El asombro ante lo que la vida EdC genera en una empresa donde se vive seriamente y en la cotidianidad del día a día.
de Pietro Comper
Querido Alberto: Deseo escribirte estas pocas líneas para transmitirte una reflexión que desde hace tiempo se me presenta al vivir el compromiso de la adhesión a la EdC en la Tecnodoor.
Desde hace algunos años me di cuenta de que dentro de la empresa se produce una continua dinámica en las relaciones de todo el personal, empezando por los trabajadores y trabajadoras de las diferentes oficinas, tanto técnicas como administrativas. He notado que entre ellos no solo hay un intercambio de ideas y opiniones, sino un deseo de ayudarse mutuamente en casi cualquier operación complicada que surge durante la jornada. Veo con mucha satisfacción que cada vez que resuelven un problema más o menos importante, tienden – si así se puede decir – a hacer fiesta, dando la impresión, a los clientes que llegan o están de paso, que alguien ha ganado algo o que están festejando un cumpleaños.
En verdad no es así, porque este modo de ser es constante incluso en los momentos en que algunos eventos crean un poco de tensión y desaliento. Inmediatamente nace de uno o de otro el entusiasmo por empezar de nuevo, atendiendo cualquier problema o malentendido que haya surgido, buscando por todos los medios resolver el caso y reponerse en la tranquilidad.
Este nuevo modo de comportarse se observa también en la parte productiva, en el taller donde el trabajo manual con máquinas implica una acción mucho más personalizada que grupal, con características de comportamiento particulares que en los años de mi vida como empresario he visto poquísimas veces. Es decir, veo que es normal ayudarse en el programa de producción; si uno o más compañeros se retrasan con la entrega del producto acabado, se vuelve espontáneo ayudarse para no retrasar todo el ciclo productivo, usando los modos más apropiados para no perder la caridad fraterna y resolver el problema no sólo al compañero en dificultad, sino indirectamente a la empresa misma.
La misma cosa la veo con atención en el entorno de los jóvenes que se ocupan del montaje de nuestros productos, que se desarrolla en la provincia o en las varias ciudades de Italia. Es cierto que a menudo veo en ellos el cansancio, pero en sus comentarios se siente también la satisfacción de haber puesto a tal o cual cliente un producto que, como ellos dicen, es una obra maestra: veo la satisfacción en sus ojos, la alegría de sus trabajos y el orgullo de recibir elogios de los clientes.
Desde hace algunos años la dirección de la empresa decidió mandar a todos, cada uno por la labor que realiza, a seguir cursos de actualización, tanto administrativa como profesional y de seguridad, para mantenerse al día con las nuevas leyes y tecnologías, incluidas las renovaciones de las patentes necesarias para conducir montacargas u otras maquinarias sofisticadas. Lo que me deja muy sorprendido es que todos van con gusto y después conversan para profundizar y poner en práctica lo que aprendieron. Esta es la experiencia con la que me encontré una y otra vez en todo este tiempo.
A lo largo del año varias veces alguno siente el deseo de vivir un verdadero momento de fiesta. No son nunca las mismas personas las que proponen. Alguno quizás propone hacer unas costillas un viernes a la noche, o una cena todos juntos invitando también a las familias. Pero la particularidad es que la fiesta y la cena deben hacerse en la empresa, ya sea en el patio o en el lote, y cada uno decide llevar algo para compartir. A veces terminamos probando comidas que son especialidades sicilianas, tirolesas o de Romaña. Para todos esta es la ocasión para conocerse y crear nuevas relaciones, entender las situaciones familiares de cada uno, crear las condiciones de ayuda mutua y formar, por así decir, una “familia”.
El personal de Tecnodoor está formado por veinticinco personas, más los artesanos externos que igualmente siempre participan en estos momentos de reencuentro y de fiesta; a veces somos unas setenta u ochenta personas.
Es conmovedor lo que pasó a finales del invierno pasado en una excursión a pie organizada para ver el amanecer en la cima del monte Stivo, a casi dos mil metros de altura: un episodio que me contó mi hijo Damiano.
Una vez todos en la cima después de tres horas de camino en la noche ayudándose entre sí, se encontraron en las proximidades del refugio que en ese momento estaba cerrado. Prendieron el fuego para calentarse y para desayunar al aire libre todos juntos. Damiano me contó que había entre ellos una atmósfera hermosa, casi paradisíaca: terminaron cantando todos juntos y contándose momentos particulares de la vida de cada uno.
En un momento sucedió algo muy particular. Damiano, que suele ir en verano a la cima con su perro, descubrió que uno de los empleados mecánicos, Lucas*, a quien se le había muerto el padre, había puesto a un costado de la cruz de la cima una imagen del Padre Pío. Pocas semanas antes había muerto también el padre de Marcos*, diseñador de origen napolitano; Damiano entonces le propone a Lucas de juntarse con Marcos* y explicarle que nosotros los trentinos, como buenos montañeros, cuando alcanzamos la cima tenemos la impresión de estar más cerca de nuestros seres queridos de allá arriba. Subieron y, una vez en la cruz, en el silencio se abrazaron y lloraron juntos conmovidos.
¿Qué quiere decir para mí este hecho raro e insólito vivido entre colegas que, además de compartir los problemas del trabajo, en momentos particulares como estos, consiguen realizar una comunión del alma compartiendo también el dolor que cada uno tiene en su corazón?
Creo que todo lo que en estas pocas líneas se describe no es más que el resultado de una vida vivida y dedicada a la economía de comunión, que se manifiesta en su plenitud creando lentamente un ambiente de trabajo que no sólo es hermoso e interesante sino que poco a poco se convierte en Sacro, tanto como puede serlo una catedral.