El misterio revelado/1 – Resistir sin matar no es huir de la historia sino generar un futuro distinto.
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 03/04/2022
«Se destruían y echaban al fuego los libros de la ley que encontraban. Mataban a las madres con las criaturas colgadas al cuello, como ordenaba el edicto; y mataban también a sus familiares… Pero hubo muchos israelitas que prefirieron la muerte antes que contaminarse con aquellos alimentos y profanar la alianza santa».
Primer libro de los Macabeos, 1,56-63
Comienza el comentario del libro de Daniel, un texto importante en la economía de la Biblia, que nos muestra el camino de una resistencia no violenta en el tiempo de las persecuciones de los imperios.
La mayor parte de las palabras bíblicas están alejadas de nuestro mundo, de nuestro lenguaje, de nuestros códigos simbólicos y de la descripción que hacemos de los problemas de nuestra vida. Sin embargo, cuando empezamos a frecuentarlas intuimos que también constituyen nuestro ambiente espiritual, y nos sentimos en casa. Nos damos cuenta de que antes de las palabras que nos cuentan hechos y sentimientos están los hechos y los sentimientos que esas palabras expresan y narran. Hechos y sentimientos de hombres y mujeres como nosotros, ciertamente lejanos, pero también muy cercanos, más cercanos que sus palabras. Las palabras no son las únicas protagonistas de la Escritura. Antes están los hechos, las experiencias, las personas, Dios. El desafío para cada lector y comentarista de la Biblia consiste en intentar llegar a las palabras, tocarlas, comprenderlas, amarlas, acogerlas como son y después dejarse llevar por ellas a los hechos y a las experiencias que las han precedido. En cambio, cuando las palabras se convierten en el único encuentro, dejan de ser puerta para ser muro, y en lugar de abrir el discurso sobre el hombre y sobre Dios lo cierran – esta dimensión de la palabra y de las palabras hace que sea posible y legítimo traducir la poesía en lenguas muy distintas a la del poeta: antes de las palabras hay emociones, sentimientos, un alma que podemos entender en todas las lenguas del mundo –.
Las palabras de los Evangelios, por ejemplo, son la presencia verdadera de Jesús más cercana a los hechos, pero no agotan la persona de Jesús ni la experiencia de la Iglesia primitiva. La Escritura contiene la Ley y los profetas, pero no los agota, y de este modo nos recuerda también que nosotros somos más que la suma de nuestras palabras y de todas las palabras de la tierra. La palabra es la casa de la realidad. Por consiguiente, no es la realidad: es solo la morada, no sus habitantes. Para no encontrar solo la casa de la revelación bíblica sino la revelación misma, es necesario que esta salga de casa, que se desvele, que salga de su escondite, que se libere de sus cadenas y salga de la caverna. Una casa de la que no se puede salir es una prisión. La palabra se abre si la liberamos de las palabras. Leemos el Evangelio de Lucas (13,9-11) y sentimos que la higuera estéril somo nosotros. Experimentamos la angustia del juicio inminente. Después nos introducimos en la parábola y nos damos cuenta de que la higuera lleva dos mil años teniendo un año más. La Biblia, toda la Biblia, es el “viñador” que cada día pide para nosotros un año más.
El libro de Daniel es un espléndido palacio lleno de colores, de ambientes, de balcones y jardines, pero con paredes muy gruesas. Su complejidad se comprende de inmediato por los elementos externos y redaccionales. Es un libro que el canon latino incluye entre los profetas, después de Ezequiel, y el canon hebreo en cambio sitúa entre los ketubim, es decir entre los escritos hagiográficos, como el libro de Ester. Narrativamente se sitúa en el contexto del exilio babilónico (siglo VI a.C.) pero fue escrito, o al menos terminado, en el siglo II antes de Cristo. Está redactado en tres idiomas: hebreo, arameo y griego. Para algunos es un libro apocalíptico, para otros no. Para algunos es un libro profético, para otros es hijo de la tradición sapiencial. Para algunos es un libro esencial para comprender todo el mensaje bíblico, para otros es solo un bonito relato edificante. Algunos piensan que los pasajes de los Evangelios influidos por Daniel son los mejores y otros piensan que son los peores.
