El signo y la carne

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El esencial arte de vaciar

El signo y la carne/5 – Las idolatrías, y no los ateísmos, son los enemigos más peligrosos de las religiones. 

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 02/01/2022

«Solo con el conocimiento podemos llegar a un nivel real de amor. Solo si experimentamos alegría al descubrir la inesperada aparición de una flor o el rápido aleteo de un pájaro que hace tiempo que no vemos, comprenderemos qué significa la naturaleza para nosotros y hasta qué punto nuestra alma se refleja en su belleza. Y por qué es importante dar la batalla para preservarla de la destrucción que nosotros mismos causamos».

Susanna Tamaro, Invisibile meraviglia.

Oseas nos describe una de las enfermedades religiosas más graves y potentes vinculada a la corrupción de los sacerdotes de todos los cultos y de todas las épocas.

En la Biblia la palabra hesed tiene muchos significados, todos ellos relacionados con alguna forma de reciprocidad. Cuando se niega el hesed se rompe una relación, se traiciona un pacto. En el humanismo bíblico la traición de la alianza con Dios por parte de los hombres producía también un desorden cósmico, devolvía el mundo al caos anterior al acto creador y ordenador. La desobediencia humana generaba también la aridez de la tierra, la marchitez de las plantas y el sufrimiento de los pájaros, de los animales, de los peces. Todo lo que está vivo sufre cuando dejamos de ser guardianes y nos volvemos destructores: «Escuchad la palabra del Señor, hijos de Israel: el Señor pone pleito a los habitantes del país: ya no hay verdad ni lealtad ni conocimiento de Dios en el país, sino juramento y mentira, asesinato y robo, adulterio y libertinaje, homicidio tras homicidio. Por eso gime la tierra y se marchita todo lo que en ella habita: hasta los animales salvajes, hasta las aves del cielo, incluso los peces del mar perecen» (Oseas 4,1-3). 

«Escuchad la palabra del Señor» es algo más que una invitación formal a la escucha en la asamblea. Es una señal con la que los profetas dicen a su auditorio que van a pronunciar palabras distintas. Este es un mensaje duro, palabras de un Dios en pleito (rib) con su pueblo. Es el alegato ante un tribunal, donde el profeta es el abogado de Dios. Las acusaciones son muy graves: perjurio, homicidios, robos, adulterio, delitos que han ocupado el lugar de la sinceridad, del hesed y del conocimiento de Dios. Y como corolario de la acusación encontramos la palabra sobre el sufrimiento de la creación, una de las palabras más proféticas de Oseas y de toda la Biblia. En el siglo octavo antes de Cristo, los efectos sobre toda la creación de la traición del hesed por parte de los hombres todavía eran poco evidentes, pero hoy podemos constatar la verdad del vínculo profundo entre nuestra falta de cuidado de la tierra y la vida de las plantas, los animales y el planeta. Este es el humanismo cósmico, la cosmología humana de la Biblia, donde todo está verdaderamente conectado, en el cuidado y en la falta de cuidado. Si el Adam no es guardián de la tierra (adamah) se vuelve Caín, el no-guardián, y toda la tierra huele a sangre.

«Pero no hay que acusar a cualquiera, no hay que condenar a cualquiera: contigo va mi pleito, sacerdote (kohén)… Perece mi pueblo por falta de conocimiento. Porque has rehusado el conocimiento, yo te rehusaré de mi sacerdocio… Cuantos más son los sacerdotes, más pecan contra mí… Se alimentan del pecado de mi pueblo y con sus culpas matan el hambre» (4,4-8). Estamos frente a una de las críticas más fuertes y duras que los profetas hayan dirigido nunca a los sacerdotes y a la clase sacerdotal. La polémica con respecto a los sacerdotes del templo es una constante en la profecía bíblica, que en estos versos toca uno de sus vértices teológicos y literarios. La acusación del “abogado” Oseas está clara, como está clarísimo quién es el imputado. Denuncia a los sacerdotes, porque desvían al pueblo hacia cultos equivocados, y lo hacen por razones ínfimas y vergonzosas, usando al pueblo para servirse a sí mismos. Y Dios los rechaza. 

