El misterio revelado/12 - El “libro abierto” del Eterno nos dice que la última palabra no la tienen los monstruos.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 19/06/2022
«Debes saber qué hay por encima de ti: un ojo que ve, un oído que escucha y todas tus acciones escritas en el libro».
Rabbi Yehudah ha Nasi, Pirqe ’Abot
Las cuatro fieras monstruosas del sueño de Daniel nos introducen en el misterio de la iniquidad del mundo y de aquellos que lo dominan, pero también nos dan una esperanza concreta.
Una de las lenguas que Dios habla son los sueños. Cuando en la Biblia se mencionan los sueños, los dos primeros nombres que vienen a la memoria son los de Daniel y José. Dos hombres parecidos y distintos: ambos soñadores e intérpretes de los sueños de otros. José comienza su amistad con los sueños soñando, y sus sueños grandes le acarrean la envidia de sus hermanos. Vendido como esclavo, llega a Egipto y allí, en una cárcel, empieza a interpretar los sueños ajenos. Daniel, por su parte, en el exilio, empieza explicando los sueños tremendos y difíciles de Nabucodonosor, rey de Babilonia, y después de haber interpretado los sueños de los demás, un día, de adulto, comienza a soñar también él. En las vocaciones proféticas algunas veces se empieza soñando y se acaba ayudando a los demás a soñar. Otras veces la vida nos lleva a ocuparnos inmediatamente de los sueños de los demás, a intentar entender sus visiones y sus pesadillas, y después de haber gastado los años mejores y casi todas las fuerzas liberando a los demás de sus sueños peores y explicando los más hermosos, una noche, agotados, nos dormimos, y en lo que parecía una noche como las demás finalmente comenzamos a soñar.
Hemos llegado a la mitad de nuestro camino con Daniel. El capítulo 7 es el centro de su libro. Es uno de los textos más conocidos de toda la Biblia y uno de los más complejos para los exegetas e historiadores. Es también uno de los pasajes que más ha influido en el Nuevo Testamento y en la fe y la apocalíptica medieval (Joaquín, Hildegarda). Es el capítulo de las cuatro bestias y el Hijo del hombre. En el capítulo 6 estábamos en Babilonia, bajo la dominación persa del rey Darío. Ahora retrocedemos unos años: «El año primero de Baltasar, rey de Babilonia, Daniel tuvo un sueño, visiones mientras dormía. Al punto escribió lo que había soñado» (Daniel 7,1). Daniel comienza a soñar. Este es su sueño-visión: «Tuve una visión nocturna: los cuatro vientos agitaban el océano. Cuatro fieras gigantescas salían al mar, las cuatro distintas» (7,2-3). Nos encontramos en un ambiente mitológico, tal vez bajo la influencia del Enuma Elish, un relato babilónico sobre la creación del mundo y las empresas del dios Marduk: «La primera era como un león con alas de águila; mientras yo miraba, le arrancaron las alas, le alzaron del suelo, le pusieron en pie como un hombre y le dieron mente humana. La segunda era como un oso medio erguido, con tres costillas en la boca, entre los dientes. Le dijeron: ¡Arriba! Come carne en abundancia. Después vi otra fiera como un leopardo, con cuatro alas de ave en el lomo y cuatro cabezas. Y le dieron el poder. Después tuve otra visión nocturna: una cuarta fiera, terrible, espantosa, fortísima, tenía grandes dientes de hierro, con los que comía y descuartizaba, y las sobras las pateaba con las pezuñas. Era diversa de las fieras anteriores porque tenía diez cuernos» (7,4-7). Estas fieras han alimentado a generaciones de artistas, y con su fealdad han embellecido el mundo – el arte tiene también esta capacidad catártica de transformar a los monstruos en obras maestras –.
Al hombre antiguo le resultaba normal usar a los grandes animales como imagen de lo tremendo y monstruoso, entre otras cosas por la vulnerabilidad de los hombres, mujeres y niños ante los animales salvajes. Nosotros hoy no usamos leones, osos, águilas o leopardos como iconos del mal absoluto, porque los milenios y las civilizaciones nos han permitido conocer a los animales y nos han revelado su misterio, su dignidad y su belleza. Este es uno de los casos en los que el crecimiento civil y ético de las civilizaciones nos produce un cierto malestar bueno ante algunas páginas bíblicas, un malestar creado por la propia Biblia que ha fecundado los siglos generando mujeres y hombres que al leerla activan sentimientos y emociones que la Biblia no poseía cuando fue escrita. Cuando esto ocurre, la Biblia agradece a sus lectores porque la hacen mejor – a veces cuando nos sentimos apurados con la Biblia, somos nosotros quienes debemos crecer en espiritualidad, otras veces es la Biblia quien nos pide que la hagamos crecer en humanidad –.
En la descripción de estas cuatro fieras encontramos restos de influencias bíblicas (Salmos, Job, Oseas) y extrabíblicas (cananeas, iraníes, persas, ugaríticas), mezcladas y enriquecidas por la fantasía y el genio narrativo de Daniel (de genio se trata, como estamos descubriendo). La cuarta fiera tiene rasgos en común con el Leviatán, el antiguo monstruo cananeo Lotan que aparece en varios libros bíblicos y más tarde en Thomas Hobbes. Existe un paralelismo entre las fieras soñadas por Daniel y la estatua de distintos metales soñada por Nabucodonosor (capítulo 2). Ambas son una profecía sobre la sucesión de los reinos, desde los babilonios (león) hasta los griegos (la cuarta fiera), pasando por los medos (oso) y los persas (leopardo). La redacción final de este capítulo se remonta a la tremenda persecución de Antíoco IV Epífanes (175-163 a.C.): él es la cuarta fiera, la más monstruosa. Así pues, Daniel lee la sucesión de los imperios como una alternancia de fieras, de monstruos cada vez más terribles y devoradores. Un juicio sin apelación, una condena histórica radical donde desaparecen las palabras de diálogo y a veces buenas sobre los reyes que habíamos visto en capítulos anteriores.
