El exilio y la promesa

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Profecía y dignidad de los impuestos

El exilio y la promesa/26 - La riqueza, antes que mérito, es don. Estamos rodeados de gratuidad.

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 05/05/2019

«No violarás el derecho del extranjero ni del huérfano, ni tomarás en prenda el vestido de la viuda. Recuerda que fuiste esclavo en el país de Egipto y que el Señor tu Dios te rescató de allí. Cuando siegues la mies en tu campo, si dejas olvidada en él una gavilla, no volverás a buscarla. Será para el forastero, el huérfano y la viuda.»

Libro del Deuteronomio, cap. 24

Llevo años comentando la Biblia y todavía no he conseguido acostumbrarme a la emoción de leer, junto a las descripciones de ángeles y de Dios, nombres de medidas de peso y monedas. Me asombra ver cómo la palabra se convierte en carne económica y comercial. Me admira la belleza de los profetas que, mientras ven el cielo y hablan “boca a boca” con Dios, hablan también de dinero y de finanzas públicas, recordándonos que no hay palabras más espirituales que balanzas, impuestos, efa (22 litros, para los cereales), bat (22 litros, para los líquidos), homer (una carga de asno), aceite y ovejas. Los profetas saben que con estas humildes palabras profanas se escribe la dignidad de los pobres o el desprecio hacia ellos. Saben que si la fe quiere pronunciar palabras de vida entonces Dios tiene que aprender a hablar también el lenguaje de la economía y las finanzas. En cambio, cuando los expertos en vida religiosa y en teología comienzan a pensar que lo verdaderamente importante es lo “espiritual” y que los asuntos económicos son demasiado terrenales y bajos, y por tanto dejan la “gestión de la mesa” en manos de los laicos, la religión pierde contacto con la vida verdadera de la gente y la economía acaba convirtiéndose en dueña y tirana de la fe, del templo y de sus sacerdotes.

Los profetas nos siguen hablando hoy porque supieron decir hermana economía: «Usad balanzas precisas, efa justas, bat justos... El arancel tributario será: un sexto de efa por cada homer de trigo, un sexto de efa por cada homer de cebada... Diez bat hacen un homer. Una oveja por cada rebaño de doscientas cabezas, como tributo de las familias de Israel, para expiar por medio de la ofrenda, del holocausto y del sacrificio de comunión» (Ezequiel 45,10-15). La Biblia es también una historia del desarrollo de la ética social y económica. Muchos de los principios económicos y fiscales que encontramos en la Biblia se parecen a los practicados en las regiones cercanas. Otros son distintos. Algunos son únicos, debido a los elementos de diversidad y unicidad del pueblo hebreo, sobre todo a su religión tan especial. La primera experiencia de Israel con su Dios-YHWH fue la liberación de la esclavitud, tan importante y fundamental que determinó una visión distinta de la economía. El shabat solo lo encontramos en Israel. Es la traducción de la liberación del faraón en liberación de la esclavitud del tiempo, del trabajo, de la necesidad, de las jerarquías y los estatus sociales. La prohibición de prestar con interés, otra excepción bíblica, es la encarnación económica de una teología de la liberación según la cual los pobres por insolvencia no debían convertirse en esclavos de sus acreedores. Si a pesar de todas estas precauciones, los pobres caían en desgracia y se convertían en esclavos de los poderosos, en el año sabático y en el gran jubileo recuperaban la libertad.

En el humanismo bíblico ningún hombre debe ser esclavo para siempre, porque la libertad es el regalo más grande de la tierra, que ningún error puede cancelar para siempre. Por todos estos motivos, hay que leer los impuestos junto con el shabat, con el jubileo, con la acción de no segar todo el campo para dejar que los pobres puedan espigar, con Egipto y el mar abierto. La liberación se convertía de forma inmediata en liberación de los atropellos y de los abusos de los poderosos. Uno de los primeros deberes de la profecía ha sido siempre defender al pueblo y a los pobres de los abusos de los jefes civiles y religiosos (en esto radica, entre otras cosas, la desconfianza profética hacia la institución monárquica). Los profetas recuerdan a los reyes que no son dioses. La primera señal de la carestía de profetas (o de su muerte) es la tendencia de los jefes a sentirse dioses y a comportarse como tales.

La Biblia también nos dice que los príncipes no escuchan a los profetas. Tampoco la fuerza de su palabra es suficiente para detener el delirio de omnipotencia de los poderosos ni sus delitos contra el derecho y la justicia. Pero la Biblia, conservando las palabras distintas de los profetas, ha permitido que cada generación pueda tomar sus libros como punto de partida para criticar al poder, para decir “basta”: «Esto dice el Señor: ¡Basta ya, príncipes de Israel! Apartad la violencia y la rapiña y practicad el derecho y la justicia. Dejad de atropellar a mi pueblo» (45,9).

Si nos fijamos en estos impuestos, notamos que no son gravosos (1,66% de cada efa de trigo y cebada y el 0,5% para el rebaño). El mismo diezmo, el principal impuesto directo sobre la renta (no sobre el patrimonio), era importante pero no insostenible. Era, por ejemplo, la mitad del que instauró José en Egipto: «Dijo entonces José al pueblo: Cuando la cosecha, daréis el quinto al faraón y las otras cuatro partes serán para vosotros… José les impuso por norma, vigente a la fecha en todo el agro egipcio, dar la quinta parte al faraón» (Gn 47, 24-26). La gran experiencia de la liberación de Egipto sugirió un impuesto menor que el allí vigente, porque la tierra prometida se reconoce también por su justicia fiscal y redistributiva, que debe ser distinta a la de la tierra de esclavitud. La nueva tierra es también aquella donde Dios retiene para sí solo un décimo de la riqueza y deja las nueve partes restantes para su gente: el Dios bíblico no quiere la miseria de su pueblo, sino su shalom. Es un Dios distinto, entre otras cosas, porque no pide a sus fieles que usen demasiada riqueza para el culto religioso. No es un consumidor de su pueblo, ni tampoco un Dios envidioso del bienestar de los hombres, sino un Padre que se alegra de los bienes de sus hijos.

