El exilio y la promesa/21 - La extraordinaria alquimia del Espíritu transforma la piedra en carne
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 31/03/2019
«Y mi alma sintió dolor por los hijos de los hombres, porque son ciegos en su corazón y no se percatan de que han venido vacíos al mundo y vacíos intentan otra vez salir de él»
Evangelio de Tomás
Ver cómo los niños aprenden las palabras es uno de los espectáculos más hermosos de la tierra. En apenas unas semanas, su vocabulario explota, y las poquísimas palabras de los dos primeros dos años de vida empiezan a multiplicarse y a convertirse en cientos y después en miles. Cada día lleva consigo una dote de palabras nuevas, que el niño aprende todas juntas. Pero una vez que nos hacemos adultos, solo aprendemos las palabras de una en una, cuando un encuentro, una enfermedad o una gran crisis se convierten en parteras de las palabras. De repente, una palabra-sonido, que hemos pronunciado miles de veces, se convierte en palabra-carne. ¿Cuánto sabría Abraham de la palabra altar antes de acostar a su hijo sobre él? ¿Qué pensaría Moisés del mar antes de verlo abrirse ante sus ojos? Jesús se crio entre las maderas del taller de su padre, pero tal vez el sentido de la palabra madera no lo aprendió verdaderamente hasta el Gólgota. La Biblia es, entre otras cosas, un gran mapa con el que orientarnos en el universo y en el misterio de la palabra y de las palabras. Muchas personas la encuentran y, tras décadas de mutismo espiritual y moral, aprenden de nuevo a hablar y con sus palabras comienzan a rezar, sin darse cuenta.
Algunas palabras bíblicas son tan centrales y expresivas que representan libros ideales en el Libro. Podríamos contar la Biblia a través del pan, los niños, el agua, el dolor o las madres. O bien siguiendo las declinaciones y los sentidos de la palabra corazón.
Leb (o Lebab) aparece unas mil veces en la Biblia, más de ochocientas veces en el Antiguo Testamento. Es una palabra que, como todas las palabras enormes, lleva consigo de pies a cabeza una radical ambivalencia. El corazón bíblico no hace ninguna concesión al sentimentalismo. Aunque sea imagen de los sentimientos, no deja de ser una palabra seria y sobria, como la vida que tan bien simboliza. La primera vez que aparece, lo hace en un contexto muy trágico, engarzada entre Caín y Noé, en el centro de la primera noche oscura de la humanidad, que culminará en el diluvio: «El Señor vio… que todos los pensamientos que ideaba en su corazón eran puro mal de continuo» (Gn 6,5). Y su última aparición es en el libro del Apocalipsis, de nuevo en un contexto oscuro y amenazador, en los diálogos del ángel con la mujer y con la bestia (17,17).
En el Éxodo, el corazón es también el lugar donde Dios infunde la inspiración, donde nace la creatividad del arte: «En el corazón de todos los artistas he puesto sabiduría» (Ex 31,6). Toda la Ley de Moisés es cuestión de corazón: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5). La dureza del corazón de los israelitas es un gran tema profético. Pero quizá aún mayor es la invocación del corazón en Jeremías, en su crisis vocacional más tremenda: «Yo decía: No volveré a recordarlo, ni hablaré más en su nombre. Pero había en mi corazón algo así como fuego ardiente» (Jr 20,9). No hay lugar más profundo que el que alberga la voz que llama, y no hay palabra mejor que leb (corazón) para indicar esta profundidad profundísima. Además, existe una relación especial entre la mujer y el corazón. Cuando Ana quiere expresar en su Magnificat dónde se produce la exultación del espíritu, evoca el corazón: «Mi corazón exulta en el Señor» (1Sam 2,1). El corazón ocupa también el centro del Nuevo Testamento: los discípulos de Emaús sienten que les arde, está en el centro de una bienaventuranza maravillosa y es la casa que guarda María.
Pero sobre todos los estupendos pasajes en los que la Biblia explica la semántica de la palabra corazón, se eleva el canto de Ezequiel. Estamos en el exilio. Jerusalén ha sido destruida, junto con su templo. El pueblo de Israel está inmerso en una desolación y un fracaso total, que Ezequiel interpreta como el culmen de una larga historia de perversiones e infidelidades que comenzó cuando el pueblo estaba esclavo en Egipto y continuó durante más de cinco siglos en la tierra prometida (Ezequiel 36,17). Este capítulo de Ezequiel sobre el “corazón nuevo” llega después de mil idolatrías, después de reiterados cultos en los santuarios equivocados, después de muchos holocaustos de niños y de numerosas orgías con las prostitutas sagradas de los altos cananeos, después de las ilusiones de los falsos profetas y las mofas y los escarnios de sufridos por el profeta en los primeros años de su predicación, simplemente por denunciar públicamente la corrupción de su comunidad. El canto de Ezequiel resuena en este paraíso perdido, dentro del pacto roto y la Alianza traicionada, en este larguísimo eclipse de la Promesa. Y a partir de este paisaje adquiere color, sentido y fuerza.
