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Para aprender a resurgir

Profecía e historia /1 – No tener miedo de la vida ni de las palabras de carne para narrar al hombre y a Dios.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 02/06/2019

«Un antiguo maestro de la Misná, Ben Bag Bag, decía: «Vuelve a ella una y otra vez, todo está en la Torá [Ley]». Todo está en la Torá, pero es necesario darle una vuelta y luego otra. Dios ha hablado, pero el hombre debe poner el comentario».
Paolo De Benedetti
, Introducción al judaísmo.

Comienza aquí el comentario a los libros de los Reyes, e inmediatamente surgen las ambivalencias, las ambigüedades y los enredos de David y Salomón, que nos dicen que la salvación no necesita de la pureza ni de la inocencia para actuar y permitirnos volver a empezar.

Cuando su pueblo construyó un becerro de oro y lo adoró en las faldas del monte Horeb, Moisés entró en una profunda crisis. En medio de aquel gran fracaso, sintió la necesidad de fortalecer su fe y le pidió a su Dios YHWH: «Déjame ver tu gloria» (Éxodo 33,18). De vez en cuando, tras las rebeliones, traiciones e infidelidades propias y ajenas, renace en nosotros con fuerza la misma petición de Moisés. Advertimos la necesidad de volver a ver la “gloria” que vimos el primer día, para seguir creyendo y viviendo. Y también de vez en cuando, nuestra petición es acogida. La lectura de la Biblia es una posibilidad concreta y maravillosa de volver a ver la “gloria” durante las crisis individuales y colectivas y también después, cuando ya no nos basta el recuerdo de lo que vimos ayer y en el interior aflora invencible la misma petición tremenda y hermosa, que nos sorprende: déjame ver tu gloria. La Biblia es también eso: una teofanía que nos espera cada día, siempre que la llamemos.

Los “libros de los Reyes” comienzan con la conclusión de la vida del rey David, cuyo relato se había iniciado en los libros de Samuel. Por tanto, el espectáculo de engaños, enredos, homicidios, fratricidios y violencias continúa, y con él la tendencia de los antiguos hebreos a no temer la ambivalencia de su propia historia ni de la historia humana. Esta ambivalencia y esta ambigüedad son características de la historia sagrada, que es una narración de la acción de Dios entrelazada con la historia de los hombres y por tanto con sus pecados.

Los libros de los Reyes fueron escritos, o al menos terminados, durante los primeros años del exilio babilónico, después de la gran tragedia de la conquista de Jerusalén por Nabucodonosor en el año 587 a.C., y la destrucción del templo de YHWH. Así pues, sus destinatarios eran los exiliados en Babilonia, pero también los supervivientes que habían permanecido en Jerusalén y una significativa comunidad que había emigrado a Egipto. Sus condiciones eran distintas, pero todas ellas estaban atravesadas y marcadas por algunas nuevas, grandes y urgentes preguntas del pueblo de Israel (y nuestras): ¿Sigue teniendo sentido creer en un Dios YHWH que ha sido derrotado? ¿Puede un Dios derrotado seguir siendo verdadero? ¿La alianza y la promesa son una simple ilusión, un engaño? ¿Seguimos teniendo, como pueblo, una misión universal o nuestro tiempo ya ha pasado? ¿Qué religión y qué culto son posibles con el templo de Salomón destruido? ¿Y si los únicos dioses verdaderos fueran los dioses, mucho más simples, de los demás pueblos? ¿Qué mensaje tienen hoy para nosotros las historias de los patriarcas, de Moisés, del Sinaí y del mar abierto? ¿Son solo recuerdo del pasado o son también prenda de futuro?

