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La economía del séptimo tiempo

Oikonomia/5 - Estamos regresando a buscar a las personas escondidas dentro de las cosas producidas.

Original italiano publicado en Avvenire el 09/02/2020

«En este séptimo tiempo, que ya se acerca, concluirá la apertura de los sellos y el trabajo de exponer los libros del Antiguo Testamento, y se concederá verdaderamente el reposo sabático al pueblo de Dios. En esos días, además, habrá justicia y abundancia de paz».

Joaquín de Fiore, Los siete sellos.

La economía franciscana, que no llegó a ser la forma de la economía del Medievo, podría ser la economía de la era de los bienes comunes.

El movimiento franciscano ocupa también un lugar en el nacimiento de la economía de mercado. No pocos historiadores y economistas señalan al poverello de Asís entre los precursores de la economía de mercado e incluso del capitalismo. Efectivamente, la primera escuela de pensamiento económico medieval fue franciscana, y fueron franciscanos quienes, en la segunda mitad del siglo XV, fundaron los Montes de Piedad, instituciones financieras sin ánimo de lucro (sine merito) que dieron origen a las finanzas populares y sociales europeas e italianas. Este movimiento espiritual, nacido de la elección de “madonna pobreza”, que generó bancos y tratados sobre las monedas, siempre ha causado sorpresa y no pocos equívocos. Como ocurría con el monacato, la relación entre los franciscanos y la economía es mucho más compleja de lo que se cuenta, y mucho más interesante. 

Francisco inició su revolución, también económica, eligiendo como única forma de vida el Evangelio. La novedad del franciscanismo radica en el adjetivo limitativo única. Nosotros ya no disponemos de las categorías necesarias para comprender profundamente qué supuso la pobreza de Francisco y después la de Clara. A diferencia de la de los monasterios, la pobreza franciscana era tanto individual como comunitaria: ni las personas ni los conventos debían poseer bien alguno. Como le gustaba decir a Hugo de Digne, el único derecho que tienen los franciscanos es el derecho a nada poseer, a vivere sine proprio. En seguida, en el debate, incluso jurídico, se planteó la distinción entre la propiedad de los bienes y su uso. Los teólogos y los juristas franciscanos intentaron convencer a la Iglesia de que era posible vivir sin poseer bien alguno, incluyendo los bienes necesarios para nutrirse: «Al igual que el caballo tiene el uso de hecho, pero no la propiedad, de la avena que come, el religioso tiene el simple uso de hecho del pan, del vino y de la ropa» (Buenagracia de Bérgamo). Para ello usaron estrategias jurídicas extremas, como la equiparación de los frailes a los menores, los incapaces y los locos furiosos, o la extensión de las excepciones del “estado de necesidad” a su condición ordinaria de vida.

Mientras el Medievo cristiano seguía la ética económica moderada heredada del Imperio Romano tardío, Francisco, sus frailes y sus monjas intentaron algo impensado que hoy nos sigue dejando sin aliento: volvieron a los caminos, recogieron la herencia del primer nombre dado a los cristianos - “los del camino”-, y pasaron de ser ricos a vivir como pobres mendicantes entre los pobres. Francisco pasó por el ojo de la aguja, no porque ensanchara el orificio de la aguja, sino porque redujo el “camello” hasta hacerlo delgadísimo. Hizo de “bienaventurados los pobres” su felicidad deseada y anhelada: «¡Oh, ignorada riqueza, tan preciosa! ¡Descalzo Egidio, sigue con Silvestro, y van hacia el esposo, por la esposa!» (Paraíso, XI, 84). Solo Dante podía encerrar en un solo verso el paraíso de Francisco.

El gran intento franciscano de distinguir la propiedad de los bienes de su uso no tuvo éxito. En 1322 el Papa Juan XXII rectificó la tesis de su predecesor Nicolás III, y estableció la imposibilidad del solo uso de los bienes, atribuyendo a la orden la propiedad de los bienes que usaban. La utopía concreta de los franciscanos no entró en el derecho de la Iglesia romana ni tampoco en la herencia económico-jurídica de Occidente. Pero no ha muerto, porque sigue desafiando a nuestras economías y a nuestros sistemas jurídicos.

