Desbordantes y no alineados

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El árbol de los hijos es más hermoso

Desbordantes y no alineados/8 – Es preciosa la semilla primigenia de toda vocación humana

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 21/10/2018

 

«El otro, el Hombre, es ab initio el reciprocante. Ahora bien, no se olvide el otro lado que esa capacidad de reciprocarme el Otro tiene. Y es que tal capacidad presupone que él es “vida humana” como la mía; por tanto, una vida suya y no mía, con su yo y su mundo propio, exclusivos, que no son míos, que están fuera, más allá, trascendentes a mi vida».

José Ortega y Gasset, El hombre y la gente

 

La familia, como el trabajo y la escuela, es cuestión de reciprocidad. Los cuidados que proporcionamos son imperfectos si nunca tenemos la experiencia de ser asistidos por las personas a las que asistimos. Ninguna educación es eficaz si el profesor, mientras da clase, no aprende y cambia junto con sus alumnos. También la relación entre las comunidades ideales y las personas que forman parte de ellas es una cuestión de reciprocidad, que une una gran cercanía a una distancia real. Nada hay en la tierra más íntimo que un encuentro en el espíritu entre personas llamadas por la misma voz al mismo destino. Entonces vemos en el otro los mismos deseos que anidan en nuestro corazón, y las mismas palabras, pronunciadas y no pronunciadas, regresan multiplicadas y sublimadas. Nos alegramos por las mismas cosas, y nuestra alegría aumenta cuando vemos que el otro se alegra por las mismas razones y de la misma manera.

Pero para que esta mutua inhabitación («si estuviera en tu interior como tú en el mío»: Dante, Paraíso) sea una experiencia plenamente humana y humanizadora, debe respetar una forma de distancia que nos protege de la tentación de poseer al otro, de apropiarnos de la sobreabundancia que hay en su misterio. Es principalmente dentro de este espacio, libre y salvado, donde vive y se alimenta la comunión, que crece y nos hace crecer, hasta que dejamos al otro y a nuestro corazón libres para velar el “todavía no” que, solo en parte, podrá desvelarse mañana.

Este dinamismo cercanía-distancia, que ya es difícil entre personas, resulta aún más arduo en las relaciones entre el individuo y su comunidad. Ahí la comunión entre el alma personal y el alma comunitaria puede convertirse en una operación de sustitución. Cuando una persona llega a una comunidad ideal, se siente fascinada e inmersa en la belleza y en la riqueza espiritual que encuentra. Esta riqueza espiritual es mucho más centelleante y seductora que la pequeña voz interior, que parece menos interesante y luminosa que lo que hay en el exterior. La pequeña dote con la que la persona se presenta a las puertas de la comunidad no brilla ni puede brillar porque no es una perla ni un diamante: es sencillamente una semilla. Pero precisamente en esa cosa minúscula se encuentra la posibilidad de un futuro bueno, de una verdadera innovación, de sorpresa, de reforma, de grandes árboles y nuevos frutos para la persona y para la comunidad.

Los responsables deberían hacer todo lo posible para mantener viva y fecunda en la persona esa intimidad única y especial que precede al encuentro con el carisma de la comunidad, y por consiguiente deberían dosificar muy bien la transmisión de la herencia espiritual e ideal colectiva, asegurando el cuidado y la castidad necesarias para no sumergir y sofocar la pequeña semilla primigenia.

El principio de subsidiariedad, un pilar del humanismo cristiano y europeo, vale también para gestionar la relación individuo-comunidad: lo que llega desde el exterior, desde arriba y desde fuera, es bueno si sirve de ayuda (de subsidio) a lo más íntimo, cercano y personal. Gran parte de la calidad y resistencia de una historia vocacional depende del diálogo subsidiario entre estas dos intimidades, sobre todo en los primeros tiempos. Depende de la capacidad de no sustituir la primera intimidad (pequeña, ingenua y sencilla) con la segunda (grande, madura y espectacular). La primera intimidad es el lugar donde vive y crece un pensamiento libre, atento, cultivado y crítico, porque bebe en capas más profundas que las que alimentan el carisma común; bebe directamente de la tradición espiritual que alimenta el carisma comunitario y de las tradiciones de las civilizaciones humanas que son fundamento de ambas; se alimenta de las oraciones de todos, no solo de las nuestras, y de las poesías, las novelas y el arte de la humanidad entera, del amor y el dolor de cada ser humano y de la tierra.

Pero es casi imposible que la sustitución entre estas dos intimidades no se realice, sobre todo porque es la propia persona quien la busca y la quiere. Esta siente con fuerza la fascinación de las palabras nuevas y grandes que encuentra al llegar, entre otras cosas porque advierte que lo que encuentra fuera ya estaba presente dentro de ella, y la comunidad carismática lo que hace es potenciarlo y exaltarlo. Conoce íntimamente lo que viene de fuera porque, mientras lo recibe, lo reconoce como algo que ya era íntimo. En cambio, cuando tratamos a una joven como si llegara espiritualmente como una tabula rasa en materia franciscana lo único que hacemos es dar muerte en ella a la primera intimidad que contenía los cromosomas esenciales para que ella misma y su comunidad se hicieran verdaderamente franciscanas. Los caminos espirituales auténticos no comienzan en la comunidad, sino que continúan, porque han comenzado fuera, en una primera intimidad.

