Pobreza - Léxico para la vida buena en sociedad/5
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/10/2013
La pobreza es una dimensión esencial de la condición humana, muy importante para la vida de todos. Un error grave de nuestra civilización es considerar la pobreza como un problema típico de algunas categorías sociales o pueblos. Nos gustaría inmunizarnos cada vez más de la pobreza, expulsando a los pobres, como chivos expiatorios, fuera de las fronteras de nuestra convivencia ciudadana. Ya no reconocemos la pobreza, nos hemos olvidado de que nacimos en la pobreza más absoluta y terminaremos nuestra vida en una pobreza no menos absoluta.
Pero bien mirado, toda nuestra existencia es una tensión entre el deseo de acumular riquezas para llenar esta indigencia antropológica radical y la conciencia, que vamos adquiriendo con los años, de que la acumulación de cosas y de dinero sólo es una respuesta parcial y en conjunto insuficiente a la necesidad de reducir la auténtica vulnerabilidad y la fragilidad de la que venimos, para vencer a la muerte. Una conciencia que alcanza su grado máximo cuando pensamos cómo terminaremos nuestra existencia: desnudos como cuando llegamos. Las riquezas y los bienes pasarán y de nosotros quedará (si queda) otra cosa.
Esta intuición está detrás de la opción de quienes deciden vivir con menos dinero y menos cosas porque descubren que el decrecimiento de algunas riquezas permite el crecimiento de otros bienes generados por esa nueva y distinta pobreza elegida. Este es el itinerario espiritual y ético de Jesucristo («Siendo rico, se hizo pobre para enriquecernos con su pobreza»), el mismo que hicieron suyo Francisco, Gandhi, Simone Weil y muchos otros gigantes en humanidad y espiritualidad que con su pobreza elegida enriquecieron y siguen enriqueciendo la vida en esta tierra, sobre todo la de millones y millones de pobres que no han elegido la pobreza sino que la padecen.
Junto a estos grandes amantes de la pobreza liberadora y profética, hay muchos otros hombres y mujeres, de ayer y de hoy (y también de mañana). Entre ellos hay poetas, monjas, misioneros, ciudadanos responsables e incluso periodistas, empresarios y políticos.
Sólo quien toma la opción de ser pobre de poder, de dinero y de sí mismo, puede librar largas y agotadoras batallas por la justicia, en las que puede incluso dar la vida, muriendo por esos ideales. Sólo estos pobres pueden dar su vida por los demás, porque no la consideran una celosa posesión. Quienes no son capaces de dar la vida por los ideales en los que creen, poco valor deben ver en esos ideales y en esa vida.
El economista iraní Rajiid Rahnema nos revela algo de la compleja semántica de la pobreza cuando en una de sus páginas más hermosas distingue entre distintas formas de pobreza: «La pobreza elegida por mi madre y mi abuelo sufis en el seguimiento de los grandes pobres del misticismo persa; la de algunos pobres del barrio en el que pasé los primeros doce años de mi vida; la de las mujeres y hombres en un mundo en vías de modernización, con ingresos insuficientes para seguir la carrera de las necesidades creadas por la sociedad; la de las insoportables privaciones sufridas por una multitud de seres humanos reducidos a formas humillantes de miseria; y por último la pobreza representada por la miseria moral de las clases poderosas y de algunos ambientes sociales en los que me he visto envuelto a lo largo de mi carrera profesional».
Aquí se abre un tema crucial, del que se habla poco, sobre la pobreza. La pobreza mala (como, por ejemplo, las cuatro últimas formas citadas por Rahnema), la que deberíamos extirpar cuanto antes del planeta, es antes que nada una falta de “capitales” que impide la generación de los “flujos” (entre los que se incluye el trabajo y los ingresos que genera) que nos permiten desarrollar actividades fundamentales para llevar una vida digna y si es posible bella. Si miramos a las múltiples formas de pobreza sufrida y no elegida en las que se encuentran atrapadas muchas personas en el mundo (demasiadas mujeres, demasiados niños y muchísimas niñas), nos daremos cuenta de que las situaciones de indigencia, precariedad, vulnerabilidad, fragilidad, insuficiencia y exclusión son fruto de la falta de capitales no solo financieros sino también relacionales (familias y comunidades rotas), sanitarios, tecnológicos, medioambientales, sociales, políticos y aún con más motivo educativos, morales, motivacionales, espirituales; de la falta de philia y de agape.
Para entender qué tipo de pobreza experimenta una persona considerada como pobre (porque posee menos de uno o dos dólares al día), sería fundamental ver sus capitales y ver si se convierten en flujos. E intervenir a ese nivel. Así podríamos descubrir, si miramos bien, que vivir con dos dólares al día en una aldea con agua potable, sin malaria y con una buena escolarización de base, es muy distinto a vivir con dos (o incluso con 5) dólares al día pero sin poseer estos otros capitales. Tal y como nos enseña el economista y filósofo indio Amartya Sen, la pobreza (mala) consiste en carecer de las condiciones (sociales y políticas también) para desarrollar las propias potencialidades, que de este modo quedan encalladas en capitales demasiado bajos, que impiden que el viaje de la vida sea suficientemente largo y no demasiado accidentado y doloroso. Así pues la pobreza, toda pobreza, es mucho más que la falta de dinero y de ingresos, como podemos ver cuando perdemos el trabajo y no encontramos otro porque no poseemos los “capitales” fundamentales (no solo la universidad, sino también el aprendizaje de un oficio en los años adecuados).
Los capitales de las personas y los pueblos, la riqueza y la pobreza, siempre están mezcladas. Algunos capitales, riquezas y pobrezas, son más decisivos que otros para el desarrollo humano, pero salvo en casos extremos (aunque muy importantes), nadie es tan pobre como para no tener alguna forma de riqueza. Esta mezcla hace tal vez que el mundo sea un lugar menos injusto de lo que parece a primera vista, aunque hay que prestar mucha atención a no caer en la “retórica de la pobreza feliz” que muchas veces encontramos en quienes alaban indigencia ajena viviendo cómodamente en chalets de lujo o pasando con coches blindados por las periferias de las ciudades del Sur del mundo en una (a veces equívoca) forma de “turismo social”. Antes de poder hablar de la pobreza bella es necesario mirar a la cara a la pobreza fea y si es posible saborear algún bocado. Pero la conciencia del riesgo, siempre real, de caer en la retórica burguesa de la alabanza de la pobreza bella (la de los otros, a los que nunca hemos conocido ni tocado), no debe llegar a borrar una verdad todavía más profunda: todo proceso de salida de las trampas de miseria comienza siempre valorando las dimensiones de riqueza y belleza presentes en los “pobres” a los que se desea ayudar. Porque cuando no se parte del reconocimiento de este patrimonio muchas veces enterrado pero real, los procesos de desarrollo y de “capacitación” de los “pobres” son ineficaces cuando no dañinos, porque falta la estima del otro y de sus riquezas y por lo tanto la experiencia de la reciprocidad de las riquezas y las pobrezas.
Hay muchas pobrezas de los “ricos” que podrían ser curadas con las riquezas de los “pobres”, solo con conocerse, encontrarse, tocarse. Y si no empezamos a conocer y reconocer la pobreza, todas las pobrezas, no podremos volver a hacer buena economía, que surge siempre a partir del hambre de vida y de futuro de los pobresi.
Los comentarios de Luigino Bruni publicados por Avvenire se encuentran en el menú Editoriales Avvenire