El exilio y la promesa/12 – Ni siquiera Dios puede prescindir de hombres y mujeres que acepten sus dones
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/01/2019
«La soledad ha llegado... Los hombres se han retirado, las amistades han menguado, las aficiones se han terminado. ¿Ingratitud? ¿Vanidad? ¿Ilusión? … Ciertamente. Pero sobre todo se trata de la lógica de la existencia, que domina hasta determinada edad del hombre, y después, desde la cima, se degrada por la otra vertiente hasta sumergirse en el misterio. Solo: por tanto, libre»
Igino Giordani, Diario di fuego
En las experiencias relativas al don, el acto primero de dar no es suficiente. El segundo acto, la aceptación del don, es co-esencial. Porque el don discurre a lo largo el tiempo, en una sintaxis social de actos libres. En el origen de muchas patologías relacionales hay un donante tan preocupado por entregar su don que impide que el receptor pronuncie libremente su sí. En muchas relaciones, la parte más débil no es la del que recibe sino la del que da, porque el rechazo produce mucho dolor y mucha frustración (como la que experimenta Caín cuando su don no es aceptado). Todos tememos que nuestros dones más importantes no sean aceptados (por un hijo, por el jefe de la oficina…). Por eso, tenemos la tentación de quitarle al otro la libertad de rechazar nuestro don y cuando tenemos la posibilidad, muchas veces lo hacemos. El Dios bíblico no ha querido privarnos de la libertad de rechazar su don más grande, la Alianza y la Ley, y por eso ha exaltado nuestra dignidad a la vez que registraba nuestras infidelidades. Y lo sigue haciendo.
Por tercera vez desde el comienzo de su misión, los ancianos de la parte del pueblo que ha sido exiliada a Babilonia, se dirigen a Ezequiel y le piden que interrogue a YHWH para tener un oráculo: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, habla así a los ancianos de Israel: Esto dice el Señor: ¿Conque venís a consultarme? Por mi vida juro que no me dejaré consultar por vosotros» (Ezequiel 20,2-3). Para explicar este rechazo a los ancianos, Ezequiel pasa en reseña toda la historia de la salvación (que para él comienza en Egipto y no con los patriarcas), dividida en tres partes: Egipto, el desierto y por último Canaán. Del largo relato de Ezequiel, enriquecido y enmendado por la mano de un redactor posterior, emerge con claridad un fuerte mensaje. La historia que va desde la liberación del pueblo esclavo del faraón hasta la conquista de la tierra prometida en realidad es el relato de las vicisitudes de un pueblo marcado por la incapacidad para permanecer dentro del ethos de la Alianza y de la Ley. Esta historia es una sucesión de momentos de fidelidad y de periodos, más largos, de traición. El pacto es pura gratuidad, pero necesita la respuesta afirmativa del pueblo, respuesta que debe repetirse después de cada uno de los múltiples fracasos.
La infidelidad se manifiesta sobre todo en las prácticas idolátricas, el principal cargo según Ezequiel y los profetas. En este capítulo encontramos una lectura de la idolatría que nos desvela su raíz y su naturaleza más seria y grave: «Esto dice el Señor: Vuestros padres encima me ofendieron: (…) al ver un collado alto, al ver un árbol copudo, allí hacían sus sacrificios, allí depositaban su irritante ofrenda» (20,27-28). El elemento decisivo es la naturaleza de este culto. En los altos, los hebreos no adoran a otros ídolos: en los altares de los altos cananeos, el pueblo elegido adora a YHWH, rebajado al estatus de dios de las alturas, un dios como el de las naciones vecinas: «Estáis pensando: Seremos como los demás pueblos, como las razas de otros países» (20,32).
Hay una idolatría popular, sencilla, que lleva a las personas a ver lo sagrado en los fenómenos naturales, en el misterio de la vida que muere y renace, en el sol y en los astros del cielo. La Biblia es severa también con respecto a esta idolatría natural que nace de la necesidad que siente la gente de entrar en contacto con lo sagrado en el día a día. La necesidad es legítima; sin embargo, la respuesta es equivocada y como tal los profetas la combaten. Las comunidades hebreas que, sobre todo en algunas fases de la historia de Israel, habían introducido amuletos dentro de casa y de vez en cuando acudían a los templos cananeos de la fertilidad, sabían – al menos algunas de ellas – que esas estatuillas no eran YHWH sino simples muñecos, y por eso, a veces, podían convertirse y volver al Dios verdadero y totalmente otro. Mientras el becerro de oro y YHWH sean distintos, siempre cabe la posibilidad de dejar al ídolo y volver a Dios. Este es el punto al que Ezequiel desplaza el eje de su discurso, para hablarnos de otra forma de idolatría aún más radical y peligrosa, que es la que nace de la reducción de YHWH a dios de los altos.
