A la escucha de la vida/1 – Isaías y las «primeras palabras» para amar, creer y buscar
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 26/06/2016
Dios conquista la omnipotencia para consolar; de la infinita necesidad de consolar nace la vida eterna.
Sergio Quinzio, Un comentario a la Biblia
El encuentro con los profetas es una etapa fundamental en el camino espiritual y moral de la persona. Son muchas las personas que viven y mueren sin este encuentro. De igual modo que son muchos los hombres y las mujeres que terminan su existencia sin haber experimentado la belleza ante una obra de arte, sin haber leído una poesía, sin haber sentido la respiración del universo en una noche estrellada, sin haberse enamorado, sin haber recitado una oración o sin haber trabajado nunca.
Se puede vivir sin todo eso, incluso sin Leopardi, Fernando Pessoa y Shakespeare. Pero cuando logramos encontrar estos dones espirituales y muchos otros esparcidos por el mundo, que están allí para nosotros, la vida ensancha sus horizontes y alcanza estratos más profundos. Todo eso es gracia, gratuidad total, sin mérito alguno. Por eso, la primera experiencia que realizamos cuando recibimos estos grandes dones, la más verdadera, consiste en sentir dolor en la carne por los demasiados hombres y mujeres que quedan excluidos de esta gratuidad sin tener culpa alguna. La existencia humana es, entre otras cosas y tal vez antes que ellas, un proceso de descubrimiento de la gratuidad que nos rodea y que con frecuencia está recubierta por un envoltorio de dolor. Es una búsqueda del tesoro que sólo acabará con la muerte, ni un minuto antes (uno de los mayores dones será descubrir que hemos aprendido a morir sin saberlo).
La mayoría, casi todos, viven sin conocer a Isaías. Su libro también es un puro y gran don, que lleva milenios custodiado en el corazón de la Biblia, en compañía de los demás profetas. Un solo capítulo de este libro bastaría para dar infinitas gracias a los antiguos escribas y cantores por haber salvado los textos bíblicos de asedios, persecuciones, incendios, deportaciones y exterminios. Sólo la experiencia del valor absoluto de la palabra podía proteger del fuego y la espada aquellas frágiles palabras escritas. Como no tenían más que la palabra, pudieron salvarla. El humanismo bíblico no se puede desvelar sin los profetas. Como Isaías, que destaca entre todos ellos por su inmensidad. Isaías es una de las mayores cumbres del genio humano. Sus páginas más bellas no deberían faltar en ninguna antología literaria escolar. Y sin embargo, faltan, debido a que también falta radicalmente una laicidad verdadera., en una cultura demasiado plana como para poder ver y anhelar las cumbres. Sin Isaías no se entiende a Cristo, ni siquiera los personajes de su pesebre (Isaías 1,3). Los Evangelios fueron escritos en el reverso del rollo de Isaías. Cuando lo olvidamos, los transformamos en una colección de textos morales o de milagros.
La profecía bíblica es un “bien común” de la humanidad de todos los tiempos. Todos los profetas son poda, abono, sachadura, siega, cosecha, vendimia del espíritu y por consiguiente de la vida humana, que es humana porque es espiritual. Todos lo son, pero Isaías lo es antes y por encima de otros. Su meditación es un valioso ejercicio para encontrar o reencontrar el sentido y la verdad del alma y de la salvación, para volver a esperar tras la destrucción, la ruina, el luto, la esperanza vana y el falso consuelo que siempre acompañan a estos acontecimientos. Pocos alcanzan la grandeza, la belleza y la poesía de Isaías. Uno de ellos es ciertamente Job, entre otras cosas porque, al igual que Isaías, nos ayuda mucho a comprender lo que Dios no es y en lo que no debe convertirse para que no quede transformado en un ídolo en el que creer o no creer (al igual que existen muchos creyentes en ídolos, también existen muchos no creyentes en ídolos).
El libro de Isaías es más grande que el texto escrito por Isaías «hijo de Amoz» (Isaías 1,1). El texto que ha llegado hasta nosotros es fruto de muchas manos. Tres de ellas se conocen como el primer Isaías (capítulos 1-39), el segundo (40-55) y el tercer Isaías (56-66). Durante dos siglos (entre el VIII y el VI antes de Cristo) una tradición profética retomó el primer texto y lo enriqueció poniéndolo en diálogo con los acontecimientos de las distintas etapas de la historia de Israel y de los pueblos vecinos, haciéndolo más poético, genial e inmenso. Como ocurrió con muchos grandes textos del genio humano, al final de este largo proceso de creación tenemos una obra colectiva que excede el genio de su primer autor. El Isaías posterior a Isaías ama y enriquece el libro de Isaías.
El Espíritu inspiró la palabra bíblica (y muchas palabras humanas) escribiendo palabras más grandes que las que escribieron los autores de los libros. No es necesaria la acción de muchas manos para que un texto sea grande; con frecuencia basta una, si es buena. Pero en el caso de los textos bíblicos, la acción colectiva aumenta la fuerza de la palabra, la convierte en comunidad, edifica la ekklesia. Esta acción coral no se ha detenido nunca, porque aquellos textos se siguen enriqueciendo cada vez que alguien trata de comentarlos de nuevo, o se atreve a escribir una nota, o a usar aquellas palabras para aprender a rezar. Esta libertad espiritual para enmendar, actualizar y “tocar” los textos, incluso los textos inmensos de Isaías, hizo que en Israel la palabra no se convirtiera en ídolo, como podía haber ocurrido dado su valor absoluto.
