El alma y la cítara/15 - El Salmo 42-43 nos ayuda a pronunciar y gritar el nombre de Dios en el tiempo de la sed.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 05/07/2020.
«La invocación del hombre es la misma invocación de Dios. El hombre reza a imagen y semejanza de Dios: ¿de quién, si no? Esta es la más grande de sus obras. Los Salmos son la oración de Dios».
Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.
La sed de la cierva es la condición ordinaria de la vida espiritual adulta. La aridez no es la ausencia, sino el lugar de la fe. Sin embargo, no lo sabemos hasta que acontece un “encuentro” extraordinario.
La calidad espiritual de nuestra vida depende de cómo salimos de algunos encuentros decisivos. Uno de ellos es el que se produce entre el muchacho que fuimos y el adulto en que nos hemos convertido. Este encuentro casi siempre llega, antes o después, en el desarrollo de la existencia – en un libro que leemos, en un sueño, mientras barremos la habitación o preparamos la mesa. Llega de forma inesperada, sin anunciarse. No es un encuentro agradable, sino un vado en un río turbulento. Nos pilla por sorpresa y nos encuentra impreparados. Siempre es un acontecimiento decisivo. El encuentro comienza con una pregunta tremenda del muchacho: “¿Quién eres tú?” El adulto lo reconoce inmediatamente, porque vuelve a ver en él el rostro infantil que nunca se ha apagado en el alma. Pero el muchacho no: para él, el adulto es un desconocido, ha cambiado demasiado para que el niño pueda reconocerse en él. La pregunta “¿quién eres tú?” resuena en nosotros como algo espantoso, nos deja sin aliento. En esa pregunta percibimos el eco de la pregunta de Elohim a Adán (“¿dónde estás?”), y revive la pregunta a Caín (“¿dónde está tu hermano?”). Nosotros, una vez más, nos descubrimos desnudos, nos avergonzamos y no somos capaces de responder ni queremos hacerlo. Si hemos salvado algo de la inocencia de la infancia, esta pregunta casi puede hacernos morir. Después, en un instante, vemos toda nuestra vida, y dentro de nosotros surge una infinita y vehemente nostalgia de pureza, de verdad y de todas las palabras primeras que sentimos perdidas para siempre.
Si ese adulto ha respondido de joven a una voz fuerte y clara, la cita es aún más terrible. “¿Quién eres tú?” se convierte entonces en la pregunta que la primera vocación dirige al hombre o a la mujer engendrados por esa misma vocación. El muchacho, con su sola presencia, nos dice: la promesa era otra. Aunque la vida esté funcionando y haya dado frutos, estima y reconocimientos, delante del muchacho sentimos con más fuerza y verdad que la promesa no era la que parece realizarse, porque la hemos traicionado. La gran traición se ha ido consumando poco a poco. No lo sabíamos y no lo veíamos, pero la voz que seguimos de muchachos y la voz que seguimos hoy ya no se hablan, no se entienden, se han vuelto recíprocamente extrañas. Después de estos encuentros nocturnos con el ángel, o se renace o se comienza a morir para siempre. «Como ansía la cierva corrientes de agua, así mi alma te ansía, oh Dios. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Lágrimas son mi pan noche y día, mientras me repiten todo el día: ¿Dónde está tu Dios?» (Salmo 42, 2-5).
Así comienza el maravilloso salmo 42, con el que se abre el segundo libro del salterio, y que con su estribillo («¿Por qué te acongojas, alma mía?») abraza también al salmo 43 para formar un único canto. La metáfora de la cierva sedienta que, tras una larga peregrinación, llega a un arroyo seco y árido, es muy fuerte y rica. Está muy presente en la literatura espiritual y ha inspirado uno de los cánticos espirituales más sublimes (el de Juan de la Cruz). Quien ha oído el bramido de un ciervo sediento dice que se trata de un verso inquietante, de un lamento desgarrador que no se olvida. Este sonido habrá llamado la atención del hombre antiguo medio oriental, más capaz que nosotros de leer y descifrar los lamentos de la creación. El salmista, quizá exiliado en el Norte, en la región donde nace el Jordán, lejos de Jerusalén y de su templo, probablemente tomó el grito animal más punzante que había oído y lo convirtió en el canto de su alma anhelante del Dios de la juventud que ya no estaba. La Biblia está llena de palabras tomadas prestadas de la naturaleza y de los animales para intentar decir lo que las emociones humanas no saben decir: las llamas de una zarza, la nube posada en una montaña, el fuego en el Carmelo, la brisa suave, el burro de Balaam.
La nostalgia de un pasado maravilloso dentro de un presente árido ocupa el centro del canto: «Recordándolo me desahogo conmigo: cómo pasaba al recinto y avanzaba hasta la casa de Dios, entre gritos de júbilo y acción de gracias, en el bullicio festivo… Entonces me acuerdo de ti, desde la zona del Jordán y el Hermón y el Monte Menor» (42,5;7). Así pues, la sed de esta cierva no es la sed buena de quien se acerca al agua. Es la sed de quien vaga en el desierto buscando agua en un oasis conocido en otras travesías y que ahora se ha secado. Por eso gime, anhela y grita por una sed que no puede apagar, porque no hay agua. No se trata simplemente de utilizar la imagen de la sed para expresar la relación con Dios. Cierta literatura religiosa deshace la metáfora equiparando la fe con el agua que apaga la sed. La sed sería el movimiento ascendente del hombre, la pregunta antropológica a la que Dios responde con el ofrecimiento de la fe. Desde este punto de vista, no habría nada de religioso en la experiencia de la sed, que sería la premisa de la fe, la antecámara de la vida religiosa que comenzaría al llegar a la fuente donde finalmente se bebe – la sed terminaría en el encuentro con el agua. Para muchos, la fe es esto, y en la Escritura hay piezas que apoyan esta interpretación del agua y de la sed (Jn 4,13-14).
