Economía narrativa/10 – La extrañeza de los humildes frente a los códigos de las clases cultas (y de la Iglesia) produjo un desarraigo que hoy se vuelve a presentar
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/12/2024
«Seguimos inconmovibles haciendo la historia como si los que nos precedieron, todos, no hubiesen vivido más que para realizarnos a nosotros; como si las flores de este año pretendieran que las primaveras pasadas, todas las primaveras pasadas, no tuvieran flores por su propia cuenta, sino que se sucedían humildemente solo con el objetivo soberbio de preparar con sus flores de tránsito y de prueba las flores de este año, las flores nuestras. No logramos mirar con respeto a quienes nos han precedido y no pensamos que, tal vez, habían alcanzado una vida perfecta, más perfecta que la nuestra. La historia de la piedad es capaz de enseñarnos esa modestia… El hombre, en su relación con Dios, puede llegar a su propia y más perfecta realización sin que para ello haya progresado antes toda la humanidad».
Don Giuseppe de Luca, Introduzione all’archivio per la storia della pietà, p. XLVII
En la confrontación del alcalde con don Camilo, Guareschi muestra la distancia entre la lengua de los instruidos y la del pueblo. Y los medios para resanarla.
La palabra está en el origen de la civilización. El homo sapiens, animal con capacidad de palabra, ha podido hacer cosas extraordinarias porque hace unos 100.000 o 150.000 años empezó a hablar. El lenguaje facilitó y perfeccionó la comunicación dentro y entre los grupos humanos y, como consecuencia, la cooperación. En el principio, entonces, fue la palabra. Después de mucho tiempo, la palabra oral se convirtió en palabra escrita, y con esta nacieron los escribas, los especialistas y los dueños de la palabra, y el que sabía traducir palabras en signos detentaba un gran poder. La mayor parte de la gente seguía hablando, y solo una pequeña élite sabía escribir. Así, entre la palabra oral y la palabra escrita se vino a crear una grieta, un conflicto entre hablantes y escribientes. Los escribas, entonces, crearon las ortografías, las gramáticas, las sintaxis, y los dueños de la palabra definieron cuál el era la manera justa de escribir y de hablar. La palabra escrita había nacido de la palabra oral, pero fue la escritura la que mandó sobre la oral. Don Camilo, por vocación y misión, estaba del lado de los escribas, no del lado del pueblo ignorante. Pepón, en cambio, era un hombre de palabra hablada, de dialecto. Y este contraste surge con mucha fuerza de uno de los más lindos relatos de “Un Mundo Pequeño”: La proclama.
Pepón, después de un ‘incidente’, tenía preparada una proclama para exponer al pueblo. Don Camilo toma posesión del borrador; lo lee y ve que está lleno de errores: “Otra vez anoche una vil mano anónima ha escrito un insulto agraviante en nuestra cartelera mural… el cual, cualesquiera que sea, si no acaba, se arrepentirá cuando sea ya irreparable. Toda paciencia tiene un límite. El Secretario del Comité, José Botazzi”. De regreso en la casa parroquial, don Camilo lo comenta con Jesús: “¿No es una obra maestra?”. “Cada uno se expresa como puede”, respondió Jesús. “No se puede pretender que alguien que hizo hasta tercer grado ponga cuidado a los matices lingüisticos” (Un Mundo Pequeño. Don Camilo, 1948, p. 12). En este diálogo sobre la proclama de Pepón se concentran temas que están al centro de la justicia, la escuela, el dolor de los pobres. Los pobres, todos los pobres de la tierra, los que Silone llamaba “cafoni”, tienen en común un profundo y difuso sentido de inferioridad que nace de la incompetencia de la lengua oficial, sobre todo de la escrita. En mi pueblo ascolano, como en casi todos los pueblos italianos, la gente hablaba en dialecto. Casi todos, pero fundamentalmente los campesinos, los obreros, los pobres. Con mis abuelos yo solo hablaba en dialecto, y así les hablo todavía en los sueños. El primer libro que vi y que leí fue en la escuela, porque los libros estaban en las casas de los señores, no en casas comunes como la mía. En ese ‘mundo pequeño’ con el dialecto bastaba, no faltaba nada. Todavía me acuerdo perfectamente de la emoción de mis abuelos y de mis tíos (y de la mía) cuando, en algún encuentro con un ‘señor’, tenían que dejar la lengua materna y tratar de hablar en italiano.