Es probable (20,39) que el contenido de la pregunta que los ancianos querían hacerle a YHWH tuviera que ver precisamente con la propuesta de edificarle un templo en la tierra del exilio, donde adorarlo de la misma forma que se adoraban las divinidades babilónicas: con estatuas, imágenes y tal vez incluso con el sacrificio de los primogénitos («ofrecéis a vuestros hijos pasándolos por el fuego»: 20,31). Si los profetas hubieran cedido tolerando esta segunda forma de idolatría, en la que el “becerro” toma el nombre de YHWH, hoy no estaríamos leyendo estos textos, que se encuentran también en la base del cristianismo, florecido a partir de la misma raíz anti-idolátrica de los profetas. Ezequiel no acepta que se formule esta petición a YHWH por su mediación, porque entrar en diálogo sobre estos temas supone ya empezar a ceder. En ciertos momentos decisivos hace falta fortaleza para negar la legitimidad de la pregunta, pues a veces la única respuesta buena posible es la falta de diálogo. Ezequiel a buen seguro conocía a los ancianos del pueblo, sentía respeto hacia ellos, pero, por vocación, fue capaz de no ceder ante esta forma de pietas natural, para poder darles otra pietas mucho más rara y valiosa. Cuando reducimos a Dios a un ídolo, la conversión se hace imposible, a no ser que nos encontremos con un agape convertido en verdad, gracias a alguien dispuesto a asumir todos los costes de la operación. Ezequiel, a lo largo de todo su libro, sigue amando a su pueblo en el exilio sin responder a sus preguntas erradas. Si su compasión hubiera superado su amor a la verdad, sencillamente se habría transformado en un falso profeta.
Hasta ahora, Ezequiel nos ha dicho que ni siquiera Dios, para actuar en la historia, puede prescindir de hombres y mujeres que acepten el don de su predilección. Pero ahora nos dice algo más, algo espléndido, acerca de la naturaleza de la Alianza y de toda fidelidad: «Actué por respeto a mi nombre para que no fuera profanado ante las naciones donde vivían» (20,9). Encontramos aquí una lógica distinta de fidelidad, que se basa en dos elementos. El primero hace referencia al nombre: “por respeto a mi nombre”. En este caso, la fidelidad se basa en el amor a algo propio del amante y no del amado, algo que no tiene que ver con el nombre del amado sino con el de quien ama (en el humanismo bíblico todo nombre es vocación y destino). Si el amante traicionado puede seguir siendo fiel no es porque encuentre en el otro algún mérito o un buen motivo para mantener la alianza. Permanece fiel por una misteriosa fidelidad a sí mismo, a su propio nombre. Cuando me vinculo a una persona en alguno de los pactos decisivos de la vida, como el matrimonio, esa persona se convierte en “carne de mi carne” y por tanto me plasma y me modifica por dentro. Puede que ella un día traicione el pacto, pero yo siempre podré encontrar razones para seguir adelante “por respeto a mi nombre”, porque mi nombre lleva inscrito también el suyo.
Tal vez solo Dios sea verdaderamente capaz de esta fidelidad sin reciprocidad. Pero esta posibilidad que tiene el amor divino la tenemos, al menos un poco, también nosotros. Nos lo promete la Biblia, que ha querido abrir su primer libro revelándonos que somos “imagen y semejanza” de Elohim. Así pues, cuando mostramos esta capacidad de perdón y fidelidad unilateral somos imagen suya. Este reflejo de la imagen divina no está demasiado escondido, podemos encontrarlo dentro de nosotros y a nuestro alrededor, si nos fijamos bien. Vemos personas que siguen manteniendo una misteriosa pero real fidelidad tras muchos años de separación, de divorcio, de luto, y a veces lo hacen “por respeto a su nombre”, un nombre que se ha hecho plural para siempre. Esta fidelidad al propio nombre no nace de un amor más pequeño, sino de un agape más grande. Eso es lo que hacemos cuando, después de haber dado muchas vueltas a la manzana, volvemos a casa o al trabajo solo “por respeto a nuestro nombre”, pues aunque en esas relaciones no encontramos satisfacción ni sentido alguno, tienen en su seno algo muy parecido al significado de la palabra verdad.
Pero Ezequiel nos revela un segundo motivo para esta paradójica fidelidad: que su nombre “no sea profanado ante las naciones”. Israel no es “elegido” para una relación privada, para un simple contrato de mutuo provecho. La llamada de este pueblo es una promesa universal, realizada delante de las demás naciones y para ellas. Los pactos, también nuestros pactos, no son experiencias de consumo recíproco. Se celebran en presencia de las “naciones”, delante de testigos, padres y parientes. Generan hijos, nuevas relaciones y nuevos amigos, que de algún modo están, invisibles y reales, firmando el mismo pacto. Esta forma de fidelidad nace también de las promesas que hacemos ante otras personas que sabemos que dependen de nuestra fidelidad. En estos casos – son muchos y ocurren todos los días – un gran motivo para la fidelidad se encuentra fuera de nosotros, en las relaciones que genera nuestro pacto y que sentimos el deber de custodiar, aunque estemos solos.
Cuando se traiciona un pacto y dejamos de encontrar motivos en el otro para volver a empezar, siempre podemos echar mano de un recurso de última instancia: perdonar por respeto a nuestro nombre y a los nombres de las personas ligadas a esa alianza. Cuando desaparece el primer “tú”, podemos intentar ser fieles en nombre de otros “tú” presentes en nuestra vida, o descubriendo en nosotros un nombre más verdadero aún desconocido. Podemos hacerlo y a veces lo hacemos. Forma parte de nuestro repertorio humano, porque somos más grandes que nuestra felicidad.