Carismas- Léxico para una vida buena en sociedad/13
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/12/2013
La penuria moral y civil de nuestro tiempo es consecuencia, entre otras cosas, de la desaparición de los carismas de la vida pública, bien por haber sido expulsados o bien por haberse retirado ellos mismos aceptando tranquilamente su marginación. Pero cuando faltan los carismas o cuando sólo se les considera como algo “religioso” y por tanto irrelevante para la vida civil, la economía, la política y la sociedad pierden el norte, porque les falta el recurso esencial de la gratuidad. Hay un lazo indisoluble entre los carismas y la gratuidad.
La gratuidad llega al mundo, para transformarlo cada mañana, por dos grandes caminos. El primero está dentro de nosotros, porque todo ser humano es por naturaleza capaz de gratuidad. La vida misma, nuestra llegada al mundo, es la primera gran experiencia de gratuidad. Nos descubrimos vivos, llamados a la existencia, sin haberlo elegido, como don primigenio y fundamento de cualquier otra gratuidad. Por eso probablemente no haya un acto de gratuidad más grande que el de una madre que permite a un hijo no buscado ver la luz. Es esta vocación natural a la gratuidad la que hace que atribuyamos un valor inmenso a la gratuidad de los demás y que suframos mucho cuando nuestra gratuidad no es reconocida, apreciada y agradecida. Quizá no haya dolor espiritual más agudo que el de ver la propia gratuidad pisoteada por los demás, ofendida y tergiversada. Si la gratuidad no estuviera ya dentro de nosotros, no podríamos reconocer ni apreciar la gratuidad de los demás. Quedaríamos atrapados dentro de nuestro narcisismo y seríamos incapaces de belleza verdadera y de virtud. Por esa razón la gratuidad es una dimensión constitutiva de lo humano, de todo lo humano y de cada ser humano, también del homo oeconomicus, que hoy en cambio la niega sistemáticamente y la echa fuera. Sin gratuidad el señor García no pasaría de ser un cliente, un compañero o un proveedor. La gratuidad es la que le convierte en Mario. Otras veces la gratuidad es relegada a los lugares donde se encuentran los profesionales de la gratuidad (¿el non-profit?), donde muere al faltarle el aire de las plazas y el ruido de las fábricas. La pasta necesita de la levadura, pero también la levadura necesita de la pasta.
La segunda vía maestra de gratuidad son los carismas, los dones de la charis (gracia, gratuidad). De vez en cuando, pero más frecuentemente de lo que nos parece, llegan a nosotros personas con una vocación especial de gratuidad. A estos portadores de carismas “no ordinarios” antes se les encontraba sobre todo en las religiones o en las grandes filosofías. Hoy se les encuentra también en otros lugares de lo humano: desde la economía a la política y desde el ambientalismo a los derechos humanos. Son muchos, pero raramente tenemos la capacidad cultural y espiritual necesaria para reconocerlos. Sin gratuidad no hay carisma. La mayor parte de los fenómenos que hoy llamamos “carismático” o “carisma”, siguiendo al sociólogo Max Weber, son otra cosa, con frecuencia ambivalente y a veces pésima. Los carismas aumentan y potencian la gratuidad en la tierra y la despiertan o la resucitan en quienes se encuentran con ellos. Encuentran el “ya” de nuestra gratuidad y hacen que florezca el “todavía no”. Todo encuentro verdadero con un carisma es el encuentro con una voz que interpela a nuestra gratuidad y cuando parece muerta le dice: “Talitha kumi”: "muchacha levántate".
