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Y la respiración se hizo aleluya

El alma y la cítara/31 – El Adam, guardián de toda la tierra, da finalmente voz a la tierra y al universo.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 01/11/2020

«Amor, que me formaste a imagen del Dios que no tiene rostro, Amor que tiernamente me recompusiste después de la ruina, Amor, me rindo: yo seré tu esplendor eterno».

David Maria Turoldo, I Salmi

Termina hoy aquí el comentario al salterio. Concluye con una alabanza, un himno cósmico a Dios. Y con un enorme “gracias”.

«¡Aleluya! Alabad al Señor en su templo, alabado en su fuerte firmamento. Alabadlo por sus proezas, alabadlo como pide su grandeza. Alabadlo tocando la trompa, alabadlo con arpas y cítaras. Alabadlo con tambores y danzas, alabadlo con la cuerda y las flautas. Alabadlo con platillos sonoros, alabadlo con platillos vibrantes. Todo ser que alienta alabe al Señor. ¡Aleluya!» (Salmo 150). 

Aleluya es la última palabra del salterio. Las palabras iniciales eran: “Dichoso el hombre” (1,1). La palabra final es “Aleluya” (150,6). El libro comienza con una alabanza de Dios al hombre y termina con la alabanza del hombre a Dios (allelu- Yah: alabemos a YHWH). Es como si quisiera decirnos que toda nuestra vida está contenida entre una bendición y un aleluya. El libro de los Salmos es, entre otras cosas, una metáfora de la existencia humana, que se desenvuelve entre bendiciones, alegrías, dolores, gritos, maldiciones y alabanzas, hasta llegar al aleluya, que a veces es también la última palabra de la vida, la que sigue al amén. Si ya es hermoso dejar esta tierra con un humilde “así sea”, aún es más hermoso dejarla con un aleluya, con un último e infinito gracias. 

Los hebreos llaman al salterio “el libro de las alabanzas”. Alabanzas a Dios y alabanzas al hombre, que, juntas, atraviesan los salmos. Si el homo sapiens es un animal que necesita alabar, la Biblia nos dice que Dios tiene la misma necesidad, que satisface primero mediante el Libro y después mediante la encarnación – “Te alabo, Padre, porque…”. La palabra “alabadlo” se repite diez veces en este salmo. Diez veces se repiten también en el Génesis las palabras: “y dijo”. Y diez fueron las palabras entregadas a Moisés en el Sinaí. La alabanza es otra Ley, que no nos salva por nuestras obras ni por nuestros méritos, sino únicamente porque somos capaces de decir un último aleluya y recibir el mismo salario que los justos.

La alabanza es también una nueva creación. Dios creó el mundo diciéndolo, y lo sigue creando a cada instante, diciéndolo una y otra vez. Nosotros, que estamos hechos a su imagen, creamos nuestro mundo con nuestras palabras, diciéndolas una y otra vez, bendiciendo o maldiciendo. Lo creamos cada mañana, cuando nos levantamos y decimos (si lo hacemos) los nombres de las personas que amamos; y después los nombres de los compañeros, de los amigos, e incluso el nombre del desconocido con el que nos encontramos apresuradamente en la tienda o en el bar. La alabanza es una palabra performativa, que tiene la capacidad de modificar la realidad que alaba. Cuando alabamos a Dios, hacemos que sea más hermoso y espléndido (al menos en nuestra alma), y cuando alabamos a una persona, hacemos que sea más bella y mejor (no solo en nuestra alma). Despreciar a un hombre o a una mujer, maldecirlos con palabras, es siempre un acto gravísimo. Si quien alaba a Dios desprecia a los seres humanos, pervierte la alabanza y la oración. Si alaba a un Dios que no ve, pero no alaba su imagen que sí ve, está renegando de la imagen.

Quien alaba a Dios debería aprender a alabar a los hombres. Debería recorrer el mundo bendiciendo a cada mujer y a cada hombre que encuentre, sabiendo que en las calles es donde ve realmente al Dios al que ha alabado en el templo. Esta alabanza interhumana es uno de los ejercicios antropológicos más hermosos de la tierra. Sin embargo, en la tierra tampoco falta la alabanza del adulador, tan frecuente, que nunca es verdadera ni crea nada bueno, sino que empeora a quien la profiere y a quien la recibe. Esta alabanza responde a la demanda de reconocimiento de los otros inventando una estima inexistente, que mantiene a las personas felices y engañadas en trampas perfectas de pobreza. Pero también está la alabanza sincera, que, en algunos momentos de la vida, es capaz de reconocer en el otro al menos una razón verdadera de bondad y de belleza (alguna siempre hay, pues nuestro estar hechos a imagen de Dios es más tenaz que todos los borrones que nos echamos encima a lo largo de la vida). Sabe buscar esta razón, no detiene la excavación hasta que no encuentra la perla escondida, y después la alaba, usando para decirla todas las palabras bonitas que ha aprendido. Cuánto sufrimiento se enjugaría en la tierra si fuéramos capaces de vivir esta alabanza verdadera. Esta alabanza es un alto ejercicio de ágape, porque exige constancia, paciencia, arte relacional, respeto de los tiempos y de las maneras del otro, mansedumbre. Una sola persona capaz de alabar de este modo puede salvar una comunidad entera. Es el justo que Abraham buscaba en Sodoma sin encontrarlo (Gen 18). Nosotros, en cambio, a veces lo encontramos, y sabemos cuánto vale. Por eso la alabanza es un bien común global del mundo, patrimonio civil de todas las comunidades. Alabar – a Dios y a los humanos – nos hace mejores a todos, incluso a aquellos que no saben alabar.

