El exilio y la promesa/8 – No se “traiciona” solo por interés, sino también por amor sin verdad
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 30/12/2018
«La palabra solo es esencial y eficaz cuando nace del silencio. El silencio descubre la fuente interior de donde brota la palabra»
Romano Guardini, Il testamento di Gesù
La lucha entre profecía y falsa profecía es constante en la historia humana. La encontramos en el centro de la política, la economía, las religiones y las organizaciones. En las comunidades, a algunas personas se les reconoce un rol de “visión”, porque son portadoras de un carisma. Son capaces de ver de forma distinta y más allá. Pueden trazar escenarios presentes y futuros e indicar caminos de salvación, bienestar y crecimiento humano y ético. Pero no todos los “profetas” son iguales. La suerte de las realidades sociales depende decisivamente de su capacidad para reconocer y seguir las voces honestas y verdaderas y desconfiar de las falsas. La Biblia recoge algunos indicadores útiles para reconocer la verdadera profecía y la falsa. Ha ido depurándolos y comprobándolos con el paso del tiempo, y los ha conservado para que nosotros podamos usarlos en nuestro discernimiento.
La primera nota consiste en que los falsos profetas presentan los mismos rasgos distintivos de los verdaderos profetas. Generalmente ambos pertenecen a comunidades proféticas, ejercen el mismo oficio y han recibido el mismo mandato del pueblo. A menudo, los falsos profetas también han recibido una vocación profética. El profeta verdadero y el falso están en la misma tribuna y hablan a la misma gente, que, sin embargo, suele preferir al segundo. De hecho, Ezequiel llama “profetas” (nabí) también a aquellos a quienes nosotros llamaríamos falsos profetas. «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, profetiza contra los profetas de Israel» (Ezequiel 13,1-2). Los reconoce como compañeros, pero los denuncia como profetas desviados. ¿Por qué? ¿En qué se equivocan los falsos profetas?
Los falsos profetas de los que habla aquí Ezequiel no son charlatanes infiltrados en la comunidad (si bien en aquellos tiempos confusos y tremendos tampoco faltarían), ya que si así fuera no los llamaría “profetas”. Estos falsos profetas son profetas que han perdido el alma, aunque hayan conservado la técnica y el oficio. El alma siempre puede desaparecer, aunque se lleve la misma vida y se realice el mismo oficio de siempre. Puede que llevemos años diciendo la misma Misa, pero un día el soplo que da aliento a los gestos y a las palabras se desvanece. Puede que demos las mismas clases, pero un día el espíritu que llena el aula y la anima ya no está. El alma es soplo (ánemos), espíritu. Cuando el soplo muere, la vida termina, la profecía se extingue y el profeta se convierte en otra cosa, en otra persona. En la Biblia y en la vida hacen falta profetas verdaderos que reconozcan y denuncien a los profetas que han perdido el alma y se han desviado del camino recto. Mientras haya un profeta verdadero con fuerzas para denunciar a los falsos, siempre podremos tener esperanzas de salvarnos de los vendedores de vanitas.
En este capítulo, Ezequiel se dirige directamente a los profetas que se han malogrado por “interés” personal o de grupo. Dirá a las profetisas presentes en Israel: «Me profanáis ante mi pueblo por un puñado de cebada y un mendrugo de pan» (13,19). Los profetas son especialmente duros con estos “profetas con ánimo de lucro”, porque saben que la esencia de la vocación auténtica es la gratuidad. Les resulta fácil reconocer la falsa profecía por la ausencia de gratuidad, indicador infalible. Dado que son absolutamente competentes en el arte de la gratuidad, puesto que hablan y callan al margen de cualquier cálculo utilitarista, les basta ver aparecer cualquier forma de interés – económico, de estatus, de poder... – para emitir su sentencia cierta e inapelable de falsa profecía.
Pero el interés económico no es el primer motivo, ni siquiera el más importante, para la traición de un profeta. Casi siempre, la corrupción económica es consecuencia de una corrupción más profunda: la del corazón. Ezequiel nos dice claramente de qué depende la falsa profecía: «¡Ay de los profetas mentecatos que se inventan profecías, cosas que nunca vieron, siguiendo su inspiración!» (13,3). El profeta pierde el alma porque comienza a profetizar “siguiendo su inspiración” y por tanto deja de seguir la inspiración de aquel que le hablaba y cuyas palabras refería.
Si el falso profeta de hoy fue un profeta auténtico ayer, si tuvo experiencia de una voz que le hablaba y le llamaba, es porque todas las formas de degeneración son variantes de un tema principal: el silencio de la voz profética. El profeta entra en una etapa de silencio de la voz, que es normal en este tipo de vocaciones (véase Jeremías). El profeta auténtico no es dueño de la voz. La voz no responde a su mandato. Y él no sabe si volverá a hablar, o cuándo lo hará, y mucho menos qué dirá. Las palabras y los silencios se alternan. Pocas palabras y muchos silencios. El verdadero profeta solo habla cuando una orden interior le dice que lo haga. Habla cuando no puede callar. Es obediente y dócil a una voz que no es suya. Debe aguantar, incluso con gran desaliento y dolor, viendo sufrir a su comunidad, que le pide una palabra de salvación que él no puede anunciar porque no la ha escuchado, porque no le ha sido “dirigida”. Siempre empieza de cero.
