El exilio y la promesa/18 - La palabra honesta que debemos decir y la esperanza que cultivamos
Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/03/2019
«En medio de la plaza, a una y otra margen del río, hay árboles de vida, que dan fruto doce veces, una vez cada mes; y sus hojas sirven de medicina para los gentiles»
Libro del Apocalipsis
Todas las formas de auto legitimación del poder consideran los dones recibidos como fruto de sus propios méritos personales. Así es como el poder se desvincula de cualquier fuente externa (Dios o el pueblo). Cuando se elimina la naturaleza gratuita de los talentos recibidos, impera la lógica del cocodrilo y antes o después se acaba diciendo: «Mío es el Nilo, yo lo he hecho».
«Aquí estoy contra ti, faraón, rey de Egipto, colosal cocodrilo acostado en el cauce del Nilo, que dices: “Mío es el Nilo, yo lo he hecho”» (Ezequiel 29,3). En la Biblia, Egipto significa muchas cosas. Las primeras imágenes relacionadas con Egipto son las de la esclavitud, los trabajos forzados, las plagas y después la liberación y la Pascua. Por otro lado, los faraones egipcios son símbolo de la idolatría más radical, debido a su estatus de divinidad. La raíz del pecado de Egipto está en la actitud religiosa de su faraón, que pretende ser dueño del Nilo. El cocodrilo-Leviatán del Nilo se siente Dios y por consiguiente creador y dueño del mundo.
Ezequiel pronuncia los oráculos contra Egipto pocos meses antes y después del asedio de Jerusalén por parte de las tropas babilónicas de Nabucodonosor II, que se prolonga durante un año y medio. Durante estos meses, los jefes del pueblo de Jerusalén mantienen una fuerte esperanza de salvación en una intervención militar de Egipto, en particular en el joven faraón Hofra, recién llegado al poder. Ezequiel, como Jeremías, está convencido de que la anhelada ayuda de Egipto no es más que una ilusión, un vano consuelo que impide al pueblo aceptar la única salida posible: la caída de Jerusalén, la destrucción del templo y el exilio del pueblo de Judá. Sin embargo, los jefes del pueblo, inspirados y sostenidos por la predicación de los falsos profetas, siguen esperando la llegada de los egipcios y de este modo se agotan en un extenuante asedio.
Para entender, o al menos intuir, algo de estos oráculos contra Egipto, debemos imaginar, ver, a Ezequiel proclamándolos en las calles de su tierra de exilio, mientras en Jerusalén las familias racionan los últimos cereales que quedan y la escasísima agua, y cuecen los panes quemando estiércol (como había profetizado el mismo Ezequiel al comienzo de su libro, en el capítulo 4). A un pueblo extenuado, Ezequiel le dice desde el exilio que es YHWH quien guía la mano de Nabucodonosor, que de Egipto no vendrá nada bueno y que la única opción adecuada es la rendición. No es difícil imaginar la profunda y radical disonancia entre las palabras de Ezequiel y los sentimientos de su pueblo. Por eso será criticado, acallado y odiado por su gente, a la que ha sido enviado por vocación.
Pero Ezequiel no calla. No puede callar. No cambia la profecía que repite una y otra vez desde hace al menos cinco años, cuando comenzó su actividad de profeta del exilio. No puede cambiarla. Los verdaderos profetas no adaptan sus profecías a las necesidades de los “consumidores”, no tienen ninguna mercancía que vender, tan solo una voz a la que escuchar y obedecer. No tienen elección, no tienen escapatoria. La vocación profética es una de las más tremendas bajo el sol, hoy como ayer. Siempre actúan a contratiempo. La gente busca apoyo y consuelo y Ezequiel desvela las ilusiones y las falsas esperanzas: «Así sabrán los habitantes de Egipto que yo soy el Señor. Porque has sido bastón de caña para la casa de Israel: cuando su mano te empuñaba, te partiste y les horadaste la mano; cuando se apoyaban en ti, te quebraste y los hiciste tambalearse» (29,6-7). Para el claudicante pueblo de Judá, Egipto es un bastón de caña, que se rompe bajo el peso del cuerpo, hiriéndolo. Nada más que eso. Son palabras despiadadas y durísimas.
Dentro de estas profecías contra Egipto, encontramos también un oráculo datado muchos años después (en el 571), que resulta ser el último de la actividad pública de Ezequiel, que dura aproximadamente veintidós años. Se trata de una profecía original y controvertida pero muy importante, puesto que habla de una profecía fallida, de una previsión que no se hace realidad: «Hijo de hombre, Nabucodonosor, rey de Babilonia, empeñó a su ejército en dura campaña contra Tiro: … pero ni él ni su ejército sacaron nada de la campaña contra Tiro» (29,18). Ezequiel, muchos años antes (capítulos 26-28), había profetizado la caída de Tiro y su destrucción a manos de Nabucodonosor. Ahora debe tomar nota de que el rey babilónico ha terminado su largo asedio, pero Tiro no ha sido destruida ni saqueada.