Inmediatamente perdían la elocuencia, se avergonzaban porque esa incompetencia con la lengua italiana se volvía incompetencia del pensamiento, de la razón, de la dignidad, una incompetencia que los instruidos llamaban ignorancia: ‘somos ignorantes’, ‘somos cafoni’, eran las palabras para describir su indigencia. Cuando mis abuelos hablaban en dialecto, no se sentían ignorantes. No sabían de historia de los babilonios, no conocían las obras de Foscolo y de Leopardi, ni el álgebra; pero conocían muy bien otras cosas y se enorgullecían, sobre todo del conocimiento de sus trabajos, de los animales, de las plantas, de las personas, de la tierra y de la naturaleza. Cuando entraban a la iglesia se sentían doblemente ignorantes: no entendían muy bien el italiano y no entendían nada de latín. Por lo tanto, no comprendían la religión de los teólogos, a ellos les quedaban los santos, la Virgen, Jesús crucificado. Esa lengua esotérica alejaba más a la gente de lo que ya lo hacían el púlpito y el altar, y separaba lo sagrado de lo profano, los sagrados de los profanos. La religión, desde esta perspectiva, agrandó la fisura que separaba a los pobres de los escribas, al que ‘únicamente hablaba’ del que ‘hablaba y escribía’. Fue con la llegada de las lenguas escritas que se inventó la fea palabra ‘analfabeto’, porque en el mundo de la palabra nadie era analfabeto. Los campesinos y los pobres eran maestros en su lengua, se sentían en casa entre sus pocas pero vivas palabras, eran analfabetos solo en la lengua de los escribas – en algunas regiones todavía es posible asistir a recitaciones en dialecto de viejas y viejos campesinos, o a diálogos en bares o casas, con un dominio y una riqueza lexical extraordinarias. Cuando la escuela se volvió universal y obligatoria, la vergüenza lingüistica de los pobres al principio no se redujo, sino que aumentó. Porque estudiar hasta segundo o hasta quinto grado no daba suficientes competencias en la nueva lengua, mientras que sí crecía la percepción de la propia carencia. Dentro de la Constitución y la Democracia está también este específico sufrimiento de los pobres, de los migrantes del Sur, de los ‘cafoni’, que vivieron un fuerte desarraigo lingüístico que rápido se convertía en un desarraigo de autoestima y de dignidad. Todavía hoy podemos intuir algo de ese lejano dolor y de ese desarraigo si logramos entrar en el corazón de los inmigrantes de la primera generación y de sus hijos. Muy a menudo renace todavía en ellos aquella vieja vergüenza, que se ve amplificada a veces por las personas e instituciones que se comportan con ellos como don Camilo quería comportarse con Pepón.
Continúa el diálogo con el Crucificado, don Camilo confiesa su pecado: “Pepón – le dice Jesús – habla de un insulto que alguien escribió sobre la cartelera del muro. Cuando tú, ayer por la noche, fuiste a lo del tabaquero, por casualidad ¿no pasaste delante de aquella cartelera? Tratá de acordarte”. “Sí, efectivamente, pasé por ahí”, admitió francamente don Camilo. “Y cuando te fuiste”, replicó el Cristo, “¿no viste tampoco algún escrito extraño?”. Y don Camilo: “Haciendo memoria, me parece que cuando me retiraba vi en la hoja algo garabateado con lápiz rojo”. Acorralado, busca interrumpir ese diálogo-interrogatorio: “Con permiso... Creo que hay gente en la parroquia” (p. 14). Pero Jesús lo frena: “¡Don Camilo!… ¿Y entonces?”. “Bueno, sí -masculló don Camilo-, se me escapó y escribí ‘Pepón asno’…”. Y Jesús: “A Pepón ayer lo trataron de asno tuyo y mañana le van a decir asno en todo el pueblo… Y todo por tu culpa. ¿Te parece bonito?” (p. 15). Don Camilo comentó: “De acuerdo… Pero a los fines políticos generales…”. Y Cristo: “No me interesan los fines políticos generales. A los fines de la caridad cristiana ofrecer a la gente motivos de risa a costillas de un hombre por el hecho de que ese hombre no pasó de tercer grado, es una porquería, don Camilo”. Sí, don Camilo, Jesús tiene razón: es realmente una porquería.
