El misterio revelado/3 – Los exilios y las guerras no acaban nunca si decidimos dejar de soñar.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 17/04/2022
«Simone Weil: “De algún modo el cordero es degollado en el cielo antes que en la tierra. ¿Quién lo degüella?”. Es la pregunta última de la cristiandad – y no ha encontrado respuesta».
Roberto Calasso, Sotto gli occhi dell’Agnello
El rechazo de la comida por parte de Daniel en la corte de Babilonia abre el camino a importantes reflexiones sobre cómo comportarse, con inteligencia y creando vínculos, en tierra extranjera y con los poderosos.
Nuestro tiempo ama y busca la felicidad. Por eso no entiende la resurrección, no entiende la Pascua. Como reacción ante las generaciones pasadas, que muy a menudo ponían la felicidad en el cielo, después de la muerte, y para los hijos, nosotros la buscamos en la tierra y durante la vida. Vemos multiplicarse los profesionales y los cursos que pretenden enseñarnos técnicas para alcanzarla. Citan a Aristóteles y a Buda, algunos incluso a Cristo. Después, un día abrimos la Biblia y buscamos entre sus páginas la felicidad, pero solo encontramos un arameo errante, un libertador de esclavos que no llega a la tierra prometida, profetas perseguidos y no escuchados, un Job que en su montón de estiércol no recibe de Dios las respuestas que pedía, jóvenes que prefieren morir antes que perder el alma, un profeta distinto que promete bienaventuranza en los lugares de la no-felicidad (pobreza, lágrimas, persecuciones…) y termina su vida clavado en una cruz, para encontrar después, dentro de un sepulcro, otra alegría inesperada que no es para él sino para los demás, única y exclusivamente para nosotros.
«Daniel hizo propósito de no contaminarse con los manjares y el vino de la mesa real, y pidió al jefe de eunucos que le dispensase de esa contaminación. Dios concedió a Daniel hallar benevolencia y simpatía ante el jefe de eunucos. Pero el jefe de eunucos dijo a Daniel: –Tengo miedo al rey, mi señor, que os ha asignado la ración de comida y bebida; si os ve más flacos que vuestros compañeros, me juego la cabeza» (Daniel 1,8-10). Daniel y sus compañeros habían entrado en la corte de Nabucodonosor para ser educados en la cultura babilónica. En un cuadro que hasta ahora parecía tranquilo, aparece la primera crisis: Daniel no quiere seguir la dieta de la corte para no “contaminarse”.
Daniel es presentado como alguien capaz de conquistar el favor del jefe de los funcionarios (eunucos) del rey, un alto directivo de la corte. El texto nos dice que la “benevolencia y simpatía” que Daniel encontró ante aquel hombre son un don de Dios. Daniel es un joven agradable e inteligente, pero para que haya simpatía y benevolencia recíproca, el talento natural y el esfuerzo individual no son suficientes. Hace falta un imponderable. Es necesario que en el otro se encienda el deseo de responder y se genere el encuentro que nunca es una suma mecánica de dos buenas voluntades. Nosotros sabemos que esta correspondencia de sentimientos es un don, que no siempre se da a pesar de nuestro esfuerzo y, a veces, del esfuerzo de los demás. La reciprocidad es un tercero que se coloca entre tú y yo, que no es propiedad nuestra; sencillamente ocurre, como excedencia gratuita y libre. La Biblia resume todo eso con una palabra muy eficaz: la benevolencia y la simpatía que florecen en reciprocidad son un don de Dios, y piden gratitud. Nos recuerdan a nosotros, que hemos dejado de soñar con Dios y hemos olvidado las lenguas de los ángeles, que hay algo divino dentro de las relaciones que hacen que la vida sea estupenda.
Así pues, el primer relato de Daniel nos muestra un exilio poblado no solo por idólatras y reyes despiadados. Babilonia es también la tierra de un hombre que siente benevolencia y simpatía hacia un deportado. Ayer, hoy y siempre. El hombre es más grande que el mal que genera y le rodea. Ningún mal, ni siquiera el más despiadado, es absoluto y total. Por sus intersticios se cuela, como una flor, el bien – ¿quién sabe cuántos “funcionarios” en el tremendum de nuestras guerras estarán sintiendo hoy simpatía y compasión por algún Daniel? –. Somos más grandes que nuestro destino y nuestras estructuras de mal. Además, este relato nos ofrece otra sugerencia muy valiosa. Los exilios, las persecuciones y las cárceles se convierten en lugares soportables si logramos conquistar la simpatía al menos de un amigo que está en el otro lado – como nos enseña la extraordinaria experiencia del obispo vietnamita Van Thuan –.
El diálogo entre el funcionario y Daniel continúa: «Daniel dijo al guardia que el jefe de eunucos había designado para cuidarle a él, a Ananías, a Misael y a Azarías: –Haz una prueba con nosotros durante diez días: que nos den legumbres para comer y agua para beber. Compara después nuestro aspecto con el de los jóvenes que comen de la mesa real» (1, 10-14). La Biblia conoce e incluso elogia la astucia, desde los tiempos de Jacob-Israel. En la “Comedia” de Daniel, Ulises no está en el infierno. El humanismo bíblico ama y aprecia a quien usa la inteligencia para salir de situaciones dramáticas. Su humanismo no es el del héroe. En la Biblia no hay muchos héroes. Sus “héroes” son hombres frágiles, atemorizados, que buscan soluciones en el reino de lo posible, que prefieren un acuerdo a una confrontación si pueden salvar su vida y la de los demás. Así, Daniel, en lugar de tomar el camino de la confrontación que probablemente le habría llevado al mismo martirio que Eleazar o sus hermanos (2 Mac 6), encuentra una solución distinta e incruenta que la Biblia elogia. Nos muestra otra estrategia de resolución de conflictos – la Biblia conoce más de una, empezando por la que propuso Abraham a su sobrino Lot (Gn 13) –. Daniel, como José con el faraón, busca un camino para evitar la confrontación con el rey extranjero. No hay una sola manera buena de resolver una crisis, y cada vez debemos decidir, aquí y ahora, lo que nos parece más cercano y justo, sin usar nuestra “página bíblica” para condenar las decisiones de los que usan otras páginas distintas. Siempre hay una manera distinta, que se enfrenta a nuestras ideologías y nos muestra que hay más caminos para alcanzar el mismo resultado.
