Mecanismos y complejidad del mercado, interdependencia, fraternidad.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 13/03/2020
Economía significa gobierno de la casa. Esta es la primera definición que aprenden los estudiantes de economía el primer día de clase. Pero hasta estos días, nuestra generación no había entendido debidamente que entre gobierno, casa y economía existe una relación directa. El gobierno nos pide que nos quedemos en casa, mientras la economía hace todo lo posible para que alguien no se quede en casa y vaya a trabajar. La economía puede y debe cumplir con su deber, que consiste en que las palabras tranquilizadoras que el gobierno nos dirige para que nos quedemos en casa sean verdad: los supermercados no estarán desabastecidos.
La economía sabe que para que la fruta, la leche, la verdura y la carne llegue a las tiendas de alimentación, para que el gas, la energía e internet lleguen a nuestras casas, y para que las medicinas lleguen a las farmacias, es necesario que alguien trabaje. Si todos nos quedáramos en casa, nadie podría quedarse en casa. Después, si ahondamos en los detalles – este es el aspecto más difícil del oficio de la política – nos damos cuenta de que hemos desarrollado una economía de mercado tremendamente compleja e interdependiente, cuya enorme complejidad no vemos cuando todo funciona con normalidad.
Pero en cuanto algo se atasca y tenemos que echar mano del “mantenimiento del coche”, inmediatamente descubrimos que en realidad todo es muy difícil. Por una parte, (casi) todos estamos convencidos de que los trabajadores de las fábricas no deben estar expuestos a un mayor riesgo de contagio que los trabajadores que están en casa, pero cuando empezamos a señalar qué empresas deberían cerrar y cuáles no, nos encontramos con dos hechos-dilemas.
Primero: reconstruir en pocas horas la morfología de la red económica de clientes, proveedores y subproveedores, y descomponer los productos finales en decenas o centenas de componentes es infinitamente arduo. El mercado contemporáneo es un mecanismo admirable precisamente porque agrega una cantidad infinita de operaciones y cálculos, dispersos entre millones de personas, que ningún robot hiperinteligente podría realizar. Antes que la división del trabajo, el mercado optimiza la división del conocimiento disperso y fragmentado, del que cada uno de nosotros posee solo una pequeñísima, pero insustituible, pizca.
Segundo: suponiendo que lográramos aproximar el cálculo de esta enmarañada red, es probable que las empresas ausentes de la cadena de suministro de cualquier bien esencial fueran menos de las que pensamos. Así pues, identificar qué empresas deberían cerrar es condenadamente difícil y, aunque fuéramos capaces de hacerlo, descubriríamos que muchos trabajadores deberían seguir trabajando igualmente, si queremos quedarnos en casa y seguir comiendo y viviendo. Los milagros económicos que este capitalismo ha producido en estas últimas décadas son la otra cara de la impotencia en la que nos encontramos hoy. Esta es la razón del inevitable conflicto entre quienes tienen que tomar las decisiones concretas y quienes invocan sacrosantos principios éticos de equidad. Intentar entender cada uno las razones del otro ya sería un paso esencial para una posible solución o tratamiento.
Pero hay otro problema importante sobre el que se discute menos: ¿Cuáles son los bienes y servicios esenciales? Es difícil convencer a mucha gente de que los cigarrillos son esenciales, o, peor aún, los rasca-y-gana de los estancos abiertos (es más fácil convencernos de que son esenciales para los fumadores y para los ludópatas). Pero es posible que nadie crea que es esencial el peluquero.
Pero pensemos en los millones de personas (principalmente mujeres y mujeres ancianas) que pasarán semanas recluidas en casa y despeinadas, así como en los cientos de miles de cabezas que de repente se volverán blancas porque alguien ha decidido que los tintes no son bienes esenciales y ha detenido su producción y distribución. Es cierto que no serán muchos los que nos vean despeinados y canosos. Nos veremos nosotros mismos en el espejo cada mañana, incluso más que antes por falta de otras caras a las que mirar. Durante las crisis largas e importantes, el cuidado de uno mismo y de los demás es un bien esencial, casi tanto como comer y vestirse. Las personas cuidadas y peinadas soportan mejor las largas noches. Somos animales simbólicos, mucho antes que animales a los que hay que dar de comer y entretener.
Con esto no quiero decir si deben abrirse o no las peluquerías, sino entender qué es lo que se esconde detrás de un corte o un tinte. Hemos tenido que cerrar los negocios para entenderlo. Igualmente hemos tenido que cerrar las escuelas y quedarnos con las aulas vacías o delante de un ordenador para entender quiénes son y qué representan, verdaderamente, nuestros estudiantes. Entonces ¿qué podemos hacer? Ser más conscientes, en el diálogo político y social, de la complejidad de estas decisiones, y de la práctica imposibilidad de que todas las decisiones sean correctas y exactas. Cerremos las (pocas) empresas que podemos cerrar fácilmente, y hagamos más para que quien tiene que trabajar, para que nosotros podamos quedarnos cómodamente en casa, corra el menor riesgo posible. Y después, cuando el virus haya pasado, acordémonos de lo interdependientes que somos, de la cantidad de gente invisible que hay detrás de un litro de leche fresca o de un líquido para teñir el cabello. El mercado es también un maravilloso engranaje donde todos trabajamos para que todos podamos vivir mejor. En momentos como estos es cuando se comprende mejor en qué consiste el principio olvidado de la fraternidad.