El exilio y la promesa

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La tremenda belleza de los pactos

El exilio y la promesa/10 - Libremente nos exponemos, haciéndonos vulnerables, a la libertad del otro

Luigino Bruni

Original publicado en Avvenire el 13/01/2019

«Si la mujer no se hubiera separado del hombre, no habría muerto con él. Su separación vino a ser el comienzo de la muerte. Por eso vino Cristo, para anular la separación que existía desde el principio, para unir a ambos, hombre y mujer.»

Evangelio según Felipe, 78-79

 El amor humano es una realidad compleja. En las relaciones más importantes, el amor conoce la dimensión de la incondicionalidad. Es decir: posee la capacidad de amar incluso en ausencia de reciprocidad. Esta capacidad es esencial para superar las crisis, para seguir adelante cuando no hay retorno, para volver a empezar de verdad después de una gran traición. Pero esta capacidad convive con la necesidad, no menos radical, de correspondencia y de comunión. Necesitamos ser amados mientras amamos o después de haber amado. 

Los amores más importantes transitan por pactos, que son compromisos colectivos y mutuos. La expresión “ama a tu prójimo” florece en “amaos unos a otros”, donde el mandamiento al yo y al tú se alía con el mandato a vosotros y a nosotros. Incluso cuando el amor madura y alcanza las notas paradisíacas del agape, no deja de ser a la vez eros y philia (amistad), porque sigue siendo, hasta el final, indigente del otro, como el eros, y libre como la philia (el agape solo puede elevar “vísceras” movidas y conmovidas por todos los amores humanos). Dentro de este dinamismo entre libertad y vínculo se sitúan las experiencias humanas más sublimes y tremendas. En los pactos, damos libremente una parte de nuestra libertad, y una vez que la damos perdemos su propiedad privada. Libremente decidimos exponernos a la libertad del otro, hacernos vulnerables a los cambios de su corazón, atar nuestra vida con una cuerda de la que solo controlamos un cabo, que no es precisamente el más robusto.

La Biblia, en algunas de sus páginas más elevadas, ha recogido las palabras más grandes e importantes del amor humano y se las ha dado a Dios para que pudiera hablarnos de su amor: ahavah, hesed, dodim y, finalmente, agape. El primer don en el amor conyugal es la reciprocidad de palabras maravillosas.

Al principio (en el Génesis), para expresar la Alianza, la Biblia recurre al contrato comercial y político. Después, los profetas intuyen en el alma que ese primer lenguaje es demasiado pobre y usan la imagen del matrimonio. Pero, para dar verdad a esta metáfora, los mismos profetas tienen que llevar la analogía hasta el final, hasta tocar la experiencia del pacto traicionado con sus palabras trágicas. La extrema dureza de las palabras sobre la traición del pacto que nos han dejado los profetas expresa la extrema verdad de nuestros pactos y de nuestras promesas, que son verdaderos en sus palabras más hermosas porque son verdaderos también en sus palabras desesperadas.

De este modo, gracias a los profetas, hemos comprendido que el amor entre YHWH y nosotros es gratuito, pero no desinteresado; es incondicional en su elección pero está condicionado por nuestras respuestas y traiciones; es libérrimo y celoso. Cuando la Biblia habla de pacto está diciendo que a su Dios le afecta nuestra fidelidad y nuestra infidelidad, porque se ha puesto en posición de ser traicionado. La posibilidad de traicionar a Dios amplía el ámbito de la libertad humana y por tanto extiende también nuestra responsabilidad. Esta es la paradoja de la traición: el valor de la fidelidad depende de la posibilidad de poder ser infiel. Nadie se sentiría amado por una persona a la que se le haya negado la libertad de poder traicionar. Así pues, nosotros tenemos la capacidad de alegrar a Dios («alegraos cielos...») porque también tenemos la posibilidad de hacerle sufrir.

Entre todos los profetas extremos y temerarios, el que ha utilizado registros lingüísticos más inéditos y audaces es Ezequiel: «Esto dice el Señor: Jerusalén, eres cananea de casta y de cuna: tu padre era amorreo y tu madre era hitita. El día en que naciste no te cortaron el ombligo, no te bañaron… Te arrojaron a campo abierto… Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando a tu lado te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo y fuiste mía» (Ezequiel 16,3-8).

Jerusalén, de origen pagano y humilde, es “vista” por YHWH, salvada, elegida y convertida en esposa («hice alianza contigo»). Pero después de la etapa del primer amor, después de haberla transformado de abandonada en princesa («estabas guapísima y prosperaste más que una reina»: 16,13), la esposa comienza a pervertirse, a prostituirse con hombres forasteros (el egipcio, el asirio, el caldeo), a ofrecerse a cualquiera que quiera pasar por su alcoba en las encrucijadas de los caminos (16, 20-32). Y como si eso no fuera suficiente, la esposa altera la naturaleza misma de la prostitución: «A las prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio, diste tu regalo de boda a tus amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar contigo» (16,33). Jerusalén no tenía ningún motivo económico ni social para prostituirse (ayer, como hoy, muchas personas que acaban en la calle son víctimas que no eligen ni quieren esa vida). Su elección es pues intencionada, dictada solo por el vicio y la búsqueda del placer, y por tanto culpable.