La aventura de Francisco se cruza en muchos puntos con la historia teológica de la Europa cristiana. Mientras en Asís comenzaba su paradójica oikonomia, en la Iglesia romana se estaba llegando a una primera síntesis sobre el antiguo principio teológico del opus operatum (o ex opera operato). ¿De qué trata este principio? ¿Por qué es relevante para lo que estamos diciendo?

Se refiere a la relación que existe entre la dignidad, el honor y el mérito de los sacerdotes y la validez de sus actos y palabras. Al comienzo del segundo milenio, la Iglesia decretó que las condiciones subjetivas de los hombres de Iglesia no determinaban la validez de sus actos, porque los méritos que les daban eficacia no eran los del cura sino los de Cristo. El sacramento tiene eficacia intrínseca (es la misma obra la que opera) y esta no se ve invalidada por los pecados de la persona que lo administra, ni aumentada por sus méritos. Un proverbio que solía repetir mi abuela expresa bien lo que el pueblo entendió de aquella teología: «Haz lo que te diga el cura, pero no hagas lo que él hace». Un cura indigno no deja de ser cura, y sus liturgias y sacramentos no dejan de ser válidos y eficaces. Posteriormente Lutero convertirá en famoso y relevante este debate, y el Concilio de Trento afirmará la teología del opus operatum contra las críticas protestantes.

El monacato de los orígenes y después el franciscanismo no siguieron el camino del opus operatum. Ser franciscano es una forma de vida (la del Evangelio), y por tanto si la vida no es conforme, la sustancia del ser fraile queda invalidada. Un fraile que no viva como Cristo no es un fraile, ni una monja es una monja. Sus actos y sus palabras no son separables de su vida. Ciertamente, los monjes también pueden ser indignos, equivocarse, pecar, ser incoherentes, pero sus actos no están protegidos por ninguna teología del opus operatum. Esta es otra altísima pobreza.

Es cierto que la vocación religiosa franciscana (y la de los demás carismas) tiene una misteriosa objetividad que recuerda al opus operatum (la vocación no es un asunto moral, sino ontológico). Pero nada ni nadie garantiza a los frailes la eficacia objetiva de sus obras y palabras. La santidad de la liturgia es vicaria, sustituye a la de la persona. Nadie ni nada puede prometer que los hechos y las palabras de fray Mauro sean eficaces por el hecho de que se desarrollen como una forma de vida, pues ninguna forma de vida es de por sí eficaz ex opera operata. Esta es otra explicación de por qué estos movimientos - monacato y franciscanismo - que nacieron laicos, poco a poco se fueron transformando en comunidades masculinas compuestas casi enteramente por sacerdotes. El opus operatum les ofrece la esperanza de poder asentar sobre una base sólida sus frágiles palabras y su vida. Su forma de vida dice que son frailes, pero no produce objetivamente frutos franciscanos. Un franciscano indigno no tiene ninguna red de protección en la liturgia. Los frailes no son curas, aunque lleguen a serlo. Por esta razón, entre otras, la vida consagrada femenina en la Iglesia es guardiana de la forma de la vocación y de su altísima pobreza. En esta paradójica fuerza y debilidad radica el misterio de las vocaciones, la de Francisco y todas las demás, ya sean religiosas o civiles.

Cada institución humana busca desesperadamente su opus operatum, porque lo que más desea es separar la validez objetiva de sus propios actos de las cualidades subjetivas de sus personas, ya que sabe que esta dependencia la hace automáticamente vulnerable. A todos nos gustaría tener hospitales eficaces independientemente de las cualidades de los médicos y enfermeros, escuelas que produzcan cultura y educación sin depender del trabajo y la competencia de los maestros y profesores, o parlamentos que generen leyes inmunes a los vicios de sus políticos. Pero los carismas no pueden, por su naturaleza, alcanzar este paraíso. Son drásticamente dependientes de la calidad moral de su gente. Son mendigos de la fidelidad y el amor de sus personas, de las que dependen cada día, cada minuto. Una Misa puede ser válida aunque en la parroquia no quede ningún sacerdote digno, pero una comunidad religiosa se muere cuando desaparece la última persona fiel a su forma de vida.