Además, de estos capítulos se deduce que estos impuestos estaban vinculados al templo e iban destinados al suministro de algunos bienes públicos esenciales para la vida del pueblo, como los relacionados con el funcionamiento del templo (sacrificios, manutención de los sacerdotes y algunas actividades de asistencia a los pobres) y con las grandes fiestas: «El día catorce del mes primero celebraréis la pascua, durante siete días… Añadirá el príncipe una ofrenda de una efa por novillo y una efa por carnero» (45,21-24). Nunca insistiremos lo suficiente en la importancia de las fiestas. Israel ha logrado sobrevivir durante milenios, entre destrucciones, diásporas, infidelidades, deportaciones y persecuciones, porque, entre otras cosas, ha cuidado, guardado y conservado sus grandes fiestas populares. En un tiempo donde experimentamos una forma de capitalismo que está eliminando las fiestas (demasiado subversivas por su naturaleza de derroche inútil y gratuidad) para sustituirlas por mil formas de diversión mayoritariamente individuales, no debemos olvidar la naturaleza simbólica esencial de las fiestas. No se puede sobrevivir a los exilios y a las persecuciones colectivas sin la capacidad de hacer fiesta, y sin hacerla juntos, porque las fiestas son la raíz y la precondición de todo bien común y público. Los primeros lugares públicos fueron aquellos destinados al culto y por tanto a la fiesta. Si se acaban las fiestas, pronto desaparecerán también los bienes comunes y los lugares públicos, que serán ocupados por los negocios y sus “fiestas” sin gratuidad. La conservación de los bienes comunes y del bien común debe ser hoy conservación colectiva de la fiesta y de las fiestas populares de gratuidad.

Así pues, los impuestos eran el principal medio para proveer bienes públicos. Por consiguiente, no se trataba de una extracción de riqueza para llenar las cajas privadas de los príncipes (46,18). El libro de Ezequiel llama a estos impuestos “ofrendas votivas”. Esto es muy importante. La naturaleza religiosa de los impuestos hacía inmediatamente evidente una dimensión fundamental de los impuestos, tal vez la más importante. En Israel y en general en el mundo antiguo, los impuestos eran la manera principal que usaban las personas para devolver a Dios y a la comunidad una parte de la riqueza que habían recibido. Para la Biblia «toda la tierra pertenece a Dios», y por tanto resultaba natural devolverle una parte de la riqueza generada por la tierra que poseían sin ser sus dueños. No es casualidad que los diezmos y la casi totalidad de los impuestos se pagaran sobre los productos agrícolas. Todo es gracia, todo es providencia, lo que somos y tenemos es antes que nada don y gratuidad. Así pues, los impuestos eran expresión de la regla de oro de la reciprocidad. Hoy lo siguen siendo, aunque lo hayamos olvidado. Los impuestos no eran, no son, altruismo ni usurpación, sino respuesta, devolución, reconocimiento, gratitud. El altruismo de los ciudadanos se hace necesario cuando los impuestos salen del registro de la reciprocidad y se transforman en instrumentos de usurpación de los poderosos.

El pacto fiscal, el corazón de todo pacto social, solo se puede escribir y vivir dentro de este horizonte de reciprocidad y providencia que precede al mérito y a los incentivos. La Biblia y los profetas nos lo recuerdan hoy, cuando hemos perdido el sentido de la providencia y de la gratitud y vivimos los impuestos como usurpación, abuso y pura coerción, y tratamos de todas las maneras posibles de evitarlos o eludirlos. Aunque la ideología meritocrática intenta que lo olvidemos, la riqueza que generamos y poseemos es don antes que mérito. Estamos rodeados de gratuidad. No nacimos por méritos sino porque una mano gratuita y buena nos dio la bienvenida a esta tierra. No fuimos acogidos el primer día de clase por nuestros méritos, sino porque quienes nos precedieron quisieron legarnos un patrimonio de milenios de cultura, arte, religión, belleza y ciencia. Aprendimos un oficio, muchas veces “robándoselo” a alguien que se lo dejaba robar con ese espíritu de generosidad y reciprocidad que cada día vivifica y fecunda la tierra. Después, un día, pudimos empezar a ganar una renta, como fruto de la cooperación con miles de personas, que nos enriquecen con su sola presencia. Ciertamente, en todo este juego de reciprocidad hemos puesto también algún mérito nuestro, nuestras virtudes y nuestro esfuerzo. Pero antes y por encima de todo, ha habido y hay mucha providencia, mucho don, una generosidad infinita.

Son estas las humildes verdades laicas que nos recuerdan y nos regalan los profetas. Nos las recuerdan a nosotros, que debemos empezar a ver de otra forma y con mayor estima nuestros impuestos y los de los demás. Y se lo recuerdan a nuestros gobernantes, que deben ver nuestros impuestos con la misma dignidad y con el mismo respeto con que la Biblia veía las ofrendas que el pueblo ofrecía a Dios en su templo.

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