ContrEconomia/5 - Y la sociedad de la "mercatura civil" se convirtió progresivamente en el lugar fijo.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 02/04/2023
"Por mucho que se busque, nunca se encontrará en la Contrarreforma otra idea que esta: que la Iglesia católica era una institución muy sana y que, por tanto, había que preservarla y reforzarla."
Benedetto Croce, Historia de la Edad Barroca en Italia.
Es justo en la edad de la contrareforma que debemos empezar a ver si queremos entender las diferencias entre el capitalismo nórdico y protestante, y el nuestro
Es difícil comprender el capitalismo sin pasar por la Reforma Protestante y su "espíritu", eso lo sabemos. En cambio, que hay que atravesar también la Contrarreforma Católica lo sabemos menos. Porque las formas teológicas, sociales, éticas y pastorales de la respuesta católica a la Reforma de Lutero tuvieron efectos muy importantes en el modo de entender y practicar los negocios en Italia y en otros países católicos. Lo veremos en estas nuevas páginas.
La Reforma de Lutero fue la crisis más grave e importante en la historia del cristianismo, y sus efectos fueron mucho más graves y profundos que los del primer Cisma de Occidente y Oriente. Con lo que estaba pasando en Alemania la Iglesia de Roma vio la posibilidad concreta de su propia disolución. En aquella revuelta no sólo había una herejía y un cisma: había una crítica radical a la versión que el cristianismo había asumido en la Iglesia romana e italiana, que para Lutero estaba gravemente equivocada y era a veces diabólica. Los papas y muchos obispos entendieron el enorme alcance teológico y ético de aquella crisis alemana, y se asustaron mucho.
De ese miedo surgió una estrategia de defensa radical en todos los frentes que, hay que decirlo, fue muy eficaz, aunque los costos humanos fueron muy altos. La Inquisición, los jesuitas y las otras nuevas órdenes religiosas, la confesión privada a oídas, el índice de libros prohibidos, la vuelta al pasado, el Concilio de Trento, la renovación de la formación sacerdotal y la evangelización de los habitantes del campo fueron poderosos medios de esta defensa. En el plano teológico, Lutero había atacado algunos pilares del edificio eclesial. La reivindicación de la salvación por la "sola gracia" y no por las obras, minaba en sus cimientos toda la práctica y el mercado de las indulgencias, de las peregrinaciones y de los jubileos, que se habían desarrollado en la última época de la Edad Media y que estaban en el núcleo del funcionamiento político y económico de la vida de la Iglesia romana.
La Contrarreforma fue sobre todo una reacción, y este carácter "reaccionario" condicionó toda la teología y su praxis. Así, mientras al centro de la acción reformadora de Lutero estaba la conciencia y su libre examen, la acción contrarreformadora se centró en el papel de la autoridad eclesiástica y sus criterios de verdad externos a la persona, basados en jerarquías objetivas de méritos y culpas. Nacida de la necesidad primaria de refutar las nuevas doctrinas heréticas para bloquear su difusión, la época de la Contrarreforma se tradujo en una extraordinaria producción de casuística de pecados, prohibiciones y anatemas, y por tanto en un complejo sistema para identificar los síntomas del error y de la herejía anidados en el alma humana, a veces incluso sin su conocimiento. El foro externo estaba dirigido por la Inquisición y el interno por los confesores, dos foros complementarios que se convirtieron en los principales instrumentos de aquella catolicidad.
Luego hay un aspecto ético que sigue apareciendo como algo paradójico. Si es cierto que la teología de la Contrarreforma fue una reacción a la de la Reforma, habríamos esperado en el mundo católico una reacción también al agustinismo radical de Lutero (ex monje agustino) y a su pesimismo antropológico, y por tanto una mayor confianza en las capacidades morales de los hombres; aunque sólo fuera para ser coherentes con ese Tomás, que entretanto se había convertido en el punto de referencia absoluto del catolicismo, y que, en comparación con Agustín, tenía una mirada más positiva de la naturaleza humana y de nuestra capacidad para el bien a pesar del pecado original. En cambio, cuando vamos a leer la teología y la praxis de la Contrarreforma, encontramos una exasperación de la cultura de la culpa, una acción pastoral basada en la gestión de los pecados a través de una gran masiva difusión del sacramento de la confesión privada de los pecados, detallados en "especie y número" y multiplicados así al infinito. También encontramos un renacimiento del Purgatorio, de la angustia por el Infierno, de las danzas macabras y de iglesias barrocas llenas de calaveras y esqueletos.
