Primero de Mayo entre personas y robots
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/05/2024
El encuentro entre el Papa Francisco y los presos de la cárcel de la Giudecca en Venecia el 28 de abril, es quizás la imagen más fuerte con la que ingresamos a este Primero de Mayo. Entre las palabras plenas de humanidad y de emoción, fueron fuertísimas aquellas sobre el trabajo, que volvía muy concreta la “dignidad” intocable que el papa puso en el centro de su breve e intenso discurso y en sus gestos. Las mujeres correspondieron al regalo de la visita de Francisco dándole el fruto de su trabajo: cremas, jabones, productos de la huerta y un solideo. Una de ellas le dijo, entre lagrimas, que el trabajo “es importante para nosotros” porque “da sentido a nuestras vidas”. Y nos recordaron que tras la excelencia ética del Made in Italy están también las cooperativas sociales, incluida Il Cerchio de Venecia, que permiten a las personas detenidas trabajar, y empezar así, trabajando, una resurrección. La cárcel puede ser un punto de observación privilegiado para comprender qué es en verdad el trabajo, porque es una especie de laboratorio vivo donde se puede ver en su esencia lo que en nuestras vidas aparece mezclado con otras muchas realidades que confunden y nublan su naturaleza. En las cárceles se ve mejor el trabajo, como se ve, de manera diferente, en el poco trabajo accidentado pero verdadero que queda todavía en los lugares de guerra. Aquellos jabones eran un ‘sacramento’ de algo más importante aún, como si el trabajo hecho en condiciones límite cambiase la sustancia del trabajo dejando inalterados los accidentes. Aquellas mujeres dieron al papa el fruto de su trabajo, por lo tanto, objetos, pero en realidad el primer y más importante regalo que le hicieron a Francisco fue su trabajo, el poder trabajar, el nuevo ‘sentido de la vida’ redescubierto y aferrado a una cosa buena y verdadera. Creo que no hay fiesta del trabajo más hermosa y humana de la que se celebra dentro de una cárcel donde se trabaja, y donde se trabaja verdaderamente, no trabajitos fingidos que producen objetos inútiles, porque sólo el trabajo verdadero nos salva, tanto dentro como fuera de la cárcel.
Nos cuesta cada vez más por proteger el trabajo, los trabajadores, los contratos, sus derechos y deberes, porque nuestra sociedad, drogada por el consumo y las rentas, ya no ve el trabajo: ve sus signos, sus huellas, pero ha perdido su naturaleza. Porque el trabajo no es solamente la más grande y extraordinaria red de reciprocidad inteligente e intencionada de la Tierra, el primer lenguaje con el que los humanos hablamos y nos decimos a nosotros y a los demás quiénes somos, ni es solamente la actividad con la cual enriquecemos cada día la biodiversidad cultural del mundo. Todo eso ya es mucho, quizás muchísimo, pero no basta. Porque para entender el trabajo hay que declinarlo junto con ‘don’, una palabra no solo ajena y distante al trabajo, sino también considerada por muchos como enemiga y mistificadora. Y sin embargo, el trabajo se abre, se revela si se pone junto al don, allí madura tan bien como un kiwi en medio de las manzanas.
En el trabajo hay mucho don, pero no logramos verlo, escondido bajo la envoltura dura del contrato y los incentivos. Quizás no haya lugar colectivo con mayor presencia de don, de dones. Y no es sólo en las escuelas, en los hospitales y en la atención donde todavía logramos verlo claramente, sino también en los talleres, en las oficinas, en las calles, en los camiones, en las obras en construcción. El don en el trabajo no se encuentra solamente, ni sobre todo, en las horas extras que hacemos “gratis”, ni en el favor del cambio de turno con un colega. El don más importante está dentro de la normalidad laboral del trabajo, en las horas ordinarias del contrato, en las tareas de todos los días, porque el don está en cómo realizamos las actividades cotidianas, es la gratuidad del deber, las acciones que hacemos todos, esas acciones que hacemos todos en todas partes porque, simplemente, somos mas grandes y más dignos que nuestros contratos y que la descripción de nuestras funciones.