Después de que Saulo encontrara al Señor en el camino de Damasco, fue donde Ananías, y este le bautizó. Pablo recibió la fe cristiana de aquella comunidad. Pero siempre recordó y reivindicó que su vocación era anterior al encuentro con Ananías. Aquella voz le siguió alimentando junto a la misma voz que le hablaba en su comunidad y de vez en cuando le decía palabras que no entendía: «El evangelio (...) yo no lo recibí ni aprendí de hombre alguno, sino por revelación de Jesucristo» (Gálatas 1,11-12). En las comunidades, el principal mecanismo de discernimiento espiritual parte de la intimidad de la persona y se realiza en la intimidad colectiva que se convierte en exegeta final de las palabras individuales. Pero también es esencial el proceso inverso: volver al diálogo de la primera intimidad para comprender las palabras colectivas que no entendemos, de forma que, una vez comprendidas dentro y regaladas fuera, enriquezcan a todos. Cuando falta este segundo movimiento, los miembros de la comunidad tienden a parecerse demasiado entre sí, porque el lugar de la biodiversidad antropológica y espiritual y por tanto de la riqueza y la capacidad generativa de los carismas no es la segunda intimidad sino la primera.

En los nacimientos naturales, todos los niños se parecen mucho. Los primeros días parecen todos iguales, solo cuando crecen se diferencian y adquieren sus rasgos característicos. En cambio, en los nacimientos espirituales ocurre todo lo contrario: al principio todos somos muy distintos, cada uno tenemos ojos y cabellos de un color único. Después de entrar en una comunidad, con el tiempo tendemos a parecernos espiritualmente cada vez más unos a otros, porque la segunda intimidad vocacional colectiva crece en detrimento de la primera. Y la fusión embriagadora de los primeros años deja sitio a palabras comunes e iguales que cada vez dicen menos.

A las comunidades espirituales y proféticas les cuesta mucho reconocer el valor de la primera intimidad, por el gran aprecio y consideración que sienten (y deben sentir) por la segunda intimidad espiritual colectiva. Con frecuencia consideran que esta es la única necesaria, que engloba y comprende la primera, considerada como los “dientes de leche” del niño que tienen que caer para que puedan salir y crecer los dientes adultos y definitivos. De este modo, no pocas veces causan, de buena fe, la atrofia progresiva del primer lugar vocacional que, sin embargo, sostiene al segundo. Muchos daños son causados por la buena fe, que sin embargo no anula sus consecuencias ni su dolor.

Cuanto más fuerte es la dimensión profética y carismática de una comunidad, más natural y espontáneo le resulta infravalorar la experiencia espiritual anterior a la llegada. Olvida que toda organización, incluso la más genuinamente carismática, tiene una necesidad continua de auto-regenerarse, y el primer instrumento de esta auto-regeneración es la profecía de sus personas, que necesita reconocimiento y espacio para ser cultivada. El pueblo de Israel también necesitó durante siglos ser acompañado por profetas gigantescos, a pesar de que ya era una nación santa y profética. Sin los profetas que lo renovaron continuamente (y a los que el pueblo seguía matando) también aquella comunidad distinta se habría transformado en un monolito religioso sin espíritu. Y ¿en qué se habría convertido la Iglesia sin los miles de profetas y santos que le recordaron mil veces su vocación y le llamaron a la conversión? Lo mismo sucede con cada comunidad que ya es carismática por vocación: la llegada providencial de profetas, que conservan las dos intimidades, la salva y la convierte cada día.

La sustitución de la primera intimidad por la segunda es también raíz de buena parte del malestar de las comunidades ideales y espirituales. La repetición y reiteración durante años de la misma intimidad colectiva, ya no acompañada ni alimentada por el primer diálogo íntimo profundo, genera en las personas progresivas y radicales enfermedades de la identidad. La gran energía invertida en aprender el arte de responder a las preguntas sobre quiénes somos nosotros va agotando día tras día la capacidad de responder a la otra pregunta radical: “¿quién soy yo?”. Cualquier persona que conozca lo esencial del universo espiritual sabe bien que esta última pregunta no tiene una respuesta satisfactoria. Pero hay una forma buena y otra mala de no responder a esta pregunta. La primera nace de tener conciencia de que la respuesta cambia y crece con nosotros, y que tal vez sea el ángel de la muerte quien nos la revele cuando nos abrace. La mala es la no-respuesta que nace de entrar en el corazón y encontrar solo intentos de respuesta compuestos con las palabras colectivas declinadas en primera persona del plural: “nosotros”. El constante y continuo ejercicio de conjugación en plural de los verbos de la vida agota la posibilidad misma de un logos en singular; si no respondemos, no es porque la pregunta no tenga respuestas convincentes, sino porque hemos olvidado las reglas gramaticales y sintácticas para entender la pregunta.

En cambio, cuando logramos conservar la primera intimidad (gracias a Dios, sucede muy a menudo) y la defendemos con todas nuestras fuerzas de nosotros mismos y de nuestra comunidad, en la vida adulta tenemos un gran tesoro. Esta se convierte en el bien más esencial cuando la segunda intimidad de la comunidad se retira – y debe hacerlo – y en su retirada se lleva las palabras, las imágenes y los símbolos con los que habíamos embellecido nuestra vida espiritual y todo nuestro mundo. Entonces nos damos cuenta de que en esa tierra queda un árbol. Lo abrazamos, nos alimentamos con sus frutos y disfrutamos de su sombra. Después descubrimos emocionados que es el mismo “árbol de la vida” que habíamos visto en el Edén del primer paraíso, que ha germinado al cuidar tenazmente una verdadera semilla suya. Después, bajo esa sombra única empiezan a reunirse viejos y nuevos compañeros y comienza una nueva historia.

Si el día de la gran retirada de las aguas de nuestra tierra no encontramos ningún árbol, podemos ponernos a buscar desesperadamente una semilla buena para plantarla en esa tierra fecunda. No será nuestro árbol, pero será el árbol de los hijos, aún más hermoso.

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