Si nos ponemos a hojear los "Manuales para Confesores" (he coleccionado varios) que desde mediados del siglo XVI comenzaron a multiplicarse (y que llegaron hasta el Vaticano II), quedamos atónitos por el espectáculo de una constelación de pecados convertida en una propia y verdadera ciencia, como para hacer palidecer las colecciones de los canonistas romanos y medievales. Sobre esto escribía Guido De Ruggiero: "La moralidad se convierte en una cuestión de subsunción mecánica del caso individual en la clase apropiada, y la duda sobre la adecuación más o menos exacta del uno en la otra toma el nombre de escrúpulo y forma una especie de halo moral ficticio alrededor de la acción meramente periférica y destituida de toda intimidad... De ahí la creación de guías especializados, directores y confesores, capaces de orientar al individuo en el fantástico laberinto". Se desarrolló una "excepcional habilidad legalista, para adaptar el caso a la ley y quizás a veces para eludirla". Frente a una Reforma que negaba cualquier extrínseca dirección espiritual de las conciencias y concebía la penitencia (que en Lutero se mantuvo) como una renovación total de la vida, "la mentalidad casuística de la Contrarreforma reafirmó en cambio el carácter sacramental de la confesión", cuyo ejercicio se hizo cada vez más frecuente a lo largo del año (De Ruggiero, Rinascimento, Riforma e Controriforma, Laterza, 1947, pp. 198-199).
La difusión y la intensificación de la confesión auricular es, por tanto, un paso central. El nuevo confesor creado por las nuevas órdenes religiosas de la Contrarreforma es formado por teólogos (jesuitas, sobre todo) y pasa a jurisdicción de los obispos - antes la confesión era casi un monopolio de los monjes y frailes franciscanos y dominicos. El confesor se convierte en el "médico del alma" que debe ser capaz de reconocer la enfermedad moral más allá de la anamnesis siempre imperfecta del paciente-penitente: "El demonio emplea mil astucias para aumentar la dificultad de la confesión... Así que se abre el camino con el penitente de la siguiente manera: 'Ha oído malos discursos y ha tenido malos pensamientos, ¿no es cierto?'. Si los niega, tome sus negaciones como afirmaciones. Continúe y diga dos o tres veces más: "Ha morado con placer en estos malos pensamientos, ¿no es cierto?'. Aunque responda que no, continúe siempre..." (Abate Gaume, Manuale dei confessori, p. 49). Se pone mucha atención en el tratamiento de los pecadores reincidentes: "¿Cómo se puede absolver a un penitente acostumbrado a decir malas palabras seis veces al día o incluso más de diez veces al día? Si las pronunció casi una vez al día cada ocho días y... no reincidió más de tres veces en los ocho días?... etc etc" (Ibid, p. 269).
Importante es también, para nosotros, cuando se trata de la confesión de los comerciantes y de los diversos tipos de trabajadores: "Si viene un comerciante, pregúntale si vende más caro vendiendo a crédito, y si la mercancía por minutos puede venderse más cara... Si viene un sastre, pregúntale si ha estado trabajando los días festivos para terminar la ropa sin ninguna razón extraordinaria, si ha estado guardándose los retales de tela, y si es una ocasión cercana al pecado para él tomar las medidas a las mujeres... Si viene un barbero, ordénale que encuentre a una mujer que sepa cortar el pelo, porque las mujeres nunca se valdrán de un hombre para hacerse arreglar el pelo, etc. "(pp. 160-161). Además, los párrocos tenían que mantener listas parroquiales de los "no confesos" (quienes no se confesaban). Todos en la iglesia veían a los que salían del confesionario sin acercarse a comulgar, por lo que el pecado no absuelto salía del foro interno y se volvía un hecho público.