La historia de los libros de los Reyes intenta responder a estas (y a otras) preguntas. Son libros de teología narrativa e histórica, en los que se atribuye gran importancia a la profecía. No es casual que estos libros contengan muchos capítulos dedicados a dos profetas fundamentales para toda la Biblia: Elías y Eliseo. Son historia y teología profética, son historia y profecía, porque en la Biblia la historia es profecía. La historia humana es el lugar en el que Dios comunica sus mensajes a través de las palabras y los gestos de los profetas. Si quieres conocer a Dios, aprende a leer la historia humana. Este es, tal vez, el primer y principal mensaje de la Biblia, que se convierte también en mapa y diccionario para orientarse en esta difícil lectura. El estudio de los textos bíblicos es un ejercicio de hermenéutica de la historia contemporánea. ¿Qué es lo que hace el pueblo hebreo, destruido, herido de muerte, conocedor del hambre y los trabajos forzados, recorrido por conflictos religiosos y políticos, para encontrar sentido al pasado e imaginar un futuro posible y por tanto conectado con un pasado no vano? Comienza a escribir una historia. En su depresión colectiva más profunda, ese pueblo distinto se pone a contar el pasado para hacer resurgir el presente. Y este mensaje es espléndido para nosotros, herederos de aquellos escritores bíblicos, que vivimos tiempos parecidos. Si queremos y debemos volver a empezar después de las pruebas más grandes, pero nos sentimos heridos, desalentados, como un pequeño rebaño desperdigado y atemorizado, siempre podemos intentar contar una historia. En nuestro extravío y en nuestra depresión colectiva, podemos dejar de llorar e intentar resurgir recurriendo al último capital que nos queda: el capital narrativo, que es herencia y don. Podemos encontrar un hilo de oro y dibujar bordados de luz en la oscuridad. Después, como en la técnica japonesa del Kintsugi, podemos usar el oro del hilo que hemos encontrado para recomponer los trozos de la vasija rota, donde las cicatrices se convierten en la parte más noble de la nueva creación. No entenderemos la Biblia ni la historia de muchas comunidades, si no acometemos seriamente la narración del pasado como re-creación del futuro.

Con esta mirada, que es también una súplica, comenzamos nuestra lectura: «El rey David ya era viejo, de edad avanzada; por más ropa que le echaban encima, no entraba en calor. Los cortesanos le dijeron: “Sería conveniente buscarle al rey, mi señor, muchacha soltera, que atienda y asista a su majestad; cuando duerma en sus brazos, su majestad entrará en calor”. Entonces fueron por todo el territorio israelita buscando una joven hermosa; encontraron a Abisag, de Sunán, y se la llevaron al rey. Era muy hermosa» (1 Re 1,1-4).

Al principio de los libros de los Reyes nos encontramos con un David viejo, en cama e incapaz de entrar en calor. En el mundo antiguo, el vigor sexual de los reyes en era muy importante. Un rey impotente era señal y mensaje de la impotencia de su reino. Por consiguiente, reactivar la virilidad apagada era una cuestión más política que médica. Introducir una nueva mujer, joven y «muy hermosa», en el harén de la corte, les pareció a los funcionarios la mejor solución. Pero no funcionó: el rey no mantuvo relaciones con la bellísima Abisag: «Ella atendía al rey y lo cuidaba, pero el rey no se unió a ella» (1,4). Junto con David, vuelve la mujer, una constante para bien y para mal en la vida de David. Por la belleza de una mujer, Betsabé, David cometió su mayor pecado. Pero posiblemente en la Biblia ningún otro hombre como él haya sabido entender, escuchar y dialogar con las mujeres.

Una primera lectura de este conocido episodio nos lleva a empatizar con este viejo rey que, al llegar al final de su vida, trata de responder a la muerte con un último reclamo a la vida. Eros contra thanatos. Y a través de David, un personaje muy querido por la Biblia, podemos intentar ver a muchos hombres (y a algunas mujeres) que en la última etapa de su vida buscan compañeras y compañeros más jóvenes, creyendo de este modo alejar la muerte que avanza inexorable por el horizonte. Gracias al afecto por David, tal vez podamos verlos sin condenarlos e incluso darles un rayo de pietas humana (la Biblia es también un banco donde tomar prestadas, sin interés, palabras buenas acerca de las debilidades humanas).