Esta crisis se desenvuelve totalmente dentro del mundo religioso. Es su primera y radical perversión, el origen de toda forma de abuso. Hoy las crisis religiosas pueden adquirir otras formas, como la que niega la idea misma de Dios y considera la religión como un autoengaño. En el mundo de Oseas, las críticas ateas eran imposibles e impensables. Las crisis profundas eran (son) las que él describe: las personas seguían siendo religiosas, seguían viviendo su vida en un ambiente sagrado, con cultos, liturgias y sobre todo sacrificios, y comenzaban progresivamente a adorar a otros dioses distintos de YHWH, pero gracias a los sacerdotes desnaturalizados muchos no eran conscientes de ello. Es probable que los sacerdotes siguieran llamando a los nuevos ídolos con el mismo nombre: YHWH – no hay que olvidar que el nombre del becerro de oro, el símbolo de todos los ídolos, era YHWH –. Estas perversiones generalmente acaban más allá del punto de no retorno, porque es posible volver a casa de las traiciones mientras esté clara la distinción entre el primer amor y el nuevo; pero cuando el nuevo dios mantiene la semblanza y el nombre del primero, cambiando día tras día de naturaleza, la conversión es casi imposible. No volvemos a casa porque pensamos que no hemos salido de ella. Por eso, los enemigos más peligrosos de las religiones son las idolatrías y no los ateísmos – incluida la idolatría consumista-nihilista de nuestro tiempo –, porque el ídolo ocupa el lugar de Dios y casi nunca nos damos cuenta de ello durante la transición. Nunca nos daríamos cuenta sin los profetas.

Aquí Oseas dice que en el comienzo de esta traición están los sacerdotes, y que se trata de una traición del conocimiento de Dios: «El pueblo incauto va a la ruina» (4,14). Los sacerdotes empiezan a profesar falsas doctrinas y lo hacen de mala fe, porque mienten a su gente sabiendo que mienten. Perece mi pueblo por falta de conocimiento (v. 6): es el mismo grito pronunciado por Pablo VI en la Populorum progressio (nº 85), una de las claves de lectura más potentes de nuestro tiempo y de todos los tiempos. Una religión sin un correcto conocimiento de Dios es una de las trampas antropológicas más perfectas. Pero no se trata de conocimiento teológico o intelectual. El conocimiento bíblico es antes que nada carne, vida, sangre. Siempre ha habido un conocimiento popular verdadero, si bien mezclado con el falso (siempre ha habido sacerdotes deshonestos), que hacía que nuestras abuelas (de Las Marcas) no cortaran el pan el 28 de diciembre para no tener que empuñar el cuchillo el día de la matanza de los inocentes. No era un conocimiento teológico, pero sí un conocimiento verdadero de Dios, porque verdadera era su experiencia de Dios. La no-verdad del conocimiento de Dios se manifiesta en la no-sinceridad, sobre todo en la de los sacerdotes, que saben lo que deberían hacer y sin embargo hacen lo contrario para perseguir sus intereses. Este no es el pecado de los ignorantes, sino el pecado gravísimo de los que saben y no hacen, que en los sacerdotes es especialmente grave y perverso porque arruinan la fe sincera de la gente, que termina venerando sinceramente a dioses falsos. Cuando esto ocurre – y ocurre – los sacerdotes hablan de un dios de papel, parlotean de religión sin tener ninguna experiencia espiritual. Es la enfermedad más grave de las religiones. Pero, gracias a Dios, la vida es más grande que nuestras perversiones, y puede ocurrir que personas sinceras y manipuladas venzan incluso la corrupción de sus jefes y tengan experiencias verdaderas dentro de cultos mentirosos.

