Mind the Economy, serie de artículos de Vittorio Pelligra en Il Sole 24 ore.
publicado en Il Sole 24 ore del 01/05/2022
La pandemia ha causado millones de muertos en todo el mundo y para combatirla se ha realizado un esfuerzo colectivo internacional. Paradójicamente, un esfuerzo parecido nos involucra en una guerra cuyo resultado, en términos de vidas humanas, esperemos que no se acerque ni siquiera de lejos a este trágico balance. Este es el escenario en que llega este primero de mayo, fiesta del trabajo, fiesta de los trabajadores. Por una parte, los cuidados sanitarios y la producción de la vacuna encaminados a salvar vidas. Por la otra, la producción de armas y el oficio de la guerra encaminados a destruir y matar. Entre estos dos extremos hay una enorme variedad de actividades: nuestros trabajos, que no son todos iguales.
Hay quien produce y usa bombas de racimo, quien ha proyectado los «papagayos verdes» pensados para mutilar niños, las bombas de fósforo o las termo báricas que producen nubes explosivas que se incendian para dejar literalmente sin aire a las víctimas. ¿Verdaderamente podemos decir que estos trabajos son dignos? ¿Todos los trabajos son igual de dignos? En este primero de mayo, fiesta de los trabajadores, habría que afirmar con claridad y valentía que no todos los trabajos son igual de dignos e igual de necesarios, que no todos los trabajos tienen el mismo valor.
Un trabajo digno, medida de civilización.
La civilización de un país, de una cultura, de nuestra cultura europea y occidental no puede no medirse hoy por su capacidad de imaginar, generar y ofrecer trabajo digno para todos. No cualquier trabajo, sino trabajos dignos. Resulta verdaderamente paradójico que, mientras Keynes en los años 30 preveía para final del siglo la posibilidad de trabajo para todos pero no más de quince horas a la semana, hoy, el trabajo parece no tener horario y sobre todo parece haber perdido, en muchos casos, su significado. Es una cuestión sobre la que nadie parece estar dispuesto a hablar.
Hace tiempo escribía David Graeber: «¿Se puede imaginar algo más desmoralizador que despertarse cada mañana para realizar una tarea que en nuestro interior creemos que no debería realizarse porque solo es una pérdida de tiempo o de recursos, o bien porque hace que el mundo sea peor? ¿No representa una terrible herida psíquica para nuestra sociedad? Probablemente sí, pero es uno de los problemas de los que nadie parece querer hablar» («Bullshit Jobs», 2018). Hay trabajos que empeoran el mundo y el hecho de que multitud de trabajadores queden atrapados en ellos, tal y como nos dicen los datos de estudios recientes, produce multitud de heridas psíquicas que, aunque no sangren, no causan menos dolor que las heridas físicas.
Es cierto que necesitamos trabajo, pero sobre todo necesitamos trabajo digno. Los jóvenes que dan cuerpo a la great resignation, la «gran dimisión» nos dicen esto, al igual que las trágicas «muertes por desesperación» que afligen a los Estados Unidos desde comienzos de siglo. El trabajo es indispensable pero «sentirse útil e incluso indispensable» lo es aún más, como escribía Simone Weil. Se trata de una verdadera «necesidad vital del alma» de la que el desempleado se ve privado, como también quien se encuentra atrapado en un trabajo socialmente inútil o incluso perjudicial.
La búsqueda de sentido (también) en el trabajo.
Somos una civilización en busca de sentido, también en el trabajo, quizá sobre todo en el trabajo. En «Memorias de una casa de muertos», Dostoyevski escribía: «Una vez me vino el pensamiento de que si quisiéramos aplastar totalmente a un hombre, anonadarlo, castigarlo con el castigo más terrible (…) bastaría simplemente con conferir al trabajo un carácter de auténtica y total inutilidad y absurdez. Si el actual trabajo forzoso es aburrido y falto de interés para el forzado, sin embargo, en cuanto trabajo, es sensato: el detenido hace ladrillos, excava la tierra, pone piedra, construye: en este trabajo hay un sentido y una finalidad. El trabajador forzado a veces llega a apasionarse, quiere realizarlo con más habilidad y eficacia, hacerlo mejor. Pero si, por ejemplo, se le obliga a trasvasar agua de un cesto de mimbre a otro, o a triturar arena, o a arrastrar un montón de tierra de un lugar a otro, yo creo que el detenido se ahorcaría en pocos días, o cometería mil delitos para morir con tal de salir de semejante humillación, vergüenza y tormento».
