El libro - La historia del albañil Lorenzo, la salvación del escritor y la dignidad del saber hacer.
Luigino Bruni
publicado en Il sole 24 ore el 25/08/2023
«El albañil italiano que me salvó la vida llevándome comida a escondidas durante seis meses, detestaba Alemania, a los alemanes, su comida, su lenguaje, su guerra. Pero cuando le pusieron a levantar muros de protección contras las bombas los hacía derechos y sólidos, con ladrillos bien ensamblados y con todo el hormigón que se necesitaba; no por acatar órdenes sino por dignidad profesional». Este episodio, contado por Primo Levi en varias de sus obras, se convirtió en un paradigma de la ética del trabajo bien hecho, del muro levantado por razones más profundas que el incentivo.
Aquel albañil se llamaba Lorenzo Perrone, era piamontese, de Fossano. Fue una persona decisiva en el período de detención de Primo Levi en Auschwitz, de febrero de 1944 a junio de 1945. Hoy, gracias al bellísimo ensayo de Carlo Greppi («El hombre que salvó a Primo Levi»), sabemos un poco más de Lorenzo, y sabemos un poco más de Primo Levi: « creo que es a Lorenzo a quien debo el estar hoy vivo, y no tanto por su ayuda material como por haberme recordado constantemente con su presencia, con su manera tan llana y fácil de ser bueno, que todavía había un mundo justo fuera del nuestro» (Si esto es un hombre, p. 180).
Primo y Lorenzo se encontraron en una obra en construcción (Buna-Monowitz o Auschwitz III), que era como una inmensa zona de trabajo del sector privado. Lorenzo Perrone (el “Tacca”), de Fossano (el Burgué), emigró a Francia durante el facismo, y en 1944 terminó "transferido" a una empresa alemana (Farben), que trabajaba en la Buna de Auschwitz -a la que Lorenzo llamaba y escribía "Suiss"- en razón de los acuerdos industriales entre Italia y Alemania. Llegó para levantar paredes y se encontró salvando a Primo, y, como descubrimos al final del libro, a muchos otros prisioneros..
Por tanto, era un civil, un "voluntario", no era judío, era en teoría un hombre libre, todo lo libre que podía ser un italiano en Alemania después del 8 de septiembre de 1943.
En febrero de 1944 llegó Primo, N. 174517, 24 años y Lorenzo que tenía casi 40. Licenciado en química, Primo estaba destinado a ser obrero en la Buna. Un día de junio, mientras probaba pasarle una cazuela con una argamasa a Lorenzo, que estaba en un andamio, este hizo una maniobra equivocada y la argamasa terminó en el suelo: «Ah, claro, con gente como esta», fueron las primeras palabras en dialecto de Lorenzo, y las únicas ocho palabras que Primo transmitió en sus libros.
Entre los dos piamonteses nació algo estupendo, aquel inmenso mal generó una hermosa flor: «Mira, te estas arriesgando al hablar conmigo». «No me importa», respondió Lorenzo. «Yo no tengo estudios, pero para mí un judío es como cualquier cristiano» (p.119). Dos o tres días despúes de ese primer encuentro, Lorenzo se presentó al trabajo con su gamella alpina de aluminio y se la entregó a Primo, «sin decir ni una sola palabra al principio» (p. 79).
Un elemento decisivo de esta extraordinaria historia lo revela Levi en dos adjetivos: «su manera tan llana y fácil de ser bueno».
Hay muchos modos de ser bueno. El más común tiene que ver con la voluntad. Esta bondad voluntaria nos gusta y es fundamental para vivir. Pero existe otra bondad, esa bondad «llana y fácil» de Lorenzo, donde no nos sentimos objetos de un esfuerzo ético particular, sino que somos amados como si el otro (casi) no se diera cuenta.
Es un amor similar al de la naturaleza, al de las plantas, al de los niños, al de algunos pobres. Es otro amor, rarísimo y bellísimo.
Una amistad extraordinaria, entre las más bellas de las que se pueden cruzar con la gran literatura, a contraponer con aquella imaginada por Dumas, entre Edmond Dantès y el abad Faria en El conde de Montecristo (también en Auschwitz, no sólo en el castillo de If, los prisioneros sustituían a los cadáveres para abandonar el campo).
Una amistad improbable, asimétrica (Lorenzo trató de "usted" a Primo hasta el final), hecha de muy pocas palabras y de una belleza infinita, tan importante que determinó los nombres de los dos hijos de Primo (Lisa Lorenza y Renzo): para un judío, la elección de los nombres de los hijos es siempre algo extremadamente importante.
Y Lorenzo lo siente: «el regalo más grande que usted ha podido hacerme es haberle puesto el nombre de Lisa Lorenza, así llevará también mi nombre pero pido al Señor que no tenga que llevar también los sufrimientos que he padecido en mi vida». (p. 234).
Las postales de Lorenzo, con su italiano de segundo grado, están entre las páginas más lindas del libro, un canto a la dignidad de los pobres y de los vencidos.
En la versión teatral de Si esto es un hombre, Primo le da más palabras a Lorenzo: «Mira, yo aquí no tengo nada que ofrecerte. A lo mejor en Italia, más adelante, si me las apaño...». «Déjate de discursos. Yo no te he pedido nada. Cuando hay que hacer algo, se hace». «Como las paredes». (p. 120). Se ama a las personas como se levanta paredes, se salva a un «cristiano» porque hay que hacerlo, como las paredes que hay que hacerlas rectas porque así es como se hace.
Quizá sólo aquel absurdo inhumano podría haber dado origen a esta belleza casi ultrahumana. Primo siempre fue consciente de que en aquella amistad había algo extraordinario: «Lorenzo era un hombre; su humanidad era pura e incontaminada, se encontraba fuera de este mundo de negación. Gracias a Lorenzo no me olvidé yo mismo de que era un hombre» (Si esto es un hombre. p. 68). El trabajo bien hecho salvó a Lorenzo y, en él, salvó también a Primo. Pero cuando en junio de 1945, tras un viaje de cinco meses a pie, regresó a casa, pesaba 40 kg: «¿Quién anda ahí? ¿Qué quiere?». «Mamá —respondió él—. Soy Lorenzo.» Lorenzo dejó de ser albañil.
El trabajo ya no lo salvaba. Comenzó a beber, a ganarse la vida vendiendo chatarra, durmiendo por ahí, siempre borracho. Se enfermó de tuberculosis, y el 30 de abril de 1952 Lorenzo murió. Primo había tratado de ayudarlo de todas las formas, lo visitó todas las semanas, cuando estaba en el hospital. Pero Lorenzo no quería vivir más, había perdido las ganas de vivir, «ya había visto lo suficiente», y se dejó morir. Había salvado a Primo, pero Lorenzo no se salvó a sí mismo.
Primo, unos días después de su regreso de «Suiss» fue a buscarlo a Fossano, y como regalo le llevó un chaleco de punto, tejido con lana de cabra, con un borde rojo en el cuello, para devolverle aquel chaleco de lana que Lorenzo le había regalado durante el tremendo invierno del campo de concentración. Primo fue a su funeral, pronunció un breve recuerdo: llevaba un chaleco blanco de lana (p. 201)