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Nuestra libertad es la más grande

El alma y la cítara/11 - La doble belleza de las obras maestras de Dios: las leyes de la creación y para el hombre.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 06/06/2020.

«¿Quién sabe si el desierto que dejaremos un día no tendrá esta voz, este lamento humano del viento, infinitamente repetido: mah-’enosh? ¿Qué es el hombre? ¿Qué fue el hombre? ¿Qué ha sido ser hombre?».

Guido CeronettiIl libro dei salmi.

El salmo 19 comienza con el firmamento, que canta la gloria divina, y termina con nuestras culpas inconscientes. De este modo nos dice que una relación regenerada tiene tanto valor como una galaxia.

«Los cielos narran la gloria de Dios, pregona el firmamento la obra de sus manos. Un día le pasa el mensaje a otro día, una noche le informa a otra noche. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que se oiga su voz, a toda la tierra alcanza su pregón, a los confines del orbe su lenguaje» (Salmo 19,2-5). Los cielos narran. Toda la Biblia es palabra, narración. La Biblia custodia la palabra de Dios dicha en palabras humanas. Guarda celosamente relatos extraordinarios y distintos, expresados con palabras que han sido capaces de decir lo indecible y de hacernos soñar con Dios, hasta casi verlo.

La Biblia ha amado y venerado la palabra, hasta arriesgarse a convertirla en ídolo, violando la prohibición de hacer imágenes y de idolatría que contienen sus páginas. Uno de los dispositivos teológicos y poéticos que le han permitido no convertirse en el ídolo más grande y perfecto ha sido la presencia en ella de lenguajes no verbales de Dios. En efecto, de la gloria de Elohim también hablan los cielos, el firmamento, el sol y la noche. Los humanos no somos los únicos que hablamos de Dios, no somos los únicos fedatarios y transmisores de mensajes divinos. La Biblia nos dice que hay maravillosos relatos de Dios escritos sin palabras humanas. Dios habla con la boca y con las palabras de los profetas. Nos ha escrito cartas de amor con la pluma del escritor sagrado. Ha compuesto cantos espléndidos con la poesía y la cítara de David. Pero la Biblia sabe que el lenguaje humano no es el único usado en los coloquios entre Elohim y nosotros – «Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que se oiga su voz». Hay narraciones más antiguas que las humanas. Estas han resonado por el universo antes de que llegara el hombre, y hoy siguen resonando en las galaxias infinitas. La Biblia nos dice que esas narraciones son también para nosotros, pero no son solo para nosotros: nosotros no somos el único sentido de la creación. Los astros no escriben sus relatos solo para nosotros. Aquí se encuentran y armonizan la humildad y la grandeza del Adam.

Pero en el momento en que la Biblia da testimonio de las narraciones de las estrellas y las reconoce como lenguaje de Dios, este lenguaje no verbal se convierte también en palabra de hombre que narra la no palabra de Dios. Y el salmo se convierte en un encuentro de narraciones: los cielos narran al hombre la gloria sin usar palabras humanas, y las palabras humanas, al narrar estas narraciones no verbales, transforman en palabra lo que no es palabra. Estupendo. Entonces, cuando leemos la palabra más loca – «la palabra se hizo carne» – en ella debemos incluir también las no palabras del sol, las estrellas y el cosmos – el verbo en la Biblia son todas las palabras de la tierra y todas las “palabras” del cielo.

Posiblemente los primeros relatos escritos por los hombres intentaban narrar los relatos de la naturaleza escritos sin palabras. Como el niño aprende a hablar repitiendo las palabras de la madre, nosotros aprendimos a hablar repitiendo las “palabras” de los relatos de las estrellas. Muchos pueblos antiguos estaban tan fascinados por el lenguaje cósmico que llamaban dioses al sol y a las estrellas. Sin embargo, la Biblia pone a su Dios por encima de los altísimos astros. Los astros no son Dios, sino creaturas suyas – los cielos narran la gloria de Dios. No son portadores de un mensaje propio, sino significantes de otros significados, también ellos “palabras” pronunciadas. Aquí está la diferencia entre este salmo y los cantos cósmicos que encontramos en la literatura babilónica o egipcia. El sol no es Dios, sino un huésped de Dios: «Allí le ha plantado una tienda al sol; él, como un esposo, sale de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino» (19,5-6). Es su mejor atleta, que corre cada día de oriente a occidente y sale al encuentro de la noche para pasarle su mensaje, para decirle, cada mañana, palabras teóforas: «Asoma por un extremo del cielo y su órbita llega al otro extremo» (19,7). Toda la Biblia está en el Cántico del hermano sol.

Casi sin darnos tiempo para recobrar el aliento tras esta visión cósmica del verbo, expresada con una poesía que aquí se nos muestra en uno de sus momentos germinales al alba de las civilizaciones, el salmo nos sorprende con un segundo golpe de escena: «La ley del Señor es perfecta: devuelve el respiro» (19,8). ¡Vaya salto de la sinfonía cósmica a la Torá, del cielo a la Ley! Un salto tan inesperado que no son pocos los exegetas que piensan que en el origen del salmo 19 había (al menos) dos salmos, fusionados por un redactor final.