Generalmente la Biblia no tiene una visión positiva del poder ni de los soberanos, porque sabe que el poder corrompe a los soberanos y no es usado para el bien del pueblo. Pero los profetas llegan a usar tonos durísimos y a veces radicales, porque están seguros de que esta dureza es su única manera de servir al bien común. ¿Cuántos monstruos hemos visto a lo largo de los siglos llevando en la boca las costillas de hombres y niños, cuántas fieras con dientes de hierro triturándolo todo, y cuántas seguimos viendo hoy? Dientes de hierro de ejércitos, dientes de hierro de industrias de la muerte, monstruos que “patean con las pezuñas” todo lo que encuentran, incluidos el planeta y la atmósfera. En pocos lugares habrá tenido la Biblia tal potencia de profecía como en este: el antiguo escritor tenía a la vista las superpotencias babilónicas, persas, griegas, con sus ejércitos de caballos y elefantes; no podía pensar que aquellos monstruos de cuatro cabezas, aquellas fieras con diez cuernos y con dientes de hierro describirían mucho mejor nuestros carros armados, cazas, misiles de precisión, que todo lo “comen y descuartizan”. El lejano autor tampoco podía imaginar que dos mil doscientos años después las fieras aún seguirían destruyéndolo todo, ni que habrían multiplicado desmesuradamente su fuerza destructiva. La profecía bíblica es también el espectáculo de un inmenso fracaso – los profetas no temen los fracasos, allí es donde dan lo mejor de sí mismos –.
Llegados a este punto, el tono y el ambiente de la visión cambian: «Durante la visión vi que colocaban unos tronos, y un antiguo-en-días [anciano] se sentó: Su vestido era blanco como nieve, su cabellera como lana limpísima; su trono, llamas de fuego; sus ruedas, llamaradas. Un río impetuoso de fuego brotaba delante de él. Miles y miles le servían, millones estaban a sus órdenes» (7,9-10). Otro personaje asombroso y misterioso: “el antiguo en días” o “el eterno”. Es una clara imagen de Dios, rodeado de su inmensa corte celestial. Su trono parece un carro de fuego - ¿cómo no pensar en Ezequiel o en Elías? – una especie de celestial Arca de la Alianza móvil –. Este antiguo-en-días es un juez. Su corte es también la de un tribunal supremo: «Comenzó la sesión y se abrieron los libros» (7,10).
Se abren los libros. ¿Qué libros? Al igual que en los tribunales humanos los jueces leen las actas de la causa, el Juez Supremo en el cielo leerá, al final de los tiempos, los libros donde se han registrado las acciones buenas y malas. Aquí el libro del anciano parece una especie de libro mayor donde se anotan las deudas-culpas, sobre todo las de los reyes y los imperios. He aquí el veredicto: «Yo seguía mirando, atraído por las insolencias que profería aquel cuerno; hasta que mataron a la fiera, la descuartizaron y la echaron al fuego. A las otras les quitaron el poder, dejándolas vivas una temporada» (7,11-12). Podemos leer este juicio universal como una página de religión retributiva, que nos muestra a un Dios contable que anota cada uno de nuestros pecados en sus apuntes. En la Biblia, en el Antiguo y en el Nuevo Testamento, está también esto. Pero en este “libro abierto” hay algo más: la esperanza de que las “fieras” de la historia, los monstruos inhumanos que lo devoran todo y a todos no tengan la última palabra. Es la súplica de que el poder tremendo solo sea penúltimo.
Daniel nos dice que Dios no se desentiende de la historia, no ha separado el mundo de sí mismo para desentenderse de él. Está vigilante, observa, anota y después juzga. Su juicio no está fuera de la historia, no es algo que sucederá en la otra vida o en el paraíso (categoría ausente de la Biblia hebrea). Tampoco es el juicio final que acontecerá al final de la historia. No: el juicio del antiguo-en-días tiene lugar mientras el escritor sagrado escribe su libro. El hecho de que el cristianismo haya pospuesto el juicio final al final de los tiempos o a después de la muerte puede llevarnos a pensar que el juicio del antiguo-en-días no está ocurriendo ahora, mientras escribimos aquí nuestro libro. En cambio, los libros se están abriendo aquí y ahora, mientras los imperios siguen triturando y devorando. El veredicto se está pronunciando: escuchémoslo. Lo está pronunciando el anciano, lo debe pronunciar nuestro corazón. La existencia de un juicio más alto y distinto es una necesidad profunda del alma de las personas y de los pueblos, es un clamor de las víctimas, un derecho fundamental de los pobres. Por eso los profetas lo gritan y lo escriben. Este libro distinto debe existir en alguna parte. No es verdad que la esperanza en un juicio de última instancia reduzca nuestro esfuerzo por mejorar los “libros” en la tierra. Lo aumenta, porque nos dice que no luchamos solos contra las fieras de los grandes dientes de hierro: una Mano más alta trabaja junto con nosotros.