En este momento de pandemia de coronavirus, hemos visto que la economía vive y no se derrumba gracias sobre todo a los trabajadores que desempeñan los trabajos más sencillos. Hay un amor distinto pero esencial en aquellos que van a trabajar cada día por nosotros, con mascarillas y guantes.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Città Nuova el 11/04/2020.
Esta inédita y grave crisis colectiva nos está enseñando algunas lecciones acerca de la naturaleza profunda de la economía y de los mercados. En primer lugar, nos está mostrando la diferencia entre capitalismos. Ya sabíamos que el espíritu del capitalismo del Norte y el del Sur de Europa eran distintos. Pero hoy esta diferencia se está manifestando en aspectos nuevos, (en parte) insospechados y, a fin de cuentas, tristes para todos.
La visión del trabajo como vocación (beruf, en alemán), que, como nos mostró Max Weber, ha caracterizado la visión protestante del trabajo y del capitalismo y ha producido frutos extraordinarios, hoy muestra su lado oscuro. Las razones del trabajo y de la economía son tan importantes que pueden convertirse en absolutas y “sagradas”; pueden convertirse en las razones primeras también frente a una crisis tan grave como esta. Las frases que hemos escuchado en boca de algunos primeros ministros o ministros de los países del Norte de Europa y del Reino Unido acerca del imperativo de evitar a toda costa la recesión económica, no las hemos oído de los líderes de los países de cultura católica (Italia, España, Portugal); no porque sean más altruistas que sus colegas, sino porque en el Sur la economía no ha sido nunca la palabra más importante de la vida civil.
En estos últimos años, aquí había empezado a ocurrir lo mismo (en algunas zonas más que en otras, como hemos visto), pero esta crisis, inesperadamente, nos ha hecho descubrir la vocación económica distinta y específica de los países latinos y católicos. Hemos crecido menos, tenemos grandes deudas públicas, una corrupción extendida, altas tasas de paro y baja productividad; pero hacemos todo lo que podemos, y un poco más, para salvar a los ancianos, a toda costa. El familismo no siempre es amoral. No porque seamos mejores o más éticos, sino sencillamente porque somos distintos, en las sombras y en las luces. Quizá, por una vez, el Norte de Europa habría podido recibir una lección del Sur, y habría sido mejor para todos, nos habríamos ahorrado muertos y dolor.
Hay un segundo aspecto. Hemos visto que la economía vive y no se derrumba gracias, sobre todo, a los trabajadores que desempeñan los trabajos más sencillos y humildes. Si detrás y al lado de los médicos y enfermeros no hubieran estado los auxiliares, los trabajadores de la limpieza en los hospitales, los conductores de camiones, los barrenderos de las ciudades, los mantenedores de la energía eléctrica y de las redes de Internet, los empleados de los supermercados, los bomberos… esta crisis nos habría afectado mucho más y de una forma más destructiva, quizá insostenible. Improvisamente hemos visto cuánto amor cívico e implícito nos rodea.
Muchos de nosotros buscamos el amor en los lugares equivocados o demasiado pequeños. Nos hemos dado cuenta de que hay un amor distinto pero esencial en las personas que van a trabajar cada día por nosotros, con mascarillas y guantes; personas que se arriesgan a contagiar a sus padres e hijos solo para cumplir con su deber.
También este trabajo es vocación, aunque sea duro, agotador y e implique mucho riesgo. Mucha gente, estoy seguro, se ha reconciliado con la parte más profunda y verdadera de su trabajo y de su vida precisamente estos días tremendos y difíciles. En la tragedia y en el dolor han vuelto a ver, o han visto por primera vez, la dignidad y el honor de su trabajo.
Que pase pronto el virus, pero que no pase esta gran lección.