Pero cada salmo es muchas cosas a la vez. Es estratificación de significados y de experiencias distintas de fe y de humanidad. Con esta sed, el salmo nos sugiere también otra cosa distinta. La sed no es solo preparación de la experiencia religiosa. Ya es fe, relación con Dios. El tiempo de la sed es el tiempo de la fe: «Todos en la Escritura mueren de sed, ¿qué es esta sed universal sino Dios mismo sediento de sí? Siempre he pensado, desde que lo aprendí, que morir con este versículo en los labios sería un hermoso no-morir» (Léon Bloy, "Le symbolisme de l’Apparition", 1880). En este salmo se cita a Dios 22 veces. Este canto desesperado por la ausencia de Dios es uno de los salmos más habitados por el nombre de Dios de todo el salterio. El desierto en la Biblia es lugar de encuentro con Dios. La tierra prometida no es el único lugar donde Dios vive, ni tampoco el templo. Moisés no entró en la tierra prometida para decirnos que también el desierto y su sed pueden ser una tienda de la reunión con Dios, tal vez la más dura y verdadera. Su muerte fuera de Canaán es también una manera de eternizar la promesa y su deseo.
El salmo nos pone en guardia con respecto a un error típico del hombre y de la mujer de fe: identificar la fe solo con el agua. Es un error muy común en aquellos que piensan y viven la fe como un vivac estable dentro de un oasis con agua abundante, que se encuentra al final del primer camino y ya no se abandona. Aquí la cierva descansaría tranquila, sin sed, en el nuevo jardín del que no saldría para acometer nuevas peregrinaciones. Esta es la visión de la fe como consumo de bienes espirituales, como confort, como plena satisfacción del consumidor religioso, que se olvida del seguimiento y del arameo errante. En cambio, el salmo 42-43 nos recuerda que la sed es la condición originaria de la vida espiritual adulta, porque, aunque haya alguna fuente a lo largo del camino, es necesario levantar inmediatamente la tienda, retomar el camino y volver a la misma experiencia de la sed-fe. La crisis de fe no es la aridez sino la extinción de la sed. Mientras tengamos sed de Dios y de vida caminaremos por el único camino bueno, mejor aún si lo hacemos en compañía de los pobres, sedientos y hambrientos. La fe bíblica es gritar a Dios en el tiempo infinito de la sed, porque ninguna experiencia de la divinidad puede apagar nuestro deseo de paraíso. En esta tierra no existe un agua capaz de saciar la sed de Dios. Si nos sentimos religiosamente saciados es muy probable que estemos bebiendo el agua de los ídolos, que son un dispensador automático de bebidas saciantes. Es interesante señalar un detalle: aunque el texto hebreo habla de un ciervo (’aiàl), la tradición siempre ha visto en este salmo una cierva. Quizá sea porque solo las madres conocen verdaderamente los gritos de ciertas ausencias, y solo ellas han aprendido verdaderamente la paradójica bienaventuranza de la sed.
Pero en este salmo hay también una bella metáfora de la evolución de la vocación. Comienza con la primera agua, la del primer encuentro de juventud. Sigue durante toda la vida con la experiencia de la sed, cuando se vaga en busca de la primera agua que ya no se encuentra, y mientras se vaga la garganta reseca de agua se llena del grito de Dios. Y al final, tal vez, se encuentra un agua distinta donde y cuando ya no se busca. Es muy bonito que una de las últimas palabras de Jesús en los Evangelios sea: “Tengo sed”. Nosotros a veces vivimos esta sequedad como experiencia de imperfección, de falta, de fracaso, y nos olvidamos de la bienaventuranza de la sed – “dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”, hambre y sed de mí. Echamos de menos el agua de la primera juventud porque no comprendemos que aquella agua tenía sobre todo la finalidad de avivar la sed, para hacernos caminar como peregrinos sedientos por el mundo. Así hasta que, un bendito día, entendemos que dentro de esa indigencia se esconde y se encuentra el sentido religioso de la vida. Ahí están la pobreza y la pureza que deseamos el primer día, y que hemos confundido con el agua. Ese día nos sentimos amigos solidarios de todos los sedientos y hambrientos de pan y justicia, de todos los indigentes de la tierra, y nos hacemos finalmente pobres. Porque descubrimos que la fe no es posesión, sino promesa.
Ese día comprendemos que existe una respuesta buena a la pregunta del niño “¿Quién eres tú?”. “Soy tú de adulto. Es verdad que he cambiado mucho. El sol del desierto árido me ha oscurecido la piel, me ha marcado la cara. El camino me ha cubierto de polvo, el dolor propio y ajeno me ha herido, la vida me ha dejado sus estigmas. Por eso no me reconoces. Pero soy yo, mírame bien, soy tú. No temas, no te he traicionado, me he convertido en la única cosa buena en que me podía convertir. Créeme: nunca he dejado de anhelar tu misma agua. Créeme: mi promesa es la tuya. Ven, fíate, dame la mano, camina conmigo: te espera una vida sedienta y maravillosa”.
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