Pero, mientras vemos a David, no podemos dejar de fijarnos también en Abisag, una muchacha, una mujer, una persona frágil, usada por la política palaciega (algo común en distintas culturas y en distintos tiempos). Algunas veces volveremos a leer los relatos bíblicos poniéndonos al lado de las víctimas, muchas de ellas mujeres. El episodio del frío de David adquiere otra luz visto con los ojos de esa muchacha, probablemente muy joven, que es arrancada de su familia y llevada a la corte para calentar la cama del rey. Intentemos permanecer un poco a su lado, y con ella al lado de tantas muchachas que siguen “calentando” a los poderosos sin haberlo elegido, arrastradas a sus camas por su propia pobreza y por la fuerza de otros. Y después, si somos capaces y no nos quedamos inmóviles por el dolor, sigamos leyendo el resto de la historia: «Mientras tanto, Adonías, hijo de Jaguit, ambicionaba el trono (...) Era muy apuesto y más joven que Absalón. Se alió con Joab, hijo de Seruyá, y con el sacerdote Abiatar, que apoyaron su causa. En cambio, el sacerdote Sadoc, Benayas, hijo de Yehoyadá, el profeta Natán, Semeí y sus compañeros y los guerreros de David no se unieron a Adonías» (1,5-10).

Adonías era uno de los hijos supervivientes de David, hermano mayor de Salomón. Como su hermano Absalón, muerto durante la guerra civil contra David, era alto y guapo, ostentaba un derecho de primogenitura, y por tanto era candidato a suceder al padre en el trono. En el texto aparecen otros personajes clave que también estaban presentes en los libros de Samuel, en particular Joab, el general sanguinario de David y Semeí, el que maldijo a David cuando huía de Jerusalén en la guerra civil con su hijo Absalón; y en el partido opuesto, el profeta Natán, en su papel de profeta de la corte, ambivalente también él como el mundo de poder en el que vivía. Veremos que no ser falso profeta no es garantía suficiente para evitar ser un profeta de parte y ambiguo. Veremos de nuevo banquetes comunes que, en lugar de ser momentos de convivencia fraterna y de comunión, se pervierten y se convierten en lugares de conflictos, homicidios y fratricidios, en los que también participarán David y Salomón. Tal vez nos quieran decir que si David y Salomón, a pesar de sus muchos pecados y enredos, fueron elegidos por Dios, hablaron con él y tuvieron su sabiduría y su bendición, también nosotros podemos esperar hablar con los ángeles y ser bendecidos por Dios y por su sabiduría sin abandonar la ambivalencia de nuestra condición humana. La Biblia nos sigue amando así, con estos mensajes de extraordinaria esperanza carnal y espiritual, divina y humana, santa y pecadora. Como David, como Salomón, como nosotros.

No entraremos en la gran belleza y sabiduría de los libros de los Reyes si tenemos miedo de los pecados de los hombres y de las mujeres, si los leemos buscando en ellos una palabra pura en cuanto depurada de escorias humanas. Los libros de los Reyes (y la Biblia entera, el antiguo y el nuevo testamento) solo se abren para quienes no se escandalizan de la humanidad completa, propia y ajena, porque es desde el interior de los abismos de las maldiciones desde donde nos conducirán a las cimas de sus bendiciones más verdaderas. Hay demasiadas palabras de vida que no nos llegan porque, asustados por su envoltorio de dolor y de pecado, las inmovilizamos y no las dejamos entrar en nuestra carne, para que puedan curarla y redimirla. Nosotros intentaremos dejarnos tocar por las palabras de carne de estos libros, con valentía y sin miedo de su humanidad. Por eso, nos podemos esperar cualquier cosa.

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