ContrEconomia/1 - Nueva serie de artículos sobre la empresa, su organización y algunos contagios.
di Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/03/2023
"En el camino alcancé la convicción de que nuestra educación adolece de una enorme carencia con respecto a una necesidad primaria del vivir: engañarse y caer en la ilusión lo menos posible."
Edgar Morin, Enseñar a vivir.
Estamos dentro de una gran transformación de la cultura de la empresa, que comenzó en la última parte del siglo XX y que hoy vive una época de gran desarrollo y consenso generalizado. Pero como pasa en todos los grandes procesos sociales, es precisamente en el momento de mayor éxito que en este nuevo humanismo empresarial empiezan a verse los signos de la decadencia, las primeras grietas que amenazan y presagian el posible derrumbe de todo el edificio. Sin darnos cuenta, en aproximadamente medio siglo, la gran empresa ha pasado de ser un lugar paradigmático de explotación y de alienación a convertirse en un icono de excelencia, de mérito, de bienestar e incluso de florecimiento humano y, en cuanto tal, imitado e importado a todos los ámbitos de lo social, hasta incluir, recientemente, el mundo de las organizaciones sin fines de lucro e incluso el de las comunidades espirituales.
Empecemos por una palabra que parece muy alejada del mundo de la empresa: fragilidad. Las generaciones anteriores supieron transmitirnos la capacidad de hacer frente a las dificultades de la existencia y, a pesar de muchas contradicciones, crearon en las personas un capital interior hecho de religión, de sabiduría y de piedad popular y, luego, de los valores de las grandes ideologías de masa que eran también relatos colectivos sobre el sentido de la vida, del dolor y de la muerte. Y ello porque las culturas de ayer eran humanismos de la imperfección, por eso ponían en el centro la limitación, el cansancio, lo incompleto y el sacrificio. La felicidad se vivía como un breve intervalo entre dos largas infelicidades. La vida era dura, pobre, breve, y el arte de formar el carácter consistía en hacer de esa vida dura una vida posible y sostenible, quizá un poco mejor para los hijos, sin engañarnos a nosotros mismos en que sería demasiado mejor. A nadie se le ocurriría, en el mundo de nuestros abuelos, educar a los jóvenes en la cultura del éxito, animándolos a convertirse en "triunfadores", porque todos sabían que era el camino perfecto para llevar una vida frustrada y maleada. El partido de la vida acababa bien si terminaba en empate, con una eterna estrategia defensiva.
Con el cambio de milenio, pasamos rápidamente del humanismo de la imperfección al de la búsqueda de la felicidad y del éxito. "¡Ay de los perdedores e infelices!" se convirtió en el lema. Rápida y progresivamente hemos olvidado el antiguo oficio de vivir y el esfuerzo de la democracia, y nos hemos enamorado de la fácil meritocracia, fácil por imaginaria. El fin de las grandes ideologías (en Occidente) y el debilitamiento de la religión ha provocado grandes cambios antropológicos. Se fue un mundo moral y su lugar vacante no ha sido ocupado por otro nuevo e igual de robusto.
Y cuando la realidad verdadera hace que nos encontremos, también hoy, con la limitación, las fallas y el fracaso, que no desaparecieron porque hayamos decidido no verlas más, los jóvenes, y ahora también los adultos, se ven privados de las antiguas virtudes colocadas entre los viejos hierros de la sociedad, guardadas en el armario polvoriento junto al sombrero del abuelo y el molinillo de granos de café.
Esta indigencia de equipamiento ético se manifiesta en todas las esferas de la vida social -familia, política, escuela-, pero todavía no se percibe en toda su gravedad: lo será pronto, cuando esta insostenibilidad relacional y emocional se haga evidente. Sin embargo, cuando esta fragilidad llegó a la gran empresa, alcanzó y superó un umbral crítico, empezó algo nuevo. Porque en nuestro mundo líquido, la empresa sigue siendo algo sólido que vive gracias a la acción colectiva, y por tanto necesita trabajadores capaces de virtudes cooperativas que permitan llevar a cabo operaciones complejas que se desarrollan en medio de conflictos, dificultades, frustraciones y fracasos, donde todas las emociones entran en juego y requieren una educación específica y un mantenimiento para hacer posible y sostenible la buena vida en común. Durante décadas, durante siglos, las empresas no se habían preocupado por la formación del carácter de los trabajadores ni por sus virtudes cooperativas, se limitaban a la formación profesional y técnica. Las personas cruzaban las puertas de la fábrica ya equipadas con el capital relacional que les permitía cooperar con los demás, un arte que habían aprendido y reaprendido todos los días en la familia, en el pueblo, en las vendimias, en las cosechas, en las matanzas de cerdos, en las procesiones, en los funerales, en las bodas y en las fiestas patronales.
De hecho, las empresas del siglo XX crecieron gracias al capital espiritual y ético de su gente, y la crisis de ese universo moral se convirtió inmediatamente en una crisis del universo productivo. Las empresas, los negocios, anticipan el futuro, pueden ver más allá -especular también significa esto-. Y así, cuando el clima moral cambió, el primer lugar que advirtió la crisis fue la empresa, en particular la empresa grande y global, que inmediatamente trató de responder.
La primera respuesta fue la evolución del viejo management. Con esta transformación, la fábrica pasó de ser comunidad a un lugar artificial y racional, donde las relaciones humanas estaban domesticadas, "reducidas" y operacionalizadas para que pudieran ser fácilmente gestionadas por los nuevos directivos, concebidos ahora como líderes y no ya como dirigentes, y convertidos en los nuevos protagonistas de la gran empresa. Las relaciones humanas se simplificaron, pero se seguían gestionando al interior de la empresa en una cogestión dividida entre empresarios y managers.