Ezequiel (como Oseas y Jeremías antes de él) es transformado por YHWH en un mensaje encarnado. Pero, a diferencia de Oseas, Ezequiel no cuenta un relato autobiográfico. Él no se ha casado con una mujer infiel. Habla de su mujer como «luz de mis ojos». Pero mientras pronuncia estas palabras de condena para su pueblo prostituido, siente el mismo dolor que sentiría si le hubiera traicionado su mujer. De este modo podemos explicar, o al menos intuir, la dureza del léxico empleado por Ezequiel (que, en el lenguaje original y no enmendado por las traducciones, raya el lenguaje sexual soez). Ciertamente el temperamento de Ezequiel tiene algo que ver, pero sobre todo se trata de un canto de dolor de un verdadero esposo traicionado con desvergüenza. La Biblia es grande, a veces inmensa, entre otras cosas (tal vez, sobre todo) por su capacidad de darnos a conocer hombres y mujeres enteros, tan enteros que nos hacen tocar el dobladillo del manto de Dios y sentir que advierte nuestro toque. Por debajo de esta humanidad integral – que será la del Bautista, la de Pablo, la de Jesús – solo nos encontramos con ideologías e ídolos de la religión, que no nos tocan porque son humo y vanitas.

Es más. Es posible que estas palabras se las susurrara YHWH mientras caminaba por las calles de Babilonia pobladas de prostitutas. Tal vez, al ver sus comercios, esa palabra le haría experimentar el dolor como miembro y pastor de un pueblo prostituido a los ídolos (ningún profeta verdadero pierde la solidaridad con el pueblo al que debe exhortar y condenar y, por consiguiente, mientras condena al pueblo se exhorta y condena también a sí mismo). Pero el oráculo de YHWH también le haría sentir el dolor de Dios por el pueblo que lo traiciona. Este es el destino de los profetas honestos. Viven varias vidas. Viven y sufren varios dolores: sus dolores personales, los de su pueblo y los de Dios. Si la voz de Dios que habla a los profetas es verdadera, entonces también el dolor de Dios debe ser verdadero, y en la tierra podemos conocerlo a través del sufrimiento de sus profetas, que nos enseñan las alegrías y los dolores de los hombres junto a las alegrías y los dolores de Dios.

Cuando Ezequiel camina por Babilonia, en las prostitutas ve verdaderamente a Jerusalén, la ciudad de David, la ciudad santa con el templo santo. En los gestos equivocados de esas mujeres ve los mismos gestos perversos de su pueblo. No se los imagina, los ve, y de estas “visiones” nace la fuerza de su grito y de su léxico. Esta vista es el sentido fundamental de los profetas. Ven cosas distintas, oyen cosas distintas y solo después dicen palabras distintas.

Ezequiel había comenzado su discurso metafórico sobre la traición de Israel en el capítulo 15, donde usaba la imagen de la viña, otra metáfora bíblica y profética muy común para representar a Israel. Allí cantaba a una viña cultivada y cavada que, sin embargo, en un momento determinado se estropeó y se hizo totalmente inútil: «Hijo del hombre, ¿en qué gana la vid a los demás arbustos silvestres? ¿Sacan de ella madera para cualquier valor?... La echan a la lumbre» (15,2-4). Este proceso degenerativo continuará y se enardecerá en los capítulos siguientes.

Uno de los centros narrativos y teológicos de estos discursos sobre la depravación de Jerusalén es la relación compleja y peligrosa que existe entre elección y mérito. La madera de la vid no tiene, por sí misma, un valor especial; no es mejor que la de una encina o un haya, ni para fabricar utensilios ni para arder como leña. Son los cuidados del viñador los que la convierte en la reina de los campos. El vino bueno, cuando se obtiene, no es mérito de la vid, sino don, gratuidad, gracia, charis, agape. Cuando la vid y la doncella-esposa comienzan a considerar su elección como un asunto de mérito y no de don, entonces comienza a asomar el germen de la perversión. En la vid como en la vida. La Biblia y los profetas nos dicen, con toda la fuerza de que son capaces (que es verdaderamente notable), que la elección, el hecho de ser elegido entre muchos, es un don – ahavah: agape.

En muchas realidades humanas, los méritos determinan o generan la elección, pero no en las cosas verdaderamente decisivas. No hemos merecido nacer en una familia que nos ha acogido, amado y respetado, que nos ha dado estudios y nos ha acompañado. Tampoco es demérito nuestro haber nacido en un país en guerra y sin libertad. No hemos merecido los pocos encuentros decisivos de los que ha dependido nuestro perfil humano y profesional. No hemos merecido ser “vistos” y llamados por nuestro nombre. Esta es la radical gratuidad de la vida que la Biblia y los profetas han defendido y siguen defendiendo hasta el final. Para que nosotros podamos sentirnos más amados de lo que merecemos o desmerecemos.

 

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