El misterio revelado/10 – Los profetas que no hablan de la “baja” economía rebajan la fe.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 05/06/2022
«Lo que distingue de manera especial al Dios de los hebreos es que es un Dios que habla. Por eso los profetas son preeminentes en la tradición judía».
Jacques Lacan, El seminario.
Daniel interpreta la misteriosa frase escrita por una “mano” en la pared del palacio del rey caldeo y nos revela la importancia de las monedas y de la medida en la Biblia y en la vida.
La profecía es un misterio de una infinita libertad y de una igualmente infinita no-libertad. Es la experiencia más libre frente a los hombres que pueda haber en la tierra porque es la experiencia menos libre frente a la voz que habla al profeta y lo habita. Al tener que obedecer, a toda costa, a esa voz distinta, los profetas deben desobedecer, a toda costa, todas las demás voces que intentan constantemente manipular su voz, gratuita en cuanto libre. Toda fidelidad absoluta y perfecta es infidelidad absoluta y perfecta a aquello que corrompe la primera fidelidad vocacional. Los profetas son este entramado vital inextricable de obediencia y desobediencia, de fidelidad e infidelidad, de gratuidad y obligación. De amor por los dones y odio por los regalos. Porque los regalos son expresión de relaciones de poder que refuerzan el poder (regalo viene de rex, regis: rey). En la Biblia los regalos son, casi siempre, dones sin gratuidad, ofrecidos al (o por el) rey y a los (o por los) jefes con el único o principal objetivo de consolidar la jerarquía, para decir – con el lenguaje mudo y potente de las cosas – quién manda de verdad y quién es siervo/a, aunque esté rodeado/a de regalos-lazo.
«Cuando trajeron a Daniel ante el rey, este le preguntó: –¿Eres tú Daniel, uno de los judíos desterrados que trajo de Judea el rey, mi padre? … Si logras leer lo escrito y explicarme su sentido, te vestirás de púrpura, llevarás un collar de oro y ocuparás el tercer puesto en mi reino» (Daniel 5,13-16). Tampoco esta vez los sabios y los magos caldeos han sido capaces de leer y mucho menos interpretar las palabras que una mano misteriosa, tal vez la mano de Dios, había escrito en la pared durante un banquete – «y el rey veía cómo escribían los dedos» (5,5). A través de esta visión de Baltasar de la mano de Dios, la Biblia ha influido en las ciencias sociales modernas, por el uso que ha hecho de ella. Siguiendo a Calvino (Institutio, 1536), el economista escocés Adam Smith centró, en 1759, su teoría del mercado en torno a la imagen de la «Mano» (invisible), ya usada antes, en 1751, por el economista napolitano Ferdinando Galiani: «La suprema Mano».
La respuesta de Daniel es reveladora de una dimensión esencial de la profecía bíblica: «Daniel habló así al rey: –Quédate con tus dones y da a otro tus regalos. Yo leeré al rey lo escrito y le explicaré su sentido» (5,17). El profeta no revela los misterios por dinero, no responde a incentivos monetarios ni de poder. Actúa por vocación y nada más. Este es un elemento clave para distinguir a los profetas verdaderos de los falsos, a los filósofos por vocación (Sócrates) de los filósofos por beneficio (los sofistas). Esta separación sigue atravesando nuestro mundo secularizado, donde Daniel y los magos caldeos siguen trabajando unos al lado de otros. Pero nosotros ya no tenemos los instrumentos necesarios para distinguirlos y por eso casi siempre acabamos interpretando el alto precio de sus facturas como señal de calidad de los “profetas”, y sus honorarios como señal de su honor.
Da a otro tus regalos: muchas veces hay en la Biblia una fuerte crítica a los dones, pero para comprenderla deberíamos traducir dones como regalos. Para poder entregar su don al rey, Daniel debe despejar el campo ético de los regalos del rey. Esta es una operación esencial cada vez que alguien quiere entregar un don-gratuidad a otro que se encuentra, objetivamente, en un plano jerárquico superior: el don se hace posible si quien dona es capaz de ponerse en condiciones de libertad que le permitan vivir la gratuidad (no hay gratuidad sin libertad y viceversa). Esta es la razón por la que los dones de los pobres a los poderosos son casi imposibles. Ayudar a las personas a salir de la miseria significa ayudarlas a liberarse de los regalos para poder empezar a realizar dones – gestos casi imposibles, aunque no siempre, porque algunas veces podemos ser, en cualquier contexto, más grandes que nuestro destino –.
Ahora Daniel, libre gracias a la fidelidad a su vocación, finalmente puede interpretar la misteriosa frase que la mano ha escrito en la pared. En la primera parte de su discurso, Daniel solo recurre a la memoria. Recuerda a Baltasar el caso de su padre Nabucodonosor (quizá su abuelo) quien, a pesar de su altanería inicial, que le costó la reducción al estado animal, al final se convirtió y reconoció «que el Dios altísimo rige los reinos humanos» (5,21). En cambio Baltasar «aun sabiendo esto, no has querido humillarte» (5,22), y «has alabado a dioses de oro y plata, de bronce y hierro, de piedra y madera, que ni ven, ni oyen, ni entienden» (5,23); por eso «Dios ha enviado esa mano para escribir ese texto» (5,24). Un veredicto claro de culpabilidad, que no deja muchas esperanzas sobre el significado de la frase. Finalmente llegamos al desvelamiento del misterio: «Lo que está escrito es: “Mene mene tekel upharsin”» (5,25).