No es difícil reconocer a quien se ejercita en la alabanza. Es capaz de estar en silencio, sabe escuchar, sabe hacer fiesta, llorar, tiene un gran capital emotivo, se emociona ante el dolor, e incluso cuando toca la belleza es humilde y siempre agradecido. Este último salmo, junto a los otros cuatro salmos del aleluya, es un elogio de la música y el canto. Pasa en reseña todos los instrumentos musicales y de este modo los eleva a una gran dignidad. ¿Quién sabe en base a qué pasaje de la Biblia se infravaloró a los músicos durante la Edad Media? ¿Quién sabe de dónde salió la idea de prohibir la música sagrada, en el entorno de la Reforma protestante? En estos salmos hay también una alabanza a los fabricantes de instrumentos musicales, a los artesanos, a los lutieres y a la gran familia de los instrumentistas y trabajadores de la música. Gracias a estos salmos, la música ha entrado en el lenguaje de Dios. La música es una de las lenguas con las que los ángeles se comunican con nosotros y entre ellos, se ha hecho palabra. A lo mejor, cada vez que en la tierra se ejecuta una partitura, Dios se despierta en el cielo y se vuelve a escuchar con interés. 

No es improbable que este salmo fuera compuesto, o al menos cantado, durante el exilio babilónico. Era un elogio del canto, los músicos y los coros del templo cuando ya no había templo, porque había sido destruido. Pero en el alma del pueblo seguían vivos, y esa pobreza produjo una estupenda riqueza, que ha llegado viva hasta nosotros, purificada de toda fuerza y potencia. La belleza de estos salmos de alabanza está en su sobria esencialidad. 

“Todo ser que alienta alabe al Señor”. No podía haber un final mejor que este. La alabanza se extiende de los seres humanos a la creación entera, a los animales, a las plantas y a todo lo que está vivo. Vuelve, en conclusión, la fraternidad cósmica que nos ha acompañado a lo largo de estos meses. La alabanza humana es esencial para la Biblia, pero se queda demasiado corta. Aquí se puede ver al Adam cuidando la tierra entera, dando voz a la alabanza de la tierra y del universo. 

Existe también una alabanza de la vida, un aleluya de la respiración. Nosotros estamos demasiado acostumbrados a una visión voluntarista de la fe, más estoica (y pelagiana) que cristiana, que nos lleva continuamente a pensar que toda la vida espiritual es cuestión de esfuerzo, de compromiso y de voluntad, que todo es obra nuestra. Después leemos los salmos, llegamos a este último verso, y descubrimos otra dimensión de la fe. La primera alabanza somos nosotros, y lo somos en cuanto seres vivos y creados, que respiran, que aún conservan el soplo inoculado en el primer día de la creación: «La gloria de Dios es el hombre viviente» (San Ireneo). Lo somos incluso más que las obras de arte, que son la primera alabanza del artista.

Entonces, el subjuntivo “alabe” puede también conjugarse en indicativo: todo ser que alienta alaba al Señor. La alabanza más importante es la que somos, no la que decimos. Si podemos decir alabanzas es porque antes, a un nivel más profundo y verdadero, somos alabanza. El nacimiento de un niño, la belleza de una joven, la dignidad de un viejo, un acto de lealtad, un amigo, son alabanza en sí mismos. Entonces, la buena noticia es que en la tierra hay mucha más alabanza que la que decimos nosotros. Y esta se vuelve inmensa si añadimos las alabanzas de los pájaros, de la cierva, de la ballena, del árbol y de la hoja, hasta llegar a las estrellas infinitas et clarite et pretiose et belle. Es una alabanza silenciosa, discreta, humilde - ¿qué hay más humilde que un abedul o los ojos de un perro? – que nos recuerda a todos la dimensión silenciosa, discreta y dócil de nuestra alabanza. Para esta alabanza cósmica y laica, el templo es un bosque, una oficina, el corazón de un ruiseñor, el mar, una galaxia. Las realidades más importantes de la vida no las creamos nosotros con nuestros actos ni con nuestras palabras. Simplemente son. Nuestras creaciones son preciosas, a veces casi esenciales. Pero lo verdaderamente esencial es lo que somos, lo que es la vida porque está viva. Estamos rodeados de un amor infinito, y no lo sabemos. ¡Aleluya!

Termina así el comentario al libro de los Salmos. Empezamos en el primer confinamiento y acabamos en una fase igual de incierta. En marzo, decidí comentar los salmos porque pensé que el salterio, con sus alabanzas y oraciones, sería un buen compañero para el duro viaje que nos esperaba. Espero que haya sido verdaderamente así, al menos un poco. Ciertamente para mí lo ha sido. Esta vez, como me ocurrió con los otros nueve libros bíblicos comentados durante estos años en “Avvenire”, también salgo del camino cambiado, marcado en la carne y en el nombre. Cada comentario ha sido una lucha con el ángel, que me ha dejado bendecido y herido. Con aquellos que me han seguido, hemos aprendido a rezar, hemos comprendido que la alabanza y la oración bíblica no eran como pensábamos, y eran estupendas. Gracias a todos vosotros, lectores, por los mensajes que me habéis escrito, una de las alegrías más profundas de este trabajo. Gracias, una vez más, y cada vez más, a Marco Tarquinio, a quien desde hace años ocupo todos los sábados por la tarde en la lectura, el titulado (casi todos los títulos son suyos) y la corrección de mis artículos, que siempre son más largos de lo que deberían. Sin esta reciprocidad arriesgada y generativa, no habría comenzado este nuevo y extraño “oficio” de economista comentarista de la Biblia, que ha cambiado mi vida.

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