Deberíamos escribir enciclopedias sobre el papel esencial de los carismas en la vida económica y civil, empezando por las cosas menos obvias. Por ejemplo, una de las dimensiones de los carismas y de la gratuidad-charis es su “naturaleza”, que los hermana con la tierra y nos revela la gratuidad escondida misteriosa pero realmente en la naturaleza. Cuando nos encontramos con un auténtico portador de un carisma, ya se trate de un cooperador social o de la fundadora de una comunidad religiosa (he conocido a muchos y siempre me han hecho mejor persona), la primera y más radical experiencia es la sensación incluso física de encontrarnos ante una persona que nos quiere y que hace bien al mundo con su existencia. No vemos a una persona mejor o más altruista, sino a una persona que es y hace lo que es. El carisma no es algo primordialmente ético, sino antropológico y ontológico: es el ser que se manifiesta y resplandece. La gratuidad es ejercicio ordinario en la vida diaria (aunque hacen falta muchas virtudes para no perderla por el camino). Así los carismas son a un tiempo pura espiritualidad y pura laicidad. Son la mayor docilidad y la denuncia y la acción más radicales para <derribar de los tronos a los poderosos>. Esta dimensión “natural” de los carismas, por ejemplo, hace que quienes se sienten beneficiados por esta gratuidad no se sientan en deuda. Esta gratuidad les quita a los bienes su demonio (el hau, como lo llaman los polinesios), liberándonos y haciendo de la reciprocidad un encuentro de libertad.
Es muy importante esta amistad entre la gratuidad y la naturaleza. El árbol crece y da fruto porque está hecho así; no podría hacer otra cosa. El arroyo se arroja al lago porque obedece a una ley natural. Así es el carisma: quien lo recibe actúa porque “está hecho así” y porque “no podría hacer otra cosa”. Sabe que debe cuidar y alimentar “eso” que le habita. Siente que lo que le habla por dentro y le guía (el carisma) actúa como una fuerza propia y a la vez, paradójicamente, es también la parte mejor y más verdadera de sí mismo. Esta dinámica de “intimidad-alteridad”, que impide a su portador adueñarse del carisma y usarlo en su propio provecho (cuando lo hace, el carisma desaparece), es la que garantiza la gratuidad. Esta dinámica vale para los fundadores de comunidades carismáticas, pero también para cada uno de los miembros de estas comunidades, que no son simples seguidores de un movimiento ni socios de una organización, sino personas guiadas desde dentro porque están habitadas por el mismo carisma que el fundador. Los franciscanos no tratan de seguir y mucho menos de imitar a Francisco, sino que con Francisco siguen su propio carisma y se convierten con el tiempo en lo que ya son. En esto se esconde el misterio de los carismas, de todos los carismas religiosos y laicos (si es que hace falta distinguirlos) y de su típica libertad.
Aquí aparece también una profunda analogía entre el carismático y el artista: ambos son “servidores” de un daimon, de un Espíritu, obedecen a una voz y saben vencer la muerte. Teresa de Avila y Caravaggio fueron realidades morales muy distintas, pero ambos hicieron un mundo más bello y mejor, nos amaron y nos aman gratuitamente. Aquí la gratuidad se entrecruza con la belleza, que tanto se le parece. Ambos expresan el valor intrínseco de la vida, que viene antes de cualquier precio, antes de la reciprocidad e incluso antes de la mirada del otro. Es la belleza-gratuidad que hacía engalanar y decorar los salones de los palacios y las bóvedas de las catedrales. La misma que hoy le impulsa a Juana a decorar con gusto la mesa aunque haya enviudado y se haya quedado sola sin poder compartirla con nadie.
Los carismas llegan al mundo para el bien de todos, incluso de los que no los ven o los desprecian. Pero sobre todo vienen para los pobres. Si no hubiera carismas, los pobres no serían vistos, amados, cuidados, salvador, estimados: <Hoy llega la salvación a nuestra comunidad: una familia con cinco hijos, todos minusválidos> (Don Lorenzo Milani). La mirada distinta de los carismas les da a los pobres esperanza y alegría, y muchas veces los resucita. La mirada de los pobres hace que el carisma siga vivo, sin dejarlo morir ni convertirse en una simple institución.
Los carismas y su gratuidad son los que nos revelan la Navidad. Y la Navidad es la que nos ilumina la charis. Feliz Navidad a todos.
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