ContrEconomia/6 – A pesar de los errores, la fidelidad a la Resurrección puede y sabe resistir entre nosotros.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 09/04/2023
«La piedad es para la religión como la poesía para la literatura: su cima más elevada... Sin embargo, hay una diferencia: poetas hay pocos, píos podemos ser todos».
Giuseppe De Luca, Introduzione alla storia della pietà
La época de la Contrarreforma es también un tiempo importante para la liturgia, que se hace “espectáculo” distante del pueblo, y esto tendrá gran influencia en la cultura económica latina.
La Resurrección es el centro de la fe cristiana, pero no siempre ha sido el centro de la piedad popular católica. La historia del cristianismo ha conocido muchos “eclipses de la Resurrección”. Uno de ellos, especialmente largo y decisivo, se produjo durante la época de la Contrarreforma.
Una premisa: La Edad Media había creado su civilización distinguiendo la vida monástica de la vida civil. El imaginario de una Edad Media completamente cristiana solo expresa algo verdadero si considerados los monasterios, las abadías y la parte del mundo que los monjes y las monjas eran capaces de contagiar. La cultura cristiana era esencialmente un asunto monástico y de algunas élites urbanas. Pero la inmensa mayoría de la gente que vivía en los pequeños centros, en los campos y en los montes conocía muy poco de la fe cristiana, y las prácticas religiosas eran sustancialmente las “paganas” – latinas, celtas, sajonas, picenas… – con algunas influencias cristianas que, a menudo, se limitaban a dar nuevos nombres a antiguos ritos, espíritus y divinidades. Desde este punto de vista, la cultura de masa de la Edad Media no era el cristianismo.
Con la Reforma saltó por los aires la distinción medieval entre monasterio y pueblo. Después de Lutero, las regiones protestantes cerraron los monasterios e intentaron transformar el monasterio en ciudad. El ora et labora salió de las abadías para convertirse en la ley ética de toda la civilización protestante, en una liturgia laica. Los monjes de ayer se convirtieron en “trabajadores”, y el trabajo (labora) incorporó dentro de sí la oración (ora). También en el mundo católico se superó esta dicotomía medieval. Con la Contrarreforma, el pueblo vivió un nuevo e inédito protagonismo religioso. Pero aquí fue la religión la que ocupó el trabajo: los “monjes” de ayer se convirtieron en los devotos, la piedad invadió el trabajo. De este modo, mientras en el norte de Europa se empezaba a inventar el capitalismo, en el sur católico, el trabajo, la gran herencia medieval de artesanos y mercaderes, fue absorbido por una devoción que llenó progresivamente toda la vida del pueblo. La creación de una «Europa de los devotos» (Louis Châtellier) fue un proyecto internacional religioso y social del Concilio de Trento, un plan muy ambicioso. Los obispos y el Papa tomaron conciencia del estado sustancialmente pagano de gran parte de la población “cristiana”. Así comenzó una nueva acción popular en Europa, y pronto en otros continentes. Un proyecto inmenso e impresionante: la gran difusión del catolicismo en el mundo moderno es el resultado de la refundación popular de la Contrarreforma.
La primera y fundamental estrategia del proyecto tridentino consistió en “bautizar” la religiosidad mestiza de las zonas rurales y del pueblo. La Iglesia católica hizo en la época barroca algo parecido a lo que hicieron los cristianos con el mundo grecorromano en los primeros siglos, asumiendo gran parte de las prácticas religiosas existentes y edificando encima de ellas la nueva religión. De forma análoga, las nuevas órdenes, los obispos y los párrocos formados en los seminarios cambiaron el significado de todo lo sagrado que encontraron. Así nació la cultura barroca. Siglos de explosión de imágenes sagradas, de hornacinas en los cruces, de un patrón en cada aldea, de los santos protectores para cada ámbito y momento de la vida. Y gracias al nuevo culto, finalmente popular, nació la cultura cristiana – toda cultura de masa nace de un culto, incluso del culto capitalista –. La religión cubrió todo el espacio y todo el tiempo de la vida. La liturgia dejó de ser prerrogativa de los monjes y se convirtió en la vida del pueblo. El espacio y el tiempo quedaron marcados como espacio y tiempo sagrados. Los lugares (urbanos y rurales) fueron marcados con una infinidad de símbolos, y el tiempo de las familias se convirtió en una forma simplificada de “liturgia de las horas”. El tiempo sagrado horadó el horizonte humano para desembocar en el culto del Purgatorio y de las “ánimas”, que pasaron a ser habitantes omnipresentes del nuevo mundo.
