A la escucha de la vida/17 - La verdadera naturaleza del don es mestiza y subversiva, muy distinta de la filantropía
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 16/10/2016
«En todas las sociedades, obligar es la naturaleza peculiar del don»
Marcel Mauss, Ensayo sobre el don.
La función más valiosa de los profetas no es denunciar el mal que se presenta como mal, sino desenmascarar los vicios que hay dentro de lo que llamamos virtudes. Es fácil entender a Isaías y solidarizarse con él cuando critica la injusticia y los delitos de los poderosos. Es mucho más difícil entenderle y amarle cuando critica los dones. Y si en su tiempo era difícil, más aún lo es en el nuestro, cuando sacrificamos los dones por el negocio de los regalos: «¿Quién de nosotros habitará un fuego devorador, quién de nosotros habitará una hoguera perpetua? El que procede con justicia y habla con rectitud; el que rehúsa ganancias fraudulentas, y se sacude las manos para que no retengan regalos» (Isaías 33,14-15)
¿Por qué deberíamos rechazar los regalos si queremos habitar en una tierra de «fuego devorador»? Poniendo los regalos en el mismo lado que los beneficios corruptos y los delitos, Isaías nos está diciendo que es extremadamente grave equivocarse en la relación con los regalos. Es un error que puede acabar con nosotros en los incendios de nuestras economías y de nuestras ciudades. Eso lo saben muy bien los empresarios que «se sacuden las manos» para no aceptar los regalos de las mafias, aunque después se encuentren con el incendio de sus negocios, pabellones y casas. Salvan el alma aunque pierdan la vida, porque son capaces de caminar entre las «hogueras perpetuas» con dignidad y con la cabeza muy alta.
El don es algo muy serio. Tan serio que cuando la cristiandad quiso elegir el icono del don eligió un crucifijo. El primer homicidio-fratricidio nació de un don rechazado (el de Caín). El don está presente en el fundamento de las civilizaciones, en el centro de las familias y de todos los pactos sociales, en la raíz de las cooperativas y de muchas empresas, en el corazón del misterio de aquellos que se ponen en camino dejando su tierra para seguir sólo una voz desnuda.
Siendo corazón, centro y raíz, el don es silencioso. Está en las cosas más verdaderas y normales de la vida. Es más fácil encontrarlo en siete horas ordinarias de trabajo en la oficina que en la media hora extraordinaria que le “damos” a la empresa; en los cientos de palabras que decimos cada día, antes que las pocas palabras que acompañan a los regalos de San Valentín; en el esfuerzo que hacemos para no olvidar la última oración, antes que en las muchas plegarias que recitamos en los días fáciles del entusiasmo. El don protege su propia gratuidad con un dispositivo natural que le hace desaparecer cuando queremos aislarlo para apropiárnoslo, aunque sea para “darlo”. Por eso, en los lugares donde se narra la vida verdadera no encontramos muchas palabras sobre el don. Dentro de la Biblia, el don está en la Alianza, en el shabbat, en las normas sobre la acogida del huésped y el extranjero y en muchas páginas proféticas. Está en la historia de José, el hermano vendido como esclavo que se convierte en don para los hermanos vendedores. Está en el buen samaritano, pero más aún está en Simón de Cirene, que tiene que llevar durante un rato una cruz que no es la suya. Es posible que los mayores dones sean los que damos y recibimos en los calvarios de la vida, cuando nos encontramos bajo cruces no elegidas y seguimos caminando mudos en compañía de los crucificados.
Nuestra civilización habla mucho del don, pero lo conoce poco, porque lo ve donde no está y no lo ve donde realmente se encuentra. Conoce muy bien sus sucedáneos, sus juegos y sus falsificaciones. Con el fin de desactivar su naturaleza subversiva, radicalmente libre, lo contrapone al deber y lo separa de los contratos para así reducirlo a algo insignificante. Pero el don sólo puede vivir en la promiscuidad, mezclado con los precios y con la contabilidad, en las fábricas, en las plazas y en las salas de los juzgados. Si lo quitamos de estos lugares mestizos e impuros buscando la gratuidad pura, sencillamente lo matamos.
Más allá de este don están los regalos, que son otra realidad, unas veces importante y positiva y otras veces ambigua y peligrosa, pero siempre distinta del don-gratuidad. Una de las pobrezas de nuestro tiempo es confundir, en primer lugar, los regalos con los dones, y después reducir el don a regalo para hacer con él uno de los mayores negocios. En un momento determinado, en el alba de la modernidad, la civilización europea intuyó que el verdadero don era una experiencia demasiado subversiva y peligrosa para la política y la economía moderna. Prefirió los “Leviatanes” y las “manos invisibles, los contratos sin don. Así inventó la filantropía, los regalos de empresa, los descuentos, los patrocinios, las donaciones empresariales para curar a las víctimas que ellas mismas generan, las esponsorizaciones de las empresas del juego de azar, los hospitales para niños mutilados en las guerras financiados por los fabricantes de minas anti-persona.