Estas páginas hacen grande a “Un Mundo Pequeño” y a su autor. Aquella Italia y buena parte del mundo se encontraba en las mismas condiciones de Pepón. En este relato él es la víctima con la que Guareschi nos pide que empaticemos, para entrar en sus vísceras – para ‘iluminarnos’, diría Dante. Guareschi estaba, socialmente, del lado de don Camilo. Era escritor, hijo de una maestra, pertenecía a la pequeña élite burguesa que dominaba la lengua y la cultura. Pero, por el daimon artístico que lo poseía y por su origen popular que supo cultivar a lo largo de su vida, fue capaz de renacer en ese personaje suyo. Entró en el alma de tantos hombres y de tantas mujeres de su época y encontró ahí ese especial dolor que nace de la vergüenza de la palabra. Y logró hacer renacer consigo también a don Camilo. Y este es el final de la historia: “Señor, ¿qué debo hacer?”, dijo don Camilo. “Quien hizo el pecado que haga la penitencia. Arreglatelas” (p. 15). Don Camilo volvió a la casa parroquial, y ahí ocurre algo insólito: en su pequeño mundo entra la Virgen. “Se dirige a la estatuilla de la Virgen. ‘Señora –le rogó– ¡ayudame!’. ‘Es una cuestión de estricta incumbencia de mi hijo’ –susurró la Virgencita–. ‘No puedo intervenir’. ‘Al menos dale un consejo’. ‘Intentaré’, respondió” (p. 15). Si pensamos en la intercesión de los santos y la Virgen con las categorías de la teología de la Contrareforma, no la entendemos y nos alejamos de ella. Pero si pensamos con el corazón, la mente, las lágrimas y el dolor de la gente y los pobres, entonces podemos entender que eso que la religión llama ‘intercesión’ es, en realidad, un encuentro de palabras buenas, dichas casi siempre en dialecto. Son rezos, salmos, llantos diferentes, esperanzas de último recurso.
Esta es la respuesta: de improviso Pepón entra a la iglesia: “Oiga… Sucede que ahora hay en el pueblo un pillo, un pícaro ruin, un Judas Iscariote de dientes venenosos, que todas las veces que pegamos en la cartelera un escrito con mi firma de secretario se divierte escribiendo encima: ‘Pepón asno’” (p. 16). Pepón se dirige a don Camilo con un bello y humano pedido de ayuda: “Ya que no me va hacer la figura de asno, quiero que usted le eche una mirada al borrador, antes de que Barchini [el tipógrafo] imprima el manifiesto” (p. 17). Pepón entrega la hoja a don Camilo, que tomó el lápiz y corrigió atentamente la prueba”. “¿Cuánto le debo?”, “nada”, responde don Camilo. Y Pepón: “le mandaré unos huevos”. La singular reciprocidad de los honestos, hecha de pocas palabras y de muchos gestos silenciosos.
De vuelta en la parroquia, don Camilo pasó a saludar a Jesús, que le preguntó: “¿Y cómo fue?”. “Un poco difícil, pero bien. Pepón no sospecha de mí ni de cerca”. “Sin embargo, lo sabe perfectamente”, replicó el Cristo. “Sabe que fuiste tú, siempre tú, las doce veces. Hasta te ha visto dos noches” (p. 18). Pepón lo había visto, pero lo escondió porque se sentía de verdad un burro, y se avergonzaba. Este es un profundo sufrimiento de los pobres, que ya ni somos capaces de entender. Y a diferencia de don Camilo, nosotros no nos convertimos y no corregimos con el lápiz los borradores de los pobres.