Si queremos intuir algo de este canto, deberíamos tratar de situarnos en su mismo desierto moral y teológico. Deberíamos sentarnos al lado de Ezequiel en su puesto de guardia, y desde allí oír sus palabras, interceptándolas en medio del ruido ensordecedor de los dioses egipcios, cananeos y babilonios. Después, deberíamos tratar de escuchar este salmo suyo como si nunca lo hubiéramos oído, como si se nos anunciara por primera vez, como si hubiéramos nacido hoy, ignorantes de la Biblia y de las palabras. Escucharlo sentados sobre los escombros de las idolatrías infinitas de nuestro tiempo, sobre el silencio de nuestro Dios derrotado, en medio del ruido ensordecedor de la charlatanería religiosa de nuestras espiritualidades baratas. Solo escuchándolas desde esta indigencia antropológica y teológica, las palabras-canto de Ezequiel pueden conservar hoy el eco de la fuerza con que llegaron a los exiliados en los canales de Babilonia que las oyeron por primera vez. Ninguna lectura de la Biblia nos deja indemnes si se vuelve a crear el mismo milagro de la primera escucha. «Os recogeré por las naciones, os reuniré de todos los países y os llevaré a vuestra tierra. Os rociaré con un agua pura que os purificará; de todas vuestras inmundicias e idolatrías os he de purificar» (36,24-25). El regreso a la patria y la purificación de todas las idolatrías y contaminaciones. Para gran parte de la literatura y de la teología, estos dos versículos bastarían para indicar la gran luz que le espera al pueblo todavía sumergido en las tinieblas. Pero no para Ezequiel. Porque él quiere decirnos una cosa de enorme importancia para comprender la lógica del regreso.
Quiere decirnos que para poner fin a un exilio no basta volver a la patria. El profeta y poeta anónimo conocido como “tercer Isaías” nos recordará, con extraordinaria fuerza, en el gran día del recuerdo, que el pueblo retornado a casa no dejará de ser infiel, a menos que ocurra algo mucho más importante que un regreso material. De los exilios volvemos siempre peores de como nos fuimos, si el regreso no se convierte en un nuevo éxodo hacia una nueva tierra prometida.
Por eso, para volver a empezar de verdad después de una deportación no bastan los ritos de purificación. Después de una larga enfermedad no basta volver a la peluquería, comprar un vestido nuevo, confesarse, invitar a cenar a todos los amigos y renovarse “exteriormente”. Todo eso es importante y en muchos casos incluso necesario. Pero para volver a empezar de verdad hace falta algo más profundo. Necesitamos otra tierra prometida, una nueva llamada, un sueño nuevo y grande. Para decirnos todo eso, Ezequiel no encuentra una imagen más adecuada que la del “corazón nuevo”, con la que compone algunos de los versos más hermosos y sublimes de la Biblia y de la literatura sagrada de todos los tiempos: «Os daré un corazón nuevo y os infundiré un espíritu nuevo; arrancaré de vuestra carne el corazón de piedra y os daré un corazón de carne» (36,26).
Son palabras que nos dejan sin aliento y se convierten inmediatamente en oración, porque nos hacen exclamar: “¡Ah! ¡qué deseo y qué nostalgia de este corazón nuevo! ¡Que así sea, amén, amén, para nosotros, para mí, para nuestros hijos, para las personas que amamos!”. La buena noticia es que estas conversiones íntimas y secretas (el corazón es invisible desde el exterior) a veces ocurren de verdad. Son muy raras, pero ocurren. No deberíamos dejar esta tierra sin haber vivido por lo menos una, en nosotros mismos o – da igual – en un hijo o en un amigo. Ocurren después de que hemos intentado en vano muchas veces cambiar de vida, después de que nos hemos hecho cien promesas a nosotros mismos y a los demás y las hemos incumplido todas. Entonces llega un día distinto y el “corazón” cambia de verdad. Es un día no buscado, no programado, generalmente un día de lo más corriente. No llega como fruto de nuestro esfuerzo y de nuestras virtudes, sino cuando estamos lo suficientemente débiles como para no oponer resistencia al normal transcurso de la vida. Llega cuando no lo esperamos. Y cuando llega no lo reconocemos. Solo al final de la lucha nocturna nos revela su nombre, mientras nos cambia el nuestro para siempre. Porque los acontecimientos verdaderamente decisivos de la existencia no llegan como premio a nuestro esfuerzo, no los construimos, porque son sencillamente un regalo. Demasiadas veces no nos damos cuenta de cuánta gracia llena nuestra vida, porque estamos demasiado ocupados en hacernos merecedores de nuestras conquistas. Pero así, en la pared de nuestros méritos no dejamos ningún agujero por donde pueda entrar la Providencia y llegar a nuestro corazón. Por eso, Ezequiel nos dice que el autor de esta transmutación de la piedra muerta y dura en carne viva y blanda es el Espíritu Santo. Lo veremos aún mejor en el gigantesco capítulo de los huesos resecados.
También es muy sugerente y reveladora la última parte de este gran capítulo: «Llamaré al grano y lo haré abundar y no os dejaré pasar hambre; haré que abunden los frutos de los árboles y las cosechas de los campos, para que no os insulten los paganos llamándoos “muertos de hambre”» (36,29-30). El hambre es una vergüenza. Deberíamos colgar esta frase a la puerta de todas las instituciones y organizaciones dedicadas al desarrollo humano.
Una vez más, regresa el lenguaje de la economía y la prosperidad para expresar bendición y vida nueva. Ya lo sabemos: para hablar de Dios los profetas solo tienen las palabras de la vida, porque son mucho más laicos que nosotros. Y por tanto vuelve el trabajo: «Volverán a labrar la tierra asolada… Dirán: Esta tierra desolada está hecha un paraíso» (36,34-35). No es raro que el momento en que descubrimos que hemos recibido un corazón nuevo sea al volver de nuevo al trabajo. Regresamos al trabajo de siempre y ahí sentimos que algo profundo ha cambiado. Pero antes de volver a la oficina o a la fábrica no lo sabíamos. Trabajar es también esto. pdf (253 KB)