En realidad, la unidad del salmo nos la desvela Biblia la misma. Para el hombre bíblico, tanto el firmamento como la Torá son obras maestras de YHWH. Cuando el antiguo salmista levantaba la mirada hacia lo alto se sentía encantado por la armonía y la belleza del cielo; pero experimentaba el mismo encanto cuando miraba después a la tierra y en ella encontraba la Torá. El orden cósmico está garantizado por las leyes intrínsecas impresas por el Creador en la creación, y el orden moral nace de la obediencia a las leyes y preceptos de la Torá. El objetivo es el mismo, la providencia es la misma: «Los mandatos del Señor son rectos: alegran el corazón … son más valiosos que el oro, que el metal más fino; son más dulces que la miel que destila un panal» (19, 9-11). El salmista experimentaba la misma “alegría del corazón” cuando veía resurgir el sol cada aurora que cuando leía “honra a tu padre y a tu madre”; se sentía aturdido tanto por el firmamento como por el “no matarás”. Sabía que las estrellas y la Torá eran dones para él, eran única y exclusivamente gratuidad. Sin esta doble belleza no podemos entrar en el humanismo bíblico, no podemos comprender su mayor recompensa: «Guardarlos trae recompensa» (19,12). «El cielo estrellado sobre mí, la ley moral dentro de mí»: solo con el salmo 19 a la vista se comprende el sentido de la última página de la Crítica de la razón práctica de Kant, una de las páginas más bíblicas de toda la filosofía.

El antiguo poeta sabía otra cosa más: «Las inadvertencias, ¿quién las percibe? Absuélveme de culpas ocultas. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine» (19,13-14). Por encima del sol, los astros obedecen, dóciles y mansos, a las leyes que YHWH ha escrito para ellos; transmiten su mensaje, no transgreden, no pecan. Bajo el sol no es así, porque en la tierra el Adam fue creado con una libertad moral única, que lo convierte en el gran misterio del universo. Solo el hombre y la mujer pueden decidir no seguir las leyes de amor pensadas por Dios para ellos. Y en esto son superiores al sol y a las estrellas. Aquí está el gran misterio del hombre bíblico: la imagen de Dios lo hace tan libre que puede negar las leyes pensadas para su felicidad (nuestras infelicidades más importantes son las que elegimos sabiendo que son infelicidades). Somos más libres que el sol, y por tanto menos obedientes. Y así vuelve nuestro destino tremendo y estupendo custodiado por el salmo 8: «¿Qué es el hombre? Y sin embargo...».

Entre todos los pecados humanos, aquí se pone el acento en los realizados por inadvertencia, en los inconscientes. Aunque el siglo XX nos mostró un inconsciente no inocente, la categoría de los pecados inconscientes está muy alejada de nuestra sensibilidad moderna, tan centrada en las intenciones. La Biblia no es una ética, aunque en sus libros haya muchas éticas. El humanismo bíblico no puede encuadrarse en una u otra teoría ética moderna (responsabilidad, intenciones, virtudes…), pero ciertamente está más interesado que nosotros en las consecuencias de los actos. Su mayor interés estaba en el equilibrio del cuerpo social y en el cuidado de la Alianza con Dios. Si alguien cometía un pecado y provocaba un daño, la Biblia veía ese desequilibrio sobre todo en las relaciones sociales. El decálogo comienza con el recuerdo de la liberación de Egipto: no con un principio ético abstracto, sino con un acto. La dimensión histórica de la fe bíblica se manifiesta también en el gran valor que atribuye a los comportamientos, a las acciones, a los hechos, a las palabras. Por ejemplo, cuando el viejo Isaac entregó por error/engaño su bendición a Jacob y se dio cuenta de su error, ya no pudo revocar la bendición equivocada, porque sus palabras habían generado la realidad mientras las decía, y habían sido eficaces independientemente de las condiciones subjetivas de Isaac y sus parientes (Gen 27). Los pecados son hechos que actúan y cambian el mundo, con una vida propia distinta de las intenciones que los han generado. Si hoy le digo a alguien una palabra fea y mañana le pido disculpas, esas disculpas podrán actuar sobre el futuro, pero no podrán borrar la realidad de dolor que esa palabra ha generado en el corazón del otro en las horas transcurridas entre el pecado y el arrepentimiento. En la Biblia, además, la palabra es tan seria que produce efectos por sí sola, aunque no seamos conscientes, incluso durante las “horas” que pasan sin que pidamos disculpas porque no somos conscientes del daño que estamos causando – los daños inconscientes pueden ser mayores precisamente porque el arrepentimiento y las disculpas no llegan.

Así pues, la petición a Dios (y a la comunidad) de que absuelva los pecados inconscientes nacía de la conciencia de que el daño causado era mayor que las malas intenciones. El hombre bíblico lo sabía, y restablecía el equilibrio. Nosotros hemos perdido conciencia de ello, no pedimos perdón a nadie y nos escondemos detrás de la buena fe, pero de este modo aumentamos los desequilibrios. 

El salmo 15 elogiaba la sinceridad. El salmo 19 nos dice que la sinceridad a veces no basta. Porque en la vida también existe el valor de las consecuencias de acciones equivocadas realizadas de buena fe. La Biblia es un continuo y precioso ejercicio de autosubversión, que es la cura más eficaz contra toda ideología, incluidas las pequeñas pero numerosas ideologías de nuestro siglo nacidas sobre la muerte de las grandes ideologías del siglo pasado.

El salmo 19 nos lleva al séptimo cielo y después nos devuelve a la tierra, a nuestras inadvertencias y culpas inconscientes, para decirnos una cosa importante que no deberíamos olvidar: una relación regenerada tiene tanto valor como una galaxia.

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