Desbordantes y no alineados

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La espléndida ley del resto

Desbordantes y no alineados/9 – Creer en la resurrección, no exhumar cadáveres

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 28/10/2018

«Cuando Rabí Búnam yacía en su lecho de muerte, su mujer estalló en lágrimas. Él dijo: “¿Por qué lloras? Toda mi vida fue únicamente para que yo aprendiera a morir».

Martin Buber, Cuentos jasídicos

La Biblia es muchas cosas a la vez, todas importantes. En ella, cada generación descubre significados nuevos y olvida otros. En ella, quienes siguen seriamente una voz encuentran un mapa espiritual para orientarse en los acontecimientos más misteriosos de la vida. No existe lugar mejor donde buscar compañía y luz para el camino. La historia y las narraciones bíblicas son muy valiosas y fecundas para entender y explicar también las experiencias colectivas, las promesas, los exilios y las muertes y resurrecciones de las comunidades, movimientos y organizaciones que han nacido alrededor de un carisma religioso o laico. En particular, la Biblia es un mapa muy valioso, y en cierto sentido único, para comprender y clarear la noche de las grandes crisis colectivas, aunque no es frecuente que sea leída y valorada desde este punto de vista, lo que supone el desperdicio de un recurso esencial.

Uno de los muchos tesoros en parte escondidos e inutilizados por las comunidades carismáticas es la lógica profética del resto, que atraviesa multitud de textos bíblicos. La encontramos, especialmente desarrollada y potente, en el libro de Jeremías, dentro de un contexto de gran relevancia sapiencial y teológica. Este profeta había recibido de YHWH el encargo de profetizar el final de un tiempo histórico, pero los jefes y los guías religiosos de su pueblo no quisieron escucharlo y lo desacreditaron. Jeremías oyó, vio y dijo que los babilonios llegarían pronto y que el pueblo sería derrotado y después deportado; que comenzaría un exilio en tierra extranjera que duraría setenta años. Pero mientras anunciaba el final con una tenacidad infinita, los falsos profetas, siempre tan abundantes en Jerusalén y en todas partes, le contradecían, le acusaban de derrotista, le atacaban e incluso convencieron a los jefes para que le persiguieran y le hicieran callar.

Jeremías no decía que hubiera terminado la historia de la salvación ni que se hubiera extinguido la promesa. Solo decía que se había acabado una historia, la gran historia secular del gran reino. Anunciaba que había llegado a su fin una determinada interpretación de la promesa, que coincidía con la grandeza y el éxito. Pero mientras anunciaba el final inexorable del primer mundo, con la misma convicción decía: “un resto volverá”, y la historia continuará.

A las comunidades carismáticas y a las Organización con Motivación Ideal (OMIs) les resulta difícil el acto ético y espiritual de entender que de verdad se ha terminado la primera historia, una historia maravillosa que ha permitido a mucha gente soñar con los ojos abiertos y ver el paraíso. Sobre todo, a las comunidades carismáticamente más ricas que tienen una historia grande les resulta casi imposible entender y aceptar que lo que ha acabado bajo las ruinas no es su historia, sino una historia, la primera parte de la aventura.

¡Qué difícil nos resulta comprender que, para que la misma historia pueda continuar mañana, hoy debemos aceptar que la primera parte se ha terminado de verdad; que para poder escribir la segunda parte de una aventura que nadie conoce todavía, debemos pasar por el exilio; que las formas y los modos con que hemos vivido la promesa colectiva – los reyes, la grandeza, el éxito, las liturgias, el templo, el aparato religioso y la administración del culto – no volverán, pero la historia seguirá adelante porque el ropaje de nuestra fe durante la primera parte del recorrido no era el único, sino solo el primero! Para salvar una experiencia carismática colectiva, un día tenemos que entender que su verdad no estriba en seguir creciendo y cosechando éxitos como en el pasado, sino en decrecer, en hacerse pequeña, derrotada, olvidada y abandonada, siempre que esta destrucción genere un resto fiel.

Pero uno de los misterios más profundos y decisivos de las experiencias espirituales colectivas consiste en que, cuando de verdad llega lo que hemos esperado desde siempre, no somos capaces de reconocerlo. Esperamos la llegada de un mesías a caballo haciendo una entrada triunfal y confundimos el domingo de ramos con el domingo de Pascua. Las comunidades solo conocen el presente y el pasado. Por eso, es natural que para comprender los nuevos hechos usen las categorías y los instrumentos que han conocido y aprendido durante la hermosa etapa que está declinando. Pero de este modo, afrontan el invierno con ropa de verano y corren un serio peligro de morir de frío. Entre las palabras de ayer se encontraba también la ropa de invierno, palabras adecuadas para afrontar el nuevo clima. Estaba el pesebre, el taller del carpintero, el pequeño rebaño, el grano de mostaza, el no del joven rico. Pero cuando nos hacemos verdaderamente pequeños y frágiles, leemos estas pequeñeces y fragilidades recordando con el corazón los milagros y la primavera de Galilea, y olvidamos las otras palabras de la pequeñez, que ahora deberían ser la parte más valiosa de la herencia. En el patrimonio espiritual originario de las comunidades casi siempre está presente desde el principio la bendición de la derrota. Las palabras sobre la fuerza de la debilidad y la sabiduría de que somos mejores cuando somos pequeños nos emocionaban, nos convencían y nos ayudaban a superar las crisis personales en los tiempos de la abundancia y el éxito. Pero cuando las palabras sobre la fragilidad buena se convierten en carne colectiva, dejan de ser recordadas y reconocidas. Nos parecían valiosas y útiles para interpretar nuestros acontecimientos individuales, pero ahora no conseguimos que se conviertan en luz para el presente y el futuro de la comunidad entera.