El regalo-don genera un débito en quien lo recibe y lo acepta y un crédito en quien lo da. Podemos rechazar los regalos si no queremos convertirnos en deudores del donante, si no queremos crear en nosotros la obligación del reconocimiento y la devolución. Pero no todos (y no siempre) somos verdaderamente libres para rechazar los regalos que no queremos. Hay muchas personas pobres, frágiles y vulnerables, que no están en condiciones de rechazar los regalos de los poderosos y de los amos. Los súbditos no podían rechazar las regalías de los faraones, so pena de muerte. El pequeño comerciante, aislado y aterrorizado por la vida de sus hijos, no logra rechazar el regalo del boss que le dice: «Acéptalo; un día te diré cómo corresponder».
Pero, para entender la raíz profunda de la crítica de los profetas a los regalos, debemos excavar más y llegar a la veta profunda de la lucha contra la idolatría que explica muchas de las tesis de los profetas, que serían incomprensibles si nos quedáramos en la superficie. Isaías nos lo dice varias veces en su libro (1,23; 5,23; 45,13), y también lo vemos con gran claridad en otros pasajes cruciales de la Biblia: «El Señor, vuestro Dios (…) no hace acepción de personas ni admite regalos» (Deuteronomio 10,17).
El regalo (cuya raíz es rex/regis: regalos del/al rey) es un instrumento esencial de todo culto idolátrico, así como de las prácticas larvadamente idolátricas que se esconden en los sacrificios de nuestras religiones. No podemos entender la novedad del cristianismo si no nos tomamos muy en serio la polémica radical de Jesús de Nazaret contra los sacrificios. El regalo-don es un elemento intrínseco de la religión económica-retributiva, cuya crítica despiadada inició, no por casualidad, el libro de Isaías. En los cultos idolátricos, el ídolo es un gran acreedor de los hombres. Es titular de un crédito infinito, que sólo puede ser reducido con ofrendas y sacrificios, pero nunca cancelado. El ídolo siempre está hambriento. Es un voraz devorador de regalos que aplacan un poco su hambre y su ira siempre que el “don” tiene un valor suficientemente alto: la propia vida o la de los niños. Como sucede en todas las relaciones entre acreedores y deudores, cuando las deudas son demasiado grandes y no se pueden reembolsar, llega un día en que se desea la muerte del acreedor. A los ídolos se les da muerte casi siempre por el peso insostenible de la deuda con ellos. Así es como nuestra civilización decretó y ejecutó la “muerte de Dios”: primero hizo de él un ídolo, después sintió el peso de una deuda demasiado grande y finalmente mató al ídolo manufacturado pensando que mataba a Dios.
La Biblia no reduce a YHWH a un ídolo, para poder eliminar la deuda primordial e infinita de los hombres con la divinidad. Tal vez sea este su mayor don. La creación no genera ninguna deuda en las creaturas, porque fue y sigue siendo sola y totalmente excedencia de amor.
Pero ninguna fe puede proteger a Dios de convertirse en el gran deudor de los hombres. Ni siquiera el Dios bíblico, que es distinto, puede rechazar nuestros regalos. Está allí, impotente, “obligado” a aceptar todas nuestras ofrendas y sacrificios. En esta imposibilidad de rechazo es más débil que nosotros. No puede impedir nuestros créditos con él por los regalos que le hacemos. Es una deuda no exigible, pero – como ocurre con nuestra deuda pública – eficaz en la historia, porque la idea de Dios condiciona nuestras normas sociales, nuestro sentido de la justicia y nuestra cultura de la pobreza. A pesar de Job, de Isaías y de Jesucristo, sigue habiendo una fuerte tendencia-tentación a considerar al pobre como deudor y por tanto culpable, y a nosotros como inmunes ante el deber de fraternidad para con ellos. El capitalismo financiero exacerba hoy esta cultura.
Ninguna religión, ninguna sociedad, es indiferente a la idea que los hombres se forman de Dios. Demasiados pobres han permanecido esclavos toda la vida, alimentando la esperanza vana en un dios que les liberaría gracias a sus sacrificios. Y demasiados poderosos se han auto-proclamado funcionarios de estos dioses, recaudadores de intereses sobre préstamos creados con el único fin de mantener a sus deudores en la esclavitud. La historia es una continua lucha entre los que inventan deudas y créditos para aprisionarnos y los que quieren cancelarlos para liberarnos. Los profetas se encuentran entre los que liberan y condonan las deudas de los hombres y, antes aún, de Dios. Son hombres y mujeres que rechazan nuestros regalos por cuenta de Dios, que no puede rechazarlos, y así lo dejan fuera del infame comercio de las finanzas morales. Los profetas son los guardianes de la puerta del templo que intentan impedirnos que entremos con metales en nuestros bolsos. Lo hacen con la fuerza frágil de su palabra, sabiendo que no serán escuchados y que eludiremos sus controles, Pero también saben que, al proteger a YHWH de nuestros regalos, están generando una esperanza no vana en “aquel día” cuando los pobres, finalmente liberados y libres, podrán sacudirse las manos: «Felicidad eterna sobre sus cabezas. Regocijo y alegría les acompañarán. Adiós penas y suspiros» (Isaías 35,10).
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