A pesar de la condición de encarcelamiento y privación de libertad y del durísimo trabajo que él, como miles de compañeros suyos, están obligados a realizar por la fuerza, el verdadero tormento, nos dice Dostoyevski, no está en la dureza del trabajo, ni siquiera el trabajo forzado, sino más bien en la percepción de su inutilidad. Sentido y finalidad son dos cosas que hacen que un trabajo, incluso durísimo como el forzado, sea paradójicamente tolerable e incluso «apasionante».
Una situación parecida, por la dureza de las condiciones y la incongruencia de la actitud de compromiso y dedicación, es la que describe Primo Levi en una entrevista a Philip Roth: «En Auschwitz noté a menudo un fenómeno curioso: la necesidad del “trabajo bien hecho” está tan radicada que impulsa a realizar bien incluso el trabajo impuesto de forma esclavista. El albañil italiano que me salvó la vida, llevándome comida a escondidas durante seis meses, detestaba a los alemanes, su comida, su idioma, su guerra; pero cuando lo ponían a levantar tabiques, los hacía rectos y sólidos, no por obediencia sino por dignidad profesional».
En su interpretación del mito de Sísifo, condenado por Zeus a hacer rodar una roca desde la base hasta la cima de una montaña para después verla caer nuevamente desde la cima dispuesta a ser de nuevo impulsada hasta la cima, Albert Camus señala que la verdadera pena no tiene que ver tanto con el esfuerzo que Sísifo se ve obligado a realizar, ni tampoco con la repetitividad del gesto, sino con lo absurdo de la tarea a la que ha sido condenado, a su total inutilidad, a su falta de sentido.
Es cierto que las precondiciones materiales para el bienestar de los trabajadores aún están lejos de ser satisfechas – la seguridad, una retribución adecuada, la representación plena, la estabilidad, la protección social, etc. – pero soy de la idea de que las reivindicaciones con respecto a estos temas pueden adquirir aún más fuerza y razón se si incluyen en el ámbito de una lucha colectiva encaminada a la reivindicación de un trabajo digno, significativo, útil y sensato. Hay algo enfermo en un sistema económico y social que no reconoce este punto.
Cuando el trabajo se convierte en una «expropiación» de la existencia.
No tiene sentido el trabajo por el trabajo, cuando este nos hace enfermar y es instrumento de una verdadera «expropiación existencial». Merece la pena luchar por el trabajo digno y sensato, por un trabajo que no sea primariamente una mercancía de intercambio en cualquier mercado, sino un camino de humanización, de realización, de crecimiento individual y colectivo. Esto no puede ser un lujo para unos pocos. En el futuro próximo, que en muchos casos ya es presente, el desempleo no estará vinculado, paradójicamente, a la falta de puestos de trabajo, sino al hecho de que la demanda de competencias no va acompasada con el crecimiento en la formación de estas competencias.
Demanda y oferta van a velocidades diferentes y cuanto mayor sea esta diferencia mayor será la cuota de no empleables en los próximos años. No es tolerable ante un escenario de este tipo que todavía haya regiones en Italia donde más de la cuarta parte de los estudiantes no terminan su proceso de formación y abandonan la escuela precozmente. ¿Qué futuro estamos preparando para estos jóvenes? ¿Trabajos dignos o trampas existenciales? Es un problema que afecta a todos. La política a menudo es miope e incapaz de tener una visión a más largo plazo. Las asociaciones de empleadores y de trabajadores todavía están ocupadas prevalentemente en otros frentes, y las familias se sienten frágiles y desorientadas ante cambios tan repentinos.
Ojalá la fiesta de los trabajadores pueda convertirse cuanto antes en la fiesta del trabajo digno. Una fiesta que no se celebre solo bajo la irrenunciable enseña de la justicia retributiva – oportunidades, seguridad, lucha contra las desigualdades, ingresos dignos – sino que haga suyas las instancias de la justicia contributiva: la tutela y la promoción de las condiciones gracias a las cuales los ciudadanos y los trabajadores puedan contribuir significativamente al bienestar de sus comunidades y obtener de este modo, en palabras de Michael Sandel «El reconocimiento y la estima social, que va de la mano de la producción de lo que los demás necesitan y aprecian». Así pues, estemos atentos a que la retórica que muchas veces rodea la fiesta de los trabajadores no nos lleve a contentarnos con la petición de trabajo por el trabajo, siempre y de cualquier manera. Porque el trabajo es esfuerzo y cansancio y también por eso tiene razón de ser cuando es digno y bueno, útil y humanizador. Este es el trabajo que deberíamos generar y nos gustaría celebrar.