La experiencia pasada afina la técnica y aumenta su competencia general, pero no le ayuda a tener la certeza de que mañana el espíritu profético le seguirá hablando. La profecía no es magia ni técnica adivinatoria. Es un don y, como todo don verdadero, va siempre acompañado de la sorpresa. Debemos imaginar que los verdaderos profetas se asombrarían profundamente cada vez que la voz volvía a hablarles y a darles unas cuantas palabras distintas. Podían imaginarlas, esperarlas y pedirlas, pero siempre eran indigentes de palabras. Por eso el verdadero profeta es pobre. Así debe ser. Cada vez que un hijo se marcha “con su parte de la herencia”, sigue manteniendo la antorcha encendida de noche y sigue mirando al horizonte esperando su regreso, aunque le hayan visto regresar cien veces. Y si regresa, le echa los brazos al cuello con el mismo asombro y la misma emoción de la primera vez.
Resistir estas pausas de la voz, que a veces pueden durar años e incluso décadas, es enormemente doloroso. Por eso, ante el silencio del primer espíritu, el profeta, para responder a las preguntas urgentes y fuertes que se elevan hacia él, puede ceder a la tentación de echar mano de su propio espíritu sin esperar nuevas “visiones”. Prevalece la necesidad de seguir desempeñando el oficio, y el silencio del espíritu se llena con palabras propias. Esto lo saben muy bien los artistas, que pierden el alma cuando, ante la falta del soplo de la inspiración, no pueden resistir el silencio y la esterilidad y comienzan a escuchar a otros espíritus. Algunos profetas se convierten en falsos porque no saben resistir en silencio el fuerte grito de su comunidad en crisis. Estos son muy difíciles de reconocer, y por tanto son más peligrosos, porque a veces les mueve algo que se parece a la gratuidad. No cambian de espíritu por interés o por beneficio, sino para complacer una forma de amor-gratuidad sin verdad. Del mismo modo que existe una falsa profecía, también existe una falsa gratuidad: la que no va acompañada de la verdad sobre uno mismo.
El principal ejercicio moral y espiritual del profeta, tal vez el único, consiste en distinguir los espíritus que le hablan. Todos sabemos que nuestro corazón está habitado por varias voces. Sobre todo lo saben aquellos que han recibido una vocación. Entre todas las voces, hay una, delicada y distinta, que es la que contiene el espíritu de la vocación. Algunas personas descubren una vocación el día en que comprenden que la voz que les hablaba en su corazón desde niños no es la más verdadera. Escuchan más profundamente y oyen otra voz que dice cosas distintas y más verdaderas, y la siguen. La belleza trágica de una vocación así consiste en mantener el diálogo con esta voz necesaria y no controlable. Es posible que al final de la carrera nos demos cuenta de que todas las voces eran tonos de una única y bella melodía que nosotros no hemos escritos. Pero una vez que el profeta comienza a poner comillas («esto dice el Señor») a las palabras que le sugiere su propio espíritu, sale de la comunidad de los profetas verdaderos (13,9). Y la salida es definitiva, porque la voz profética ya no puede hablar en un alma ocupada. Las “visiones” distintas necesitan todo el espacio interior. Es muy raro que un profeta malogrado vuelva a escuchar a los diferentes espíritus.
Las formas de la decadencia son múltiples. Ezequiel nos describe con claridad algunos rasgos comunes: «Como raposos entre ruinas son tus profetas, Israel. No acudisteis a la brecha ni levantasteis cerca en torno a la casa de Israel» (13,4-5). Los falsos profetas, como raposos o chacales, sacan provecho de las ruinas de su ciudad, transforman las casas destruidas en madrigueras y refugios, y merodean en la brecha buscando comida. Los profetas honestos se suben a la brecha y tratan de reconstruir. Los falsos necesitan las ruinas para su negocio, y por tanto no quieren superar las crisis, que son su principal fuente de éxito y ganancia (quien niega la gravedad de una crisis estando inmerso en una devastación es ciertamente un falso profeta, ya actúe de buena o de mala fe). Fuerte y eficaz es también la segunda imagen que usa Ezequiel: «Mientras ellos construían la tapia vosotros la ibais enluciendo» (13,10). El pueblo ha construido una tapia frágil con los ladrillos de las falsas ilusiones y las esperanzas vanas. Los falsos profetas lo enlucen con promesas de salvación y milagros, para darle una apariencia de robustez. De este modo se niega la única salvación verdadera, la del “resto” que volverá, y las palabras de Ezequiel (y las de Jeremías) son acalladas como profecías de desventuras enemigas del pueblo y de Dios.
Para terminar, dentro de este horizonte de dolor (el sufrimiento mayor de los profetas es el de ver caer a su propia gente en las ilusiones de los falsos profetas), Ezequiel nos da una gran palabra de esperanza: «Los soltaré para que vuelen» (13,20). El profeta es un libertador. Desata las cuerdas de nuestras falsas ilusiones y consuelos fingidos para que podamos entrever un consuelo verdadero y distinto en la línea del horizonte, y volar libres un vuelo más alto.