El libro está idealmente atribuido a Daniel, un nombre que significa “quien me juzga es Dios”. Es un personaje mítico que encontramos en Ezequiel, como un antiguo y misterioso hombre justo: «Si se encontraran allí Noé, Daniel y Job, estos tres varones por ser justos, salvarían ellos su propia vida – oráculo del Señor –» (Ez 14,14). Si tomamos en serio la referencia narrativa (no histórica) a Daniel en el libro de Ezequiel, la cercanía con Job y con Noé puede sugerirnos las primeras coordenadas del libro – en la Biblia es difícil que una palabra sea elegida por casualidad, sobre todo si es el nombre de una persona –. Job y Noé son llamados “justos”, una palabra que en la Biblia representa mucho, casi todo, para calificar moralmente a una persona. No todos los protagonistas de la Biblia pueden ser considerados justos, ni siquiera los primeros protagonistas (David o Jacob, por ejemplo). Daniel se revelará como un hombre justo. Noé y Job afrontaron un gran peligro y salieron a salvo, salieron de su fosa – como Daniel –. Así pues, encontrar el nombre de Daniel implica saber que nos espera el relato de un justo que, en un diluvio personal y colectivo, está a punto de comenzar una historia de salvación. El libro de Daniel fue escrito mientras el pueblo se encontraba, como Job, sobre un montón de basura, e intentaba entender el sentido religioso de su gran desventura: las tremendas persecuciones de Antíoco IV Epífanes (175-164 a.C.), narradas en los libros de los Macabeos. Por tanto, nos encontramos en pleno periodo helenístico, cuando en la zona medio-oriental se difundían la lengua, la cultura, las costumbres y la religión de los griegos. El pueblo de Israel tuvo una relación ambivalente con el helenismo. Una parte del pueblo, tal vez la mayoría, sintió fascinación por aquella cultura fuerte y por su sabiduría. Ciertamente algunos de los que quedaron cautivados eran sacerdotes judíos de Jerusalén – Jesús, un hermano de Onías III el sumo sacerdote de Jerusalén, cambió su nombre por el de Jasón y otro tomó el nombre de Menelao –.
El libro fue escrito en un tiempo tremendo para Israel y ambientado en otro tiempo tremendo, el del exilio babilónico. Este contexto histórico explica también la vena apocalíptica y escatológica que atraviesa el libro. Apocalipsis, que significa “revelación” (de misterios y cosas escondidas), es una expresión del género literario de la escatología, es decir del interés por el final, por los últimos tiempos de la historia de la salvación y de la salvación humana. Tiene que ver con el destino último, con el descifrado de señales que anuncian primero destrucción y el final y después una novedad que tiene que llegar: la del “Hijo del Hombre” y “el día del Señor” que debe dar comienzo a un nuevo Reino. Estos elementos apocalípticos también estaban presentes en los profetas mayores, sobre todo en Isaías (24-27) y Ezequiel (38-39), y en muchos de los profetas llamados menores. Sin embargo, el siglo II conoció una riquísima y original etapa apocalíptica que confluirá sobre todo en la literatura apócrifa del Antiguo Testamento, cuya parte más conocida son los libros de Enoc. Daniel tiene elementos en común con esta literatura, pero también algo nuevo y distinto.