Oseas nos proporciona un análisis despiadado de la anatomía de esta enfermedad mortal. Pronto la celebración del culto comienza a transformarse en un oficio lucrativo, y la liturgia y el culto dejan de ser un medio y se convierten en un fin. El primer efecto de esta perversión es la multiplicación de cultos y del número de sacerdotes (v. 7). Mientras la verdadera religión es administrada por sacerdotes que reducen su peso y número para liberar el ambiente sagrado y dejar espacio a la escucha de la “sutil voz de silencio”, el sacerdote perverso aumenta su propio peso, su propio espacio y su propio número, porque con cada acto de culto más aumenta su ganancia y su poder. Los profetas siempre han repetido a los sacerdotes: no ocupéis el espacio de Dios, sed guardianes de un campo libre donde el espíritu-ruah pueda soplar ligero sin encontraros a vosotros y a vuestras vestimentas sagradas como piedras de tropiezo. Es muy dura la vida espiritual del hombre religioso, porque debe ejercitar cada día el “arte de vaciar”.

La frase del versículo 8 es potente: se alimentan del pecado de mi pueblo. Es una de las mejores definiciones de la degeneración que sufren las religiones basadas en el mecanismo culpa-expiación. Si el centro de la vida religiosa de las personas y de las comunidades es la gestión de las culpas a través de los sacrificios de expiación, es casi inevitable que antes o después aflore en los administradores de esta empresa (los sacerdotes) una tentación casi invencible: imponer primero una “tasa” sobre los sacrificios de expiación y hacer después que las culpas/pecados a expiar aumenten, sobre todo a través de la teología de lo puro e impuro. Pero lo cierto es que en las religiones de la culpa-expiación el peso y el poder de los sacerdotes es grande y tiende a aumentar y a convertirse en el único poder. Esta es la primera raíz del clericalismo. Oseas nos dice que a través de estos dos caminos – ganancias y poder – los sacerdotes se alimentan del pecado de mi pueblo, de una iniquidad de los fieles inducida para aumentar el poder y las ganancias. Una oikonomia perfectamente autárquica, donde los consumidores son los mismos productores. Y así, en las religiones de la culpa-expiación la casuística de los pecados se amplía, aumentan los manuales para confesores y se acaba anunciando a un Dios misericordioso a gente que se siente cada vez más pecadora y por tanto necesitada de perdón – el mismo énfasis en el Dios misericordioso puede ser ambivalente, porque puede ser usado para alimentar la cultura de la culpa –.

Oseas nos recuerda que forma parte de las buenas religiones la dialéctica entre los sacerdotes que llenan el templo de cosas, cultos y ministros y los profetas que tratan tenazmente de vaciarlo de cosas, cultos y ministros, colocándose como centinelas-guardianes en la puerta del templo. Porque saben que cuando en el templo comienzan a entrar objetos sagrados, con ellos también entran los ídolos, y al final se quedan solo estos: «Efraín se ha aliado con los ídolos, después de emborracharse se han entregado a la prostitución, han preferido la deshonra a la gloria» (4,17-18). No sabemos lo que ocurría en los altares de las alturas en tiempos de Oseas (v. 11-14). Parece que los israelitas habían adoptado algunos ritos de los pueblos vecinos, donde, quizá, a los fieles, acostándose con prostitutas sagradas y los sacerdotes con mujeres jóvenes – «hijas y nueras»: v. 13 – se les prometía fertilidad y bendiciones (prácticas manipuladoras que no han desaparecido).

La conclusión de Oseas parece desesperanzada: «Un huracán los envolverá en sus alas y se avergonzarán de sus sacrificios» (4,19). De estas crisis perfectas nadie sale solo. Hace falta un goel, un libertador. Un profeta verdadero, que comience a vaciar nuestro templo hasta dejarnos ver de nuevo las estrellas. La Biblia la escribieron sacerdotes y profetas juntos, pero la han salvado los profetas, severos centinelas de las murallas de la ciudad y del templo, celosos guardianes de las puertas de nuestra alma. ¡Feliz año!

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