Y en cambio el don reducido a gratis es la gran victoria del capitalismo en el mundo del trabajo, cuando un día nos convenció por fin de que el reino del trabajo y del capital debían ser definidos en tanto inmunes al don. Y como sucede en cada proceso de inmunización, el antídoto ha sido introducir en el cuerpo un “pedacito” del mal por el cual protegerse. Así se inventaron los descuentos, la filantropía, el voluntariado y los regalos corporativos, esos “donúnculos”, dones homeopáticos inocuos para inmunizarse del don verdadero e íntegro. La magia homeopática es una de las artes más arcaicas y jamás desaparecidas: se reproduce en pequeña escala la realidad a la que se quiere golpear (por ejemplo, un muñeco) y se manipula el artefacto para herir a distancia al gran enemigo.
El capitalismo de finales del siglo XX intuyó que la forma más eficaz que tenía a disposición para extraer beneficios y rentabilidades en medidas extraordinarias consistía en crear nuevos ambientes artificiales depurados de la fuerza humana más subversiva: la de la gratuidad libre. Y así antes teorizó y luego implementó la idea de que el reino del mercado no es el del don, que hablar de don en el trabajo era solo manipulación e ideología para esconder explotación y ausencia de derechos, y que por lo tanto el trabajo no tenía nada que hacer con la gratuidad del don. Y le ha declarado la guerra, consciente de la fuerza desestabilizante de los contratos, las jerarquías, las descripciones del cargo – porque el verdadero don es excesivo, inmanejable y por eso subversivo.
Hay de todos modos una buena noticia. La gran campaña de “don cero” en el business no tuvo el éxito esperado. El don sobrevivió como clandestino, la resistencia se ha mostrado más tenaz de lo que el imperio pensaba, si bien hoy la gran industria de la consultoría y la ideología meritocrática están lanzando contra el don nuevos ataques globales por ambos frentes.
Y si es verdad – y es verdad – que en el trabajo hay mucho don libre, entonces los emprendedores, sobre todo los más cuidadosos, saben depender profundamente del don de sus empleados; son conscientes de que su más grande fragilidad no se encuentra tanto en el mercado sino en no poder controlar las dimensiones más importantes de la libertad de sus trabajadores. Por lo tanto saben, y lo aprenden a diario, que dependen radicalmente de algo fundamental que no pueden comprar, y que con el contrato compran cosas importantes pero no suficientes para hacer vivir bien sus empresas.
Aquí está también la inmensa dignidad del trabajo y de todo trabajador: la certeza moral de que el núcleo secreto de la propia actividad laboral, su diamante más precioso, no está en venta y que, por eso mismo, solamente puede ser donado. Y entonces decidimos donarlo, cada día, y lo donaremos también mañana, mientras sigamos trabajando como mujeres y hombres libres. Porque sabemos que el día en que dejemos de hacerlo y nos atengamos únicamente a la letra del contrato seremos personas menos dignas y menos libres y, en consecuencia, pésimos trabajadores.
En el Día del Trabajador debemos entonces meditar, mientras no trabajamos, sobre qué sucede durante el desarrollo de la actividad laboral; observarnos y observar a los otros en el gesto ordinario del trabajo, sobre todo en esta fase de transición tecnológica y antropológica de la época.
Si en el trabajo hay mucho don, por lo tanto muchísima dignidad y belleza, entonces también en los profesionales, que hoy están por ser sustituidos en masa por la Inteligencia Artificial, hay inscrito un infinito patrimonio de libertad, de honor, de dignidad. Antes de descartarlos como fierros viejos, deberíamos detenernos y hacer dos operaciones colectivas, y hacerlo en todas las empresas y en todas las instituciones: reconocerles su inmenso valor y luego agradecerles correcta y sinceramente. Porque entre las muchas incertidumbres de esta gran transición, tenemos una certeza: los robots y los algoritmos saben hacer muchísimas cosas mejores que nosotros pero no saben ofrecer un don.