El libro comienza con Isaías llamando al cielo y a la tierra (1,2) como testigos de la acusación de corrupción que YHWH dirige a su pueblo a través de la misma palabra de Isaías: «¿Qué es para mí la abundancia de vuestros sacrificios? – dice el Señor. Harto estoy de holocaustos de carneros y de sebo de ganado cebado; y la sangre de novillos, corderos y machos cabríos no me complace (…) No traigáis más vuestras vanas ofrendas. Vuestras lunas nuevas y vuestras fiestas señaladas las aborrece mi alma; se han vuelto una carga para mí, estoy cansado de soportarlas. Y cuando extendáis vuestras manos, esconderé mis ojos de vosotros; sí, aunque multipliquéis las oraciones, no escucharé. Vuestras manos están llenas de sangre» (1, 11-15). Como Qohélet, Isaías nos dice sencillamente que los sacrificios son inútiles y estúpidos. Y no porque se ofrezcan sin ser adecuados, sino porque son erróneos sin más.
Lo dice al comienzo de su canto, porque sabe que no podrá anunciar la palabra sin despejar antes el campo de una idea equivocada de Dios como alguien sediento de sacrificios, que se mueve dentro de la lógica contable del dar y del tener. Toda reforma religiosa comienza negando al dios económico, al dios comerciante con los hombres, expulsando al mercado del templo.
Los profetas no son equilibrados y mucho menos educados y prudentes. A diferencia de nosotros, ellos no terminan sus críticas con “de todos modos” o “a pesar de todo” con el fin de atenuar la fuerza de su denuncia con el sentido común. Siempre son parciales, exagerados, excesivos. Aquí Isaías no dice, como tal vez nos gustaría, “de todos modos hay que hacer sacrificios, hay que ir al templo”. No, Isaías no cede ante el sentido común religioso de su tiempo ni de su templo y resiste en su denuncia de parte. La primera dificultad de la profecía está en no hacer concesiones al sentido común ni a la prudencia. Si los profetas atenúan la fuerza de su denuncia, autocensurándose para no parecer excesivos o imprudentes, o para no resultar demasiado inconvenientes con respecto a las instituciones a las que critican, reniegan de su vocación. El único modo que tienen los profetas para amar a su pueblo, incluidas las instituciones y los jefes, es no atenuar la fuerza radical y excesiva de la palabra. El sentido común, la prudencia y la moderación son virtudes propias de las instituciones, no de los profetas. Pero sin el exceso y la imprudencia de los profetas, las instituciones se convierten en tristes oficinas burocráticas, el poder se transforma en simple abuso, los pobres se vuelven invisibles y son abandonados en las periferias. Los profetas nos hacen ver con su voz lo que los poderosos no pueden o no quieren ver. Todos los profetas. Sobre todo Isaías.
Para tener la esperanza de encontrarnos de verdad con Isaías – los grandes encuentros de la vida no pueden programarse sino únicamente esperarse –, es necesario comenzar su lectura como si hubiéramos nacido hoy. Debemos hacer todo lo posible para intentar liberarnos de las ideologías religiosas y anti-religiosas con las que hemos crecido y con las que hemos construido el sentido de nuestro estar en el mundo. Isaías es un don para todos, pero sobre todo para los que no han creído nunca y en especial para los que han dejado de creer aunque les gustaría seguir creyendo. Su canto es una brisa del alba, una estrella matutina. Es una introducción a la vida en tiempos de ruina, para todas las ruinas y para todos los tiempos.
A lo largo de los siglos, muchos han comenzado o han vuelto a creer, a esperar y a amar junto a Isaías. Deberíamos acercarnos a él ignorantes de las palabras de nuestra religión y de nuestra falta de religión. Comenzar a leerlo como si nunca hubiéramos escuchado la palabra “Dios”. Volver “al principio”, abrir los ojos y oír, al lado del Adam, cómo resuena por primera vez en el mundo la palabra "Elohim". Experimentar la fuerza originaria y absoluta de aquella palabra, pronunciada para nosotros por alguien que la “vio” (Isaías 2,1). Los profetas ven la palabra y después la pronuncian para que también nosotros veamos.
Esta es la posibilidad de ver en la tierra a un Dios que es invisible porque si lo viéramos no sería más que un ídolo. Los sentidos de la palabra son el oído y la vista. La palabra que los profetas nos anuncian no es vanitas, no es soplo ni hálito, no es viento ni niebla. Es carne.
Isaías es el profeta de nuestro tiempo. Hemos olvidado las primeras palabras, lo sabemos. Pero esta inmensa pobreza puede convertirse en riqueza. Podemos hacer la experiencia de escucharlas por primera vez. Y después aprender de nuevo a escuchar la vida.
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