Esta nueva cultura de las relaciones empresariales funcionó durante dos o tres décadas, mientras las empresas vivían de lo que quedaba del capital ético que sus trabajadores habían acumulado en comunidades externas a la empresa, sin reproducirlo a nivel interno. Hasta que, al comienzo del nuevo milenio, con la salida de la última generación hija de la ética del siglo XX, este capital de virtudes civiles estaba (casi) agotado.
A este punto, las empresas tuvieron que volver a innovar y buscar una nueva solución: recrear ellas mismas los recursos humanos que necesitaban. Este es el tercer punto de inflexión: el management entiende que el nuevo capital ético necesario sigue estando fuera de la empresa, y que los propios managers experimentan la misma fragilidad que sus trabajadores, aunque difícilmente lo declaren. Van afuera, pero no a los viejos lugares de vida y de las comunidades -familia, Iglesia, casas políticas- que entre tanto estaban en proceso de desertificación o habían emigrado a las redes sociales. Comprenden que los recursos siguen ahí afuera, pero ahora es el mercado el que los ofrece, un mercado lucrativo que ya se estaba preparando para producir y vender nuevas figuras profesionales, convertidas en los verdaderos protagonistas de los negocios.
En torno a los directivos está creciendo un bosque muy biodiverso, formado sobre todo por consultores horneados por las grandes empresas de consultoría, junto con psicólogos del trabajo, managers de la felicidad y del bienestar laboral, filósofos prácticos del sentido, de la misión y del propósito, pero también sacerdotes, monjas y expertos en meditación trascendental para el acompañamiento y la formación en espiritualidad empresarial, por no hablar de las nuevas figuras de coach y consejeros que se presentan como la profesión del futuro. Hace medio siglo eran los empresarios los que dirigían las empresas; luego vinieron los managers y, por último, los consultores. Así, una empresa de cincuenta empleados se ve poblada por diez, quince o veinte de estas varias figuras de acompañamiento. La nueva clase dirigente está asistida y flanqueada y cada vez más sustituida por figuras auxiliares que se están convirtiendo en reyes y reinas.
Se está produciendo una especie de externalización de las emociones, una subcontratación a agencias externas de la gestión del mantenimiento, cuidado y atención de las relaciones humanas en las empresas. Los directivos ya no son capaces, con las herramientas tradicionales (jerarquía, coordinación, incentivos, sindicatos), de gestionar las emociones y las relaciones de los trabajadores, cada vez menos dotados de virtudes esenciales, y entonces nuevos proveedores externos las gestionan bajo su mandato. La gestión de las emociones se está convirtiendo en algo parecido a la gestión del restaurante de la empresa o de la limpieza. Y cuanto más frágiles son los trabajadores, más crece la demanda de estos servicios relacionales y emocionales: y el PBI crece. También por el hecho de que la presencia de profesionales de las relaciones cumple la función de certificar, desde afuera, esta nueva forma de calidad. A la certificación de los balances se le agrega una certificación de las relaciones en la empresa, que tranquiliza a los dirigentes inseguros.
¿Por qué esto -se preguntará alguien- debería ser un problema? Todo evoluciona, todo cambia. ¿Por qué se puede contratar el mantenimiento de las instalaciones y no el de las emociones? En realidad, hay problemas, y algunos son muy serios.
Un problema importante tiene que ver con la creciente extensión de estos fenómenos por fuera del mundo empresarial. De hecho, si la contratación exterior de la gestión de muchas dimensiones de las relaciones humanas sólo afectara al mundo de las grandes empresas o finanzas capitalistas, seguiría siendo algo importante, pero limitado a una esfera de la vida, con sus tipicidades necesarias, como el deporte o el ejército. Pero esta externalización del mantenimiento de las relaciones se está extendiendo a las organizaciones sin ánimo de lucro, a las comunidades y a las iglesias, entre otras cosas porque las consultoras se perciben como los "médicos" de toda forma de organización humana, como técnicos para resolver nuevos problemas. Pero, ¿en qué se convierten las relaciones dentro de un movimiento espiritual o una comunidad religiosa si los responsables delegan la gestión de muchas dimensiones de las relaciones humanas (crisis, cansancio, críticas...) a profesionales ajenos a la empresa?
¿En qué se convierten esas relaciones cuya calidad es raíz y corazón del futuro? ¿Qué dimensiones, entonces, pueden delegarse fuera y cuáles deben permanecer necesariamente dentro, gestionadas por nuestras imperfecciones y fatigas?
Las figuras externas, aunque necesarias en algunos casos específicos, se convierten fácilmente en una forma perfecta de inmunidad, una pantalla que los responsables usan para protegerse del contagio de las relaciones y de la "herida del otro". Además, mientras que el mundo de las grandes empresas globales ya está sintiendo la insuficiencia de estos contratos externos (lo veremos), las organizaciones no económicas descubren estos instrumentos con retraso y los viven como una gran novedad de salvación. También en este caso se producen fenómenos de dumping hacia los "pobres": estemos atentos a que el mundo de lo social y de las iglesias no se vuelva pronto un nuevo mercado de refugio para las empresas de consultoría que buscan nuevos mercados porque se están agotando los viejos...
En las próximas semanas nos plantearemos otras preguntas: ¿dónde se encuentra, en la relación entre directivos y consultores, la frontera entre acompañamiento y sustitución? ¿Los modelos y teorías externas son suficientemente subsidiarios, es decir, surgen de la escucha y de la vida que existe ya en esa empresa antes de intentar mejorarla? ¿Y si una relación imperfecta pero interna fuese más generativa y humana que una menos imperfecta pero externa? ¿Estamos seguros de que las virtudes más importantes pueden ser creadas y cuidadas por el mercado, o tal vez siguen necesitando hoy ese ingrediente esencial llamado gratuidad?