La fuerza de la verdad de la profecía está en su fuente. El verdadero profeta, a diferencia del falso, funda su legitimación en la voz verdadera que le habla y que él/ella a su vez refiere al pueblo. Los oráculos no son especulaciones teológicas ni tratados de ética, sino citas textuales de YHWH. La dimensión predictiva de la profecía es importante porque es una de las pruebas que la distingue de la falsa profecía. Por eso los profetas y el pueblo la tienen muy en cuenta. Pero no es la dimensión esencial. Ezequiel en sus oráculos contra Tiro tiene que anunciar una destrucción, sugerida por Dios, pero años después tiene que admitir que esa destrucción no se ha producido. Ezequiel comparte aquí una suerte similar a la de Jonás, que es enviado a profetizar la destrucción de Nínive, que finalmente no se produce; o a la de Cristo, que anuncia el reino de las bienaventuranzas que nosotros seguimos esperando, junto con su regreso. Nosotros sabemos que el Dios bíblico es un Dios capaz de cambiar de idea. No teme mostrarse como un Dios arrepentido, que amenaza con castigos y después los retira, que pide la ofrenda de un hijo en el altar y después envía un carnero. Lo sabemos. Pero también sabemos que detrás de estas previsiones equivocadas de los profetas se puede esconder otra cosa enormemente importante.
El profeta no es dueño de la palabra que anuncia. Si así fuera, se parecería demasiado al faraón-cocodrilo-Leviatán. Esta falta de posesión le hace justo y a la vez radicalmente frágil y vulnerable. Él sabe que la palabra que anuncia es verdadera, como su vocación. Pero no sabe si mañana esa voz dirá otra cosa distinta de la verdad de hoy, si cambiará de idea. Porque la palabra que anuncia es la voz de un eterno presente. Por tanto, el presente de mañana puede enmendar el presente de hoy y el presente de ayer. Este es el motivo por el que ningún profeta honesto se apoya en el futuro para fundar la verdad de su presente. Y si alguna vez lo hace (este es el error más común también de los profetas verdaderos), va al encuentro de una estrepitosa negación. Saber convivir con esa indigencia del mañana forma parte del oficio del buen profeta, que no es verdadero porque haga profecías que se cumplen, sino porque escucha y transmite una voz.
Es posible que en algún rincón de su alma también Ezequiel temiera que su gran profecía sobre la caída de Jerusalén pudiera ser desmentida algún día por los hechos, que YHWH pudiera cambiar de idea y evitar la destrucción. Tal vez incluso lo deseara o esperara, y rezara como sacerdote exiliado para que sus palabras fueran desmentidas por un arrepentimiento de su Dios. Tal vez, hasta el día anterior al final del asedio, mientras profetizaba el final de la ciudad santa, rezara de noche en secreto a YHWH para que sus palabras no se cumplieran. Solo quien no conoce la vida ni la Biblia puede pensar que los profetas verdaderos aman sus profecías de desventura. Solo son anunciadores de palabras que no controlan, que a veces no les gustan e incluso en su fuero interno esperan y suplican que sean desmentidas. También nosotros, cuando debemos decir una palabra de desventura a las personas que nos piden un discernimiento (sobre una enfermedad, sobre el final de una relación, sobre una posible llamada…) suplicamos íntimamente que la vida desmienta la palabra honesta que debemos decir y no podemos dejar de decir si queremos seguir siendo verdaderos. Toda fidelidad a la palabra nos exige un amor más grande que nuestra felicidad, incluso cuando la palabra adquiere el nombre propio de un amigo, de una esposa o de un hijo. O cuando adquiere nuestro nombre, como cuando oímos una palabra clara que ayer nos llamaba por nuestro nombre y nos confiaba una tarea, y hoy oímos otra igual de clara que nos dice lo contrario. En estos casos, podemos constreñir la voz dentro de nuestras exigencias de coherencia o podemos amar la verdad de esas palabras más que a nosotros mismos y seguir caminando por nuevos senderos, con una nueva libertad.
Los dichos sobre Egipto se cierran con un canto fúnebre (capítulo 32), donde encontramos una de las pocas referencias del Antiguo Testamento a la vida después de la muerte. A diferencia de la cultura egipcia, el humanismo bíblico no está interesado en el paraíso, porque ama demasiado la vida y al Dios de los vivos. Aquí Ezequiel da una vez más pruebas de su talento literario y de su gran cultura sobre las tradiciones de los pueblos vecinos. Especialmente bella y sugerente es la imagen mítica del árbol cósmico, que Ezequiel usa para describir la belleza y la potencia de Egipto que, como un inmenso cedro, surge en el centro del Edén: «Lo hice magnífico, tupido de ramas, lo envidiaban los árboles del Edén, en el jardín de Dios» (31,9). Es un árbol inmenso y de gran belleza, tan alto que su cima alcanza las nubes. Este árbol sufre el mismo final que la Torre de Babel y por idénticos motivos: «Por haber empinado su estatura y haber erguido su cima hasta las nubes, y haberse engreído por su altura, lo entregué a merced de la nación más poderosa para que lo tratara según su maldad» (31,10-11). El mito del árbol cósmico está presente en muchas culturas, desde China hasta Babilonia. También en el medievo cristiano, cuando una tradición franciscana (El Lignum vitae de San Buenaventura y Ubertino de Casale) quiso hacer coincidir el árbol de la cruz con el árbol de la vida del Edén. Mientras nosotros seguimos asistiendo a nuestros crucificados en nuestros calvarios, nadie debe quitarnos la esperanza de poder ver un día florecer esos brazos de madera, y de este modo darnos cuenta de que, sin saberlo, mientras gritábamos el abandono en realidad estábamos apoyados en el árbol de la vida.