En común con los apocalipsis está la persecución, el intento de protegerse de la invasión de la cultura griega y la necesidad de no perder el alma y por tanto la fe en su Dios distinto, YHWH, y seguir creyendo en la alianza y en la promesa. El pueblo estaba amenazado por las persecuciones y, sobre todo, por el imperialismo cultural que estaba haciendo olvidar otra historia y otro Dios. De hecho, estos textos nacieron en comunidades escatológicas y mesiánicas que se refugiaban en lugares protegidos y mientras huían de las persecuciones buscaban un nuevo fundamento para su fe. Mientras la tierra prometida era ocupada por el enésimo imperio y el templo de Jerusalén era llenado con nuevos dioses, entre ellos el altar de Zeus, las comunidades oprimidas de fieles sentían el deber de buscar nuevos relatos, una nueva narrativa, un nueva-antigua fe. En el exilio babilónico, los escribas hebreos comenzaron a escribir los libros de la historia de la salvación (Génesis, Éxodo…) y algunos profetas muy grandes escribieron sus libros (Ezequiel y el Segundo Isaías). Cuatro siglos después, en la ocupación helenística y en la persecución de Antíoco, otros escribas escribieron otros libros, y en un tiempo ya sin profetas “crearon” un profeta que pudiera decir al pueblo palabras semejantes a las que lo salvaron en los ríos de Babilonia. Así nació Daniel, un libro de la resistencia civil, parecido en esto al Apocalipsis del Nuevo Testamento. Por eso «solo los supervivientes de la Shoah o de Hiroshima, los veteranos del Biafra, las víctimas de todas las tragedias del Medio Oriente podrían acoger el testimonio de Daniel» (W.S. Towner, "Daniel”). Hoy son los desplazados de Ucrania, y todos los que buscan un futuro mejor en un presente tremendo, huyendo con “los hijos colgados al cuello”.
La apocalíptica fue también una respuesta a la decepción religiosa y política. Fue la elaboración del luto de un pueblo que no veía realizarse la gran promesa. Fue la posibilidad de seguir esperando, de buscar sentido a un gran mal, suyo y del mundo. Por otro lado, evocar los nombres de los profetas, escribir sobre visiones, cielos y sueños, ángeles y demonios, suponía también una polémica con respecto a una religión hebrea que se había vuelto sacerdotal, centrada en los sacrificios y liturgias sin profecía. Se puede cambiar este mundo soñando otro. Pequeñas comunidades de resistentes, frágiles y vulnerables, tal vez grupos de Asidei (los Hassidim: los píos), dieron lugar algunas décadas más tarde a las comunidades de los esenios, a los fariseos, al movimiento del Bautista en incluso al de Jesús – muchas copias del libro de Daniel se han hallado en las cuevas de Qumran –.
Falta un elemento estupendo para terminar. La comunidad que escribió Daniel, a diferencia de los Macabeos, era no violenta. No tomó las armas contra los reyes extranjeros. Abrazaron la pluma y el alma: en aquella persecución rezaron y escribieron. La oración colectiva que florece en escritura siempre ha sido una elevada forma de resistencia no violenta, muy diferente pero no menos eficaz que la de las armas. El libro de Daniel nos dice que las visiones, los ángeles, los sueños, los números, los dragones y las historias de muchachas violadas (Susana) pueden convertirse en instrumentos para expulsar a los dictadores extranjeros y para defender una historia y una identidad nacional. Antíoco IV y sus colegas pasaron, con su maldad y con las armas de los Macabeos. Las oraciones y las palabras de las comunidades no violentas en cambio han quedado. Han llegado hasta nosotros y desde hace más de dos milenios son centinelas de un alba que llegará porque no puede no llegar. Y debe llegar pronto, debe llegar hoy. La resistencia del alma no es una fuga de la historia, sino la generación distinta de un futuro mejor que el presente nacido de la mansedumbre fuerte de una resistencia de paz. Bienaventurados los mansos, heredarán la tierra.
Quién sabe cuántas personas, en los refugios, en los campos, en los bunkers y en el frente ucraniano-ruso, están generando hoy, con el alma y con la pluma, una nueva tierra: «En mi corazón ninguna cruz falta. Es mi corazón el país más desgarrado» (Giuseppe Ungaretti).