Todo cambió. Con el Humanismo (al menos después de Giotto), las iglesias se decoraron también con escenas terrenales, representando mujeres y hombres de las ciudades al lado de Cristo y de los santos. Los temas del arte barroco son sobre todo celestiales (María glorificada), y las iglesias se ven inundadas de miríadas de ángeles. La tierra prometida se convierte en la otra vida, el ideal del hombre es el ángel: «Te ruego ahora que contemples quiénes están en la escena; son hombres, con corazón de ángeles, o ángeles con cuerpo humano» (Francisco de Sales, Introducción a la vida devota). En una homilía para un día de Pascua de finales del siglo XVII, el gran predicador jesuita Paolo Segneri, famoso por sus diálogos con las calaveras, proclamaba: «Que sufra este mísero cuerpo, que se macere, que se mortifique, y con artes aún más horribles, que se destruya; ¡bienaventurado él! El trigo debe florecer, y no podría florecer si no se marchitara» (Cuaresmales del padre Paolo Segneri, 1835, p. 233) – ¡esta era la predicación pascual: dejo al lector imaginar la del Viernes Santo!
En esta larga noche oscura de la humanidad concreta y corporal, naturalmente hicieron explosión la exaltación de la muerte, miles de cofradías, los sufragios y la veneración de las reliquias. Algunas de estas prácticas ya estaban presentes en la Edad Media, pero entonces dejaron de ser cosa de las élites urbanas y nobles: había nacido la verdadera piedad popular. La única vida que importaba era la futura. El culto de los muertos pasó a ser más importante que el de los vivos. La conocida frase de Lutero sobre el cristianismo romano – «una religión de vivos al servicio de los muertos» – se hizo realidad en la civilización barroca. Es el eclipse de la Resurrección en esta tierra. La vida cristiana se construía sobre todo en torno al dolor, interpretado y teorizado como «moneda agradable a Dios». Nació un “catolicismo del Viernes Santo”, a veces del Sábado, pero sin llegar nunca al Domingo. Pero un cristianismo sin domingo fácilmente se vuelve inhumano. Dios ya no es el Dios bíblico libertador de los hombres sino su consumidor, como los ídolos. Ninguna religión puede ser amiga de Dios si para ensalzar a Dios rebaja al hombre, si para aumentar el amor a Dios pide que se aumente el dolor humano.
No resulta sorprendente, entonces, que entre los siglos XVI y XVII se desarrollaran en el mundo católico los Vía Crucis, y con ellos toda una proliferación de imágenes, pinturas, santos, estampitas, capillas y Montes Santos. La energía vital y espiritual del pueblo se orientaba hacia prácticas devocionales no generativas, inocuas para algunos, pero disipadoras y tóxicas para otros, que no ayudaban ni a la religión ni a la sociedad, y se alejaban de la buena noticia de agape del Nazareno.
Aquí encontramos otro dato paradójico, que tiene consecuencias interesantes para la economía. Mientras la vida espiritual de los individuos se centraba cada vez más en las penitencias, en la cultura de la culpa, en el dolor necesario para merecer el purgatorio…, las liturgias colectivas se hacían cada vez más emocionales. Tal vez como una forma inconsciente de compensación, cuando el penitente, mortificado y oprimido por cilicios y flagelos y por el terror ante la muerte, llegaba a la iglesia o participaba en una procesión, todos sus sentidos se veían estimulados y satisfechos: el olfato (inciensos), el tacto (las estatuas que se podían tocar), el oído (música y cantos), la vista (cuadros, reliquias, espectáculos), el gusto (el Pan eucarístico). Las procesiones (Corpus Christi), peregrinaciones, misas y Vía Crucis eran explosiones sensoriales en un mundo dominado por el dolor y las calaveras. En una teología y en una Iglesia del Viernes Santo las liturgias eran, sin embargo, experiencias corpóreas y agradables. El cuerpo, despreciado y devaluado en la teología y en los confesionarios, era acariciado por la liturgia. La carne castigada en privado se consolaba (un poco) en público.
