay que saber que cien ducados prestados al treinta por ciento anual, después de cincuenta años, los
citados cien ducados que fueron el primer capital, entre intereses y capital, sumarán 49.750.556,7 ducados». Una cantidad enorme, fruto del anatocismo (acumulación de intereses sobre los intereses), que debía excitar la fantasía de sus oyentes – y la nuestra. Y debía también convencerles. Aquellos franciscanos respondieron de este modo a la grave crisis de su tiempo, creando nuevas instituciones bancarias. Lo hicieron porque conocían las auténticas necesidades de la gente. Comprendieron que en las grandes crisis es necesario reformar la economía y las finanzas, no solo temerlas. Es necesario crear bancos nuevos y no solo criticar a los viejos.
Hoy estamos en medio de una crisis mundial de dimensiones no distintas a las de las grandes crisis de siglos pasados. Harán falta nuevas instituciones, también financieras y aseguradoras, capaces de gestionar el Covid y el post- Covid, que dejará un mundo todavía más desigual, con pobres aún más pobres. Mientras pensamos en estas novedades, la antigua creación de los Montes nos enseña importantes lecciones. La primera se refiere a la naturaleza misma de la economía y las finanzas. Los bancos y el dinero son creaciones humanas, son vida. No hay que demonizarlas, porque si las demonizamos las convertimos en verdaderos demonios. Debemos tratarlas como se trata la vida. Frente a unas finanzas que aumentan la pobreza se puede y se debe responder creando otras finanzas que la reducen.
Finalmente, esta espléndida historia franciscana nos sugiere que hoy también es probable que los nuevos Montes de Piedad, ciertamente muy distintos de los del siglo XV, no nazcan de los ricos comerciantes y de los banqueros con ánimo de lucro (que fueron siempre los primeros enemigos de la fundación de los Montes), sino de aquellos que conocen a los pobres, los aprecian y los aman, porque han recibido un carisma. No nacerán necesariamente de los pobres, pero sí de los amigos de los pobres. Los frailes no eran los propietarios de los Montes, solo sus promotores, activadores de los procesos de creación de aquellos bancos. Hoy hacen falta nuevos “franciscanos”, conocedores y amantes de los pobres, que, en lugar de maldecir la economía y las finanzas, hagan sencillamente otras distintas. Una nueva santidad laica, nuevas efigies con empresas y bancos en el centro.