La economía moderna encontró su opus operatum en el capitalismo, cuando separó las mercancías de las intenciones y de las cualidades morales de sus productores. Marx lo intuyó proféticamente, con su teoría de la “mercancía fetiche” y la “alienación”. Durante todo el Medievo, los productos del trabajo llevaban impresa la firma, aunque no se viera, de su autor. No podía separarse la mercancía de quien la había producido, y a partir del objeto era posible llegar al sujeto. En el mundo medieval era esencial la convicción de que los productos de la acción humana reflejaban las cualidades morales de sus creadores. La dimensión subjetiva de las cosas era inseparable del objeto.

En el capitalismo, el precio y el valor de la mercancía prescinden de las condiciones objetivas de su productor (y consumidor). Ese valor se convierte en ex opera operato, no depende de las condiciones subjetivas del agente. Las características morales de la persona no tienen efecto alguno sobre el valor de los bienes. Hasta tal punto es así que incluso, jurídicamente, inventamos la sociedad anónima, una ficción que nos permite separar la empresa de las personas que la componen y gestionan. En el valor de intercambio de las mercancías no quedan restos de aquellas personas «escondidas bajo la cáscara de las cosas» (El Capital). Esta despersonalización es esencial para el humanismo del capitalismo. Si así no hubiera sido, si se hubiera mantenido el vínculo entre las cosas y su productor, no habría nacido la producción en masa ni la reproducción infinita de las cosas para su consumo.

El opus operatum del capitalismo se ha intensificado mucho estos últimos años. Cada vez hay más procedimientos y protocolos que determinan la calidad de los bienes, en lugar de las características de las personas. Estos procesos, anónimos y despersonalizados (ejemplo: las certificaciones), no dependen de las cualidades éticas subjetivas de las personas, sino de la calidad objetiva de los procedimientos. La dirección empresarial se está convirtiendo en un conjunto de técnicas e instrumentos que, para tender a la perfección, deben depender lo menos posible de las dimensiones subjetivas de las personas. Es la antigua idea de la magia o (hoy) de la técnica como medio de salvación. Y esta ola está afectando también a las Iglesias y a las comunidades ideales.

Pero este mismo capitalismo está generando la superación de su opus operatum, y un paradójico acercamiento a la economía de la forma de vida. Sobre todo en ciertos sectores (el alimentario o el turismo, por ejemplo), ya no queremos mercancías desligadas de las personas: hemos vuelto a buscar a las personas escondidas dentro de las cosas. Queremos conocer las intenciones y las historias de los agricultores, de los empresarios, de los cocineros, para saber si son verdaderamente genuinos y auténticos. Es como si el lenguaje de los productos ya no fuera suficiente. También en la gestión empresarial se habla del carisma de los directivos, y los anónimos procedimientos están dando paso al talento del líder, a la personalidad y al genio de las personas. En las grandes crisis, los objetos mueren y regresa con fuerza la nostalgia de la mirada de las mujeres y de los hombres.

Los primeros franciscanos (Pedro Olivi), retomando la profecía de Joaquín de Fiore, creyeron que el último tiempo, el séptimo, sería el de la altísima pobreza de Francisco, a quien ellos consideraban profeta del último tiempo. Con el tercer milenio, hemos entrado en la era de los bienes comunes. Si seguimos sintiéndonos propietarios y señores de la tierra, de la atmósfera y de los océanos, solo conseguiremos destruirnos. Debemos aprender pronto a utilizar los bienes sin ser sus dueños. Debemos aprender rápidamente el arte del uso sin propiedad, el arte de Francisco. ¿Y si la economía del sine proprio fuera la de la era de los bienes comunes? ¿Será la oikonomia de Francisco capaz de salvarnos a nosotros y a la tierra?

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