Por otro lado, el texto no dice la razón del rechazo alimentario de Daniel, y los estudiosos se han recreado en varias hipótesis. La hipótesis más compartida es de tipo estrictamente religioso: Daniel rechaza la comida babilónica ya que podía haber sido cocinada sin respetar las normas alimenticias de la Ley de Moisés, y/o porque podía tratarse de comida preparada con animales inmolados a los ídolos. En cualquier caso, lo importante para el autor del libro es el rechazo de la comida del rey y el elemento decisivo es el “no” de Daniel.
Cuando el lector cristiano se encuentra con el rechazo de alimentos para “no contaminarse”, acude corriendo a San Pablo, al episodio narrado en la primera carta a los Corintios, donde encontramos un relato que parece contener un mensaje opuesto al de Daniel: «Comed todo lo que se vende en el mercado sin hacer problema de conciencia» (10,25). El incidente de Antioquía (Gal 2) es un episodio decisivo de la Iglesia primitiva y surge precisamente de la actitud distinta de Pablo (con respecto a Pedro y Santiago) acerca del respeto a las reglas judías de pureza alimentaria. La comparación entre Pablo y Daniel nos muestra una cosa de enorme importancia: la fidelidad al mismo principio puede conducir a dos comportamientos opuestos. El principio ético-religioso de Daniel es el mismo que el de Pablo: la fidelidad a la propia fe y a la conciencia. Pero este mismo principio se traduce de manera especular. Daniel respeta un valor rechazando el alimento de un pagano, y Pablo salva el valor de su fe cristiana incluyendo a los paganos y el alimento contaminado en la misma mesa del ágape. Si Pablo hubiera imitado la forma y la letra del relato de Daniel, habría traicionado la sustancia y el espíritu de su fe. En realidad, dentro y fuera de las religiones, es demasiado fuerte la tentación de hacer coincidir forma y sustancia y por tanto traicionar la verdad de hoy en nombre de una verdad de ayer imitada hoy. Es lo que hacían los falsos profetas que protestaban contra el profeta Jeremías cuando aconsejaba a su pueblo la rendición ante la superpotencia babilónica, y lo hacían en nombre de las palabras de no-rendición pronunciadas un siglo y medio antes por Isaías durante la resistencia contra los asirios. Casi toda la inteligencia de las Escrituras y de la vida se encuentra en esta capacidad de discernimiento.
Pero hay una segunda hipótesis, minoritaria pero no menos interesante, que explica el rechazo a los alimentos por parte de Daniel como una decisión de no querer depender de la riqueza y el lujo de la corte del rey, una elección de pobreza y esencialidad para salvar la propia autonomía de conciencia y la libertad. La Biblia conoce bien estas formas de control y de captura a través del ofrecimiento de la comida (2 Sam 9,7). No es raro que preferir la pobreza al bienestar de los poderosos sea un camino maestro para salvar el alma en tierra de exilio. Entonces, la dieta vegetariana y abstemia de Daniel y sus amigos podría haber sido un acto de resistencia ética antes de ser también un gesto ligado al culto religioso o a una disciplina ascética parecida a la de los recabitas (Jr 35) o los nazareos (Lam 4). El control sobre el alimento no es solo un asunto de calorías y salud. Es mucho más. Es autonomía, libertad, dignidad, y perder el control del alimento es perder el control de una parte importante de conciencia de la existencia – hoy deberíamos entenderlo quizá mejor que Daniel –.
El experimento alimenticio de Daniel salió bien: «El funcionario aceptó la propuesta e hizo la prueba durante diez días. Al acabar tenían mejor aspecto y estaban más gordos que los jóvenes que comían de la mesa real. Así que les retiró la ración de comida y de vino y les dio legumbres. Dios les concedió a los cuatro un conocimiento profundo de todos los libros del saber. Daniel sabía además interpretar visiones y sueños» (1,15-16). El libro de Daniel es una constelación de sueños. El exilio y las persecuciones se acaban si un día empezamos a soñar un futuro distinto y si hay al menos un profeta bueno que interpreta nuestros sueños. En cambio, los exilios no terminan nunca si decidimos, por el excesivo dolor, no soñar más o si alguien ha matado a todos los profetas.
En aquella noche después del sábado, en el huerto de José de Arimatea, estaba Daniel junto con todos los soñadores y los profetas del Antiguo Testamento, junto con los profetas verdaderos de las religiones y de la sabiduría antigua. Entre los sueños no narrados por ningún libro estaba el sueño de los sueños: un sepulcro finalmente vacío. Allí estaban todos cantando a coro el gran Salmo 3: «¡Dios mío, te lo ruego, levántate!». Resucita, porque debes resucitar. Porque si no resucitas todo el dolor absurdo del mundo no sería más que un inmenso derroche, una injusticia insoportable, un océano de desesperación que te engulliría también a ti, oh Dios. Nadie podría protestar por tu muerte, el estiércol de Job no generaría ninguna alegría. Si ese sepulcro no se vaciara, el universo entero se convertiría en un infinito vacío: Dios mío, te lo ruego, levántate.