En realidad, en esos momentos bastaría escuchar a los profetas, que forman naturalmente parte de la población de las comunidades carismáticas en tiempos de crisis, si es que aún no han recibido la muerte. Son personas cuya vocación y tarea es recordarnos las palabras adecuadas y proporcionarnos algunas categorías nuevas, indispensables para entender y afrontar la nueva época. La primera categoría nueva que nos ofrecen es la revelación de que las categorías con las que ayer leíamos el crecimiento y el éxito hoy son poco adecuadas, han quedado obsoletas y hay que cambiarlas. Esta es la buena noticia más importante, porque es precondición de todas las demás. Además, nos dicen que nos espera el tiempo del exilio y que al final un resto volverá. En los caminos que llevan a Babilonia y a Emaús no debemos aprender el sentido de las tres tiendas del Tabor y de las palabras del Sinaí, sino el sentido de la devastación del templo y de las tres cruces del Gólgota. Estos nuevos significados que hay que aprender por los caminos de la desilusión son declinaciones de las eternas palabras de los profetas: esta historia se ha acabado, pero no se ha acabado nuestra historia, porque un resto volverá. Pero para que el resto fiel siga su carrera, hoy debemos aceptar la realidad del final y sobre todo no creer a aquellos que nos dicen que la crisis pasará y seguiremos como antes.

La acción de los falsos profetas, sobre todo en estos momentos, es potente y convincente. Intentan persuadirnos de que no hay que escuchar al que nos anuncia el final, porque no es un profeta, sino un charlatán y un enemigo del pueblo, ya que, a diferencia de lo que él anuncia, pronto se realizará el gran milagro que nos salvará a nosotros y a nuestro “templo” y todo volverá a ser como ayer. Nos traen evidencia empírica de que en el fondo las cosas no van tan mal, que aquí y allá hay signos de recuperación, que la gran crisis está pasando, y nos invitan a mirar hacia delante con su optimismo (que es lo contrario de la esperanza bíblica). Los consuelos de los falsos profetas dejan sensaciones agradables y eliminan el dolor, porque son el opio de las comunidades. En cambio, los de los profetas son dolorosos y despiadados, pero sanan y dan vida.

El pueblo de Israel escuchó a los falsos profetas. Pero un resto recogió las palabras de los verdaderos profetas, y al regreso del exilio no conservó los libros de los falsos profetas, sino los de Jeremías y demás profetas. Los profetas no son escuchados en su tiempo; esta es su tarea y su destino. Pero si un resto fiel salva sus palabras, su profecía verdadera puede continuar. El resto profético no es un simple grupo de supervivientes ni una élite de iluminados. Muchas comunidades han tenido supervivientes, pero no un resto profético. Este es un resto creyente, compuesto por los pocos que en el tiempo de la ruina y el exilio siguen creyendo en la misma promesa que ayer se revistió de éxito y de gloria, y por tanto saben leer la derrota y el exilio como misterio y bendición. Es el exegeta honesto de las muchas palabras de las comunidades. Es el retoño que brota en el tronco talado y hace que la vida siga. Es aquel que, en el tiempo de la desilusión, cree que su creencia no ha sido una ilusión, porque la ilusión (que es real) no está en la promesa sino en pensar que esta coincide con su primer revestimiento de grandeza. Es aquel que cree que este final es un nuevo comienzo, que este grito está pariendo un futuro completamente distinto. Es el nombre del hijo. Shear Yashub, que significa “un resto volverá”, es el nombre del hijo de Isaías (Is 7,3). El resto fiel es el cuerpo resucitado con los estigmas de la pasión, que siguen presentes porque son verdaderos. Los falsos profetas no creen en ninguna resurrección, solo tratan de exhumar el cadáver. Son herederos de los magos y arúspices egipcios que intentaron replicar artificialmente las plagas; pero las falsas plagas no preparan la verdadera apertura del mar.

Para terminar, la maravillosa ley del resto es también una ley fundamental en el camino existencial de la persona. Empezamos de jóvenes creyendo, amando y esperando una vida pura, humilde, pobre y coronada de todas las virtudes. Esperamos toda la belleza de la tierra y del cielo. Nunca nos hubiéramos puesto en marcha sin esta promesa, verdadera e imposible. Si hemos intentado ser un poco fieles a esa primera voz, de adultos y de viejos descubrimos que solo un “resto” de aquella promesa sigue vivo. Nos encontramos con un poco de pobreza, o con un poco de humildad, o con una esperanza todavía viva a pesar del sueño en ruinas. Y un día comprendemos que nos hemos salvado precisamente porque un pequeño resto sigue vivo, porque hemos hecho bien nuestro trabajo, porque hemos conseguido amar mucho a una sola persona en lugar de amar poco a muchas personas, o porque al menos una vez hemos tenido suficiente fe como para decir “sal fuera” y hemos sacado a un amigo de su sepulcro. Ese día aprendemos que toda la promesa estaba allí, custodiada en ese pequeño resto creyente y fiel. 

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