Daniel resuelve inmediatamente el primer enigma. Los magos y los sabios caldeos no habían conseguido leer ni interpretar lo escrito. Daniel, en cambio, sí que es capaz de leer las palabras de la pared. Pero la frase no dice nada comprensible, ni siquiera para el lector bíblico. Debía de sonar de forma semejante al dantesco «pape satán pape satán aleppe». Entonces, Daniel desvela también el sentido de las palabras misteriosas: «La interpretación es esta: Mene: Dios ha contado los días de tu reinado y ha señalado el límite; Tekel: te ha pesado en la balanza y te falta peso; Upharsin: tu reino se ha dividido y se lo entregan a medos y persas» (5,26-28).
Este verso de Daniel es uno de los más comentados de la Biblia, porque es uno de los más controvertidos. Rabinos antiguos y modernos, Padres de la Iglesia, teólogos y exegetas han hecho lecturas distintas (también debido a las ligeras diferencias entre el texto hebreo y el griego de los Setenta). El libro de Daniel explica las palabras “mene”, “tekel” y “upharsin” como “contado”, “pesado” y “dividido”. A la luz de algunas inscripciones recuperadas a finales del siglo XIX, estas referencias a los términos contar, pesar y dividir han hecho prosperar una hipótesis que hoy convence a buena parte de los estudiosos: las palabras del grafiti mural son monedas babilónicas. Y eso para un economista (como yo) no es poco. Es mucho. Mene era la mina, tekel el shekel, es decir el siclo, y upharsin las dos partes de una mina partida. He aquí el arcano desvelado: mina, mina, shekel, dos medias minas. Estas monedas podrían decir al rey Baltasar: Tu padre Nabucodonosor era una mina, tú eres un shekel (es decir la cincuentava parte de una mina) o sea vales poco, y el reino babilónico es una mina destinada a ser partida en dos y distribuida entre medos y persas. Los antiguos rabinos solían usar la expresión «una mina hija de media mina», para indicar un hijo excelente de un padre modesto. En la antigüedad, las monedas nacían como medidas de volumen y peso – un shekel pesaba alrededor de diez gramos, y la libra latina significaba balanza en latín –. Así pues: contados (los días de Nabucodonosor), pesado (el valor ínfimo de Baltasar), dividido (el reino del padre entre medos y persas).
La presencia muy probable de monedas en la misteriosa frase divina nos dice muchas cosas. Babilonia era una superpotencia económica y financiera, y por tanto el lenguaje de las monedas era universal y comprensible para el gran público. En aquel mundo, para mandar mensajes incluso Dios usaba monedas. En una sociedad donde la economía y las finanzas son muy importantes (en Babilonia había muchos bancos), Dios debe aprender a hablar el lenguaje de las monedas y de la economía. O al menos deben aprenderlo los profetas. Y cuando Dios y los profetas no saben hablar de economía, o no quieren hablar de ella porque la consideran demasiado baja, la que se rebaja es la fe, para ver lejos y en profundidad el corazón de la gente de verdad.
El lenguaje de las monedas no es ajeno a la Biblia, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento. No todos somos expertos en teología, pero todos comprendemos, incluso los analfabetos, la lengua distinta de las monedas – mi tío Domenico no sabía leer, pero cuando vendía los pollos no se equivocaba nunca al calcular un precio –. La Biblia ha hecho gran uso de las monedas: los cuatrocientos siclos de plata pagados por la tumba de Sara, los diecisiete mil del campo de Jeremías en Anatot, los dos denarios pagados al hostelero, los treinta denarios de Judas, los trescientos denarios de la mujer del perfume derramado. La Biblia ha contado, pesado y dividido, para decirnos que la vida de la gente no puede evitar pasar por contar, pesar y dividir. Tal vez lo haya hecho incluso demasiadas veces, ya que en algunas páginas ha querido leer los sacrificios en el templo como pagos registrados en una partida doble entre los hombres y Dios, y la pasión y muerte de Jesucristo como pago del precio de la salvación.
Pero al usar medidas de valor y de peso para dar un mensaje a un rey, Daniel nos dice algo, tal vez, aún más importante. Al día siguiente del banquete, el 12 de octubre del 539 a.C., el imperio cayó bajo la ocupación de los persas. Baltasar fue asesinado. La fiesta y la mano misteriosa fueron el último acto del imperio babilónico: «Baltasar, rey de los caldeos, fue asesinado aquella misma noche» (5,30). Baltasar confundió la relación con las monedas, no supo contar y medir: sobre todo confundió la medida de su poder. El buen gobierno siempre es cuestión de medida, de saber medir hasta dónde llevar las fuerzas cuando parecen omnipotentes: todo poder desmedido es perverso y pervierte.
Daniel entregó su don al rey, le desveló el enigma. Pero fue un don tremendo, el anuncio de su final. Pero a cambio obtuvo del rey recompensas y dones – que ya no eran el precio de su prestación profética –. Estos dones del rey, recibidos por desvelar un destino de muerte, son la despedida de Daniel a Baltasar, un soberano poco amado por los babilónicos. Y así nos deja un último mensaje muy valioso: los dones no son siempre simpáticos, no son siempre portadores de buenas noticias. A veces un don – una palabra verdadera, un encuentro inesperado – puede herir, puede ser tremendo, anunciar un pasado, un presente y un futuro que no queremos. El don sigue siendo don aun cuando no nos guste. Puede hacernos bien mientras nos hace mal. Daniel entregó su don a Baltasar ofreciéndole un último momento de verdad en el último día de su vida. Y gracias a la Biblia, ese don, tremendo y verdadero, permanece para siempre.