Pero aquí es precisamente donde asoma un tema tan delicado como necesario. La liturgia, sobre todo la Misa, adquirió cada vez más para los fieles la forma de un espectáculo, donde el sacerdote, separado sacramental y espacialmente del pueblo, “producía” un bien (la Eucaristía) que los cristianos “consumían” sin participar en su producción, sin tener que cogenerarlo activamente. Los fieles se convirtieron en consumidores del bien litúrgico, porque esta era la experiencia concreta que el pueblo tenía. A diferencia del mundo protestante, donde la Santa Cena era generada por la comunidad (no por el ministro), la liturgia eucarística de la Contrarreforma creó con el tiempo (como un factor entre muchos otros) una cultura del consumo, que desde la religión se extendió naturalmente a la vida económica y civil, donde el ciudadano tenía que esperar el “pan” de lo alto sin sentir la necesidad de cogenerarlo (basta pensar en nuestra cultura impositiva o en el asistencialismo). Reforzamos nuestra itálica tendencia a competir con los demás a través de los bienes de consumo, y por tanto una cultura posicional, rival y envidiosa, que hoy siguen siendo males socioeconómicos de nuestro país.
Así pues, no hemos sentido un gran asombro cuando, con algunos colegas (A. Smerilli, V. Pelligra, P. Santori), hemos realizado un estudio empírico sobre cómo han reaccionado los países protestantes y los católicos durante el confinamiento ante las liturgias on-line (The gnostic pandemic, 2022). De los datos surgía un mundo católico menos preocupado que el protestante por el abandono de la Misa presencial. Tal vez en nuestros cromosomas religiosos y sociales aún sigue vivo el legado de siglos de “Misas espectáculo” vividas como experiencias de consumo. Tampoco es asombroso que todavía hoy los países de tradición católica superen en mucho a los países prevalentemente protestantes en cuanto a tiempo “consumido” delante del televisor (fuente: OfCom, Uk).
Lo que he narrado es solo una parte de la historia. La otra parte nos dice que el pueblo es más grande que las ideologías. Recuerdo que, de niño, en los funerales se recitaba una oración incomprensible. De mayor descubrí que se trataba del famoso Dies Irae: «Dies Irae, dies illa solvet saeculum in favilla...». Mi gente ascolana lo había transformado en: «Diasilla, Diasilla, secula in secula sfavilla: yo te suplico, Jesús, Jesús mío del gran dolor». Los ancianos de mi pueblo no sabían latín ni teología, pero los “grandes dolores” de Jesús y de María los entendían muy bien, porque también eran los suyos. Y así, en un mundo religioso espectacular, lloraban de verdad ante las imágenes, que estaban recubiertas de sangre y lágrimas de verdad. Quién sabe en qué pensaban en su corazón mientras tocaban las estatuas, o en sus Vía Crucis. Creo que rezaban de otra manera, transformando cada día el Dies Irae en «mi Jesús del gran dolor».
Nos lo recuerda también un espléndido canto siciliano, que cuenta que María salió de casa la mañana de la pasión para buscar a su hijo; se encontró con un herrero y comenzó un maravilloso diálogo: «“Oh querido maestro, ¿qué hacéis en esta hora?”. “Hago tres clavos para el Señor”. “Oh, querido maestro, no los hagáis, en esta hora os pago la jornada y la mano de obra”. “Querida Madre, no puedo: si no, en el lugar de Jesús me ponen a mí”. En cuanto la Virgen oyó esta respuesta, hizo poner patas arriba el mundo, la tierra y el mar».
Nos hemos salvado de teologías parciales y equivocadas porque los hombres – sobre todo las mujeres – han sabido hacer decir a la religión cosas que ella no quería ni sabía decir, y han puesto patas arriba el mundo, la tierra y el mar. Y así, con su infinito amor-dolor, han hecho resurgir su religión mil veces, y lo siguen haciendo. Feliz Pascua.