No es difícil comprender entonces cómo este uso de la confesión alimentó la tendencia al desarrollo de la doble moral, al recurso sistemático a la mentira. Los penitentes tenían un fuerte incentivo para no decir la verdad a sus confesores, también porque el confesionario era el último brazo de la Inquisición: "Me dijo que cuando se presente ante el confesor, no debe decir nada excepto lo que quiere que sepan y que luego debe esperar a que llegue el Jubileo porque entonces se perdonan los pecados" (Donna Olimpia Campana, modenese, 1600, citada en A. Prosperi, p. 275). Prosperi, Una rivoluzione passiva, p. 275).
Y llegamos, finalmente, a la economía. El Concilio de Trento, para frenar los efectos deletéreos de la libertad de conciencia no mediada por los clérigos, reafirmó con fuerza las antiguas prohibiciones económicas y financieras que la Escolástica había superado entre los siglos XIII y XVI. Los moralistas fueron a buscar usuras en los contratos (letras de cambio, encomiendas, seguros) que habían sido inventados por los negociantes para evitar la prohibición formal de usura. En esos confesionarios se hicieron humo más de tres siglos de civilización y de riqueza económica y jurídica. Italia y los países latinos se rencontraron con una ética económica y financiera precedente a la de los hermanos franciscanos, que tanto habían trabajado para decir que no todos los préstamos eran usura.
Esta proliferación de controles y de casuística de pecados produjo fenómenos muy relevantes. Se creó una distancia y una desconfianza mutuas entre el mundo empresarial y la Iglesia. Los comerciantes seguían dando limosnas a la Iglesia, financiaban las procesiones y las fiestas patronales, se confesaban una vez al año diciéndole al cura lo que le podían decir. Permanecían dentro del recinto de la Iglesia, pero para los oficios religiosos enviaban a sus esposas e hijas (nace la "feminización" de la Iglesia católica). Se refuerza la doble moral económica y civil: la de las cosas que se pueden decir a la autoridad y la de otras cosas que no se dicen a nadie. Nace la idea de la imposibilidad de respetar todas las complejas e infinitas leyes de la vida económica y social, donde solo el que dice una verdad parcial puede sobrevivir, y donde solo los tontos dicen toda la verdad - "¿Los impuestos? Los pago, claro, pero un poco: pagarlos todos es imposible", me decía hace unos días un empresario.
Se vivía y se trabajaba, por lo tanto, en un estado ordinario de imperfección, pero era el propio sistema religioso y social el que ofrecía su clausura. La Iglesia era consciente de la imposibilidad de implementar esos mecanismos de control individual, debido a fallas tanto en la oferta (los sacerdotes no estaban suficientemente preparados) como en la demanda (los fieles). Y es aquí donde la propia Iglesia introduce o reanuda las indulgencias plenarias ordinarias y extraordinarias, los jubileos, los años santos, los indultos y las peregrinaciones que suprimían los pecados no confesados. He aquí la raíz profunda de la "cultura" católica de los indultos: pecados y mentiras privadas que se pagaban en público con instrumentos pensados y deseados por la misma institución transgredida.
Por último, otro efecto secundario igualmente grave fue el distanciamiento del oficio de comerciante, de ese ars mercatoria que había hecho grande a Italia hasta el Renacimiento. Para qué desempeñar un trabajo, ya de por sí arriesgado, que se examina hasta en sus más mínimos detalles religiosos, que goza de mala reputación ("estiércol del diablo"), que obliga a decir mentiras todos los días incluso a Dios: mejor entregarse a las profesiones liberales (abogados, notarios), mejor la carrera militar y eclesiástica, mejor sobre todo la función pública.
En la economía católica pasó algo parecido a la teología: para qué arriesgarse a ser quemado en la hoguera por ser teólogo, mejor dedicarse a la música o al arte, o a la ciencia económica, como hizo Antonio Genovesi, que fue condenado como teólogo y se convirtió en el primer economista de Europa en 1754.
Y así, la Italia de la "mercatura civil", que había hecho estupendas nuestras ciudades comunales, se convirtió poco a poco en la Italia del lugar fijo.