Comentario – Léxico de la vida buena en sociedad/1
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/09/2013
Algunos están firmemente convencidos de que ya hemos dejado atrás lo peor de la crisis. Otros están igualmente persuadidos de que la ‘gran crisis’ no ha hecho más que empezar. Lo que es cierto es que debemos empezar a darnos cuenta de que la palabra ‘crisis’ ha dejado de ser adecuada para expresar estos tiempos. Nos encontramos inmersos en un largo periodo de transición y de cambio de paradigma, que comenzó mucho antes de 2007 y está destinado a durar todavía mucho más. Así pues, lo mejor que podemos hacer es aprender a vivir bien en el mundo tal y como es hoy, incluyendo el trabajo. Debemos aprender un nuevo léxico económico que sea adecuado, en primer lugar, para comprender este mundo (no el de ayer) y después para disponer de instrumentos con los que actuar y tratar de mejorarlo.
Ya no conseguimos entender nuestra economía, nuestro trabajo y nuestra falta de trabajo, y eso es una nueva forma de pobreza colectiva. Después de tomar conciencia de esta nueva pobreza ‘lingüística’ y de pensamiento, la siguiente idea es comenzar (o tal vez continuar) a escribir una especie de ‘Léxico de la vida buena en sociedad’, una expresión inspirada del economista e historiador napolitano Ludovico Bianchini, titular de la cátedra de economía que ocupó cien años antes Antonio Genovesi. Para su principal tratado de economía, Bianchini eligió el título de ‘Della scienza del ben vivere sociale’ (1845). Pero ningún léxico nuevo nace de la nada, sino que vive, crece y se nutre de las palabras pasadas, a la vez que prepara las futuras. Por eso es siempre provisional, parcial y necesariamente incompleto; material de trabajo, un cajón de instrumentos para razonar y actuar.
Hay palabras fundamentales de la vida social que deben ser pensadas y en parte reelaboradas de nuevo, si queremos que la vida civil y económica sea ‘buena’ y en la medida de lo posible también justa. En esta época nuestra estamos haciendo mucha mala economía, entre otras cosas porque estamos expresando y pensando mal la vida económica y cívica. Son muchas las palabras que habría que repensar y reescribir. Entre ellas sin duda están: riqueza, pobreza, empresario, finanzas, bancos, bien común, trabajo, justicia, dirección de empresas, distribución de la renta, beneficios, derechos de propiedad de las empresas, indignación, modelo italiano, capitalismo y muchas otras. También hace falta un nuevo léxico para entender y recuperar el valor de la tradición económica y civil europea. El siglo XXI se está convirtiendo (peligrosamente) en el siglo del pensamiento económico y social único.
Estamos perdiendo demasiada biodiversidad, riqueza antropológica y ética y heterogeneidad cultural. No sólo están desapareciendo miles de especies vivientes, también están muriendo formas vivientes de empresas, de bancos, de tradiciones artesanales, de visiones del mundo, de cultura empresarial, de cooperación, de oficios, de saber hacer y saber pensar y de éticas del trabajo. Y muchas de las formas que están naciendo se parecen demasiado a las especies parásitas y agresivas que aceleran la muerte de plantas antiguas y buenas. Se están reduciendo las formas de empresa, las culturas de dirección, las maneras de hacer banca, aplastadas todas ellas por la ideología del ‘business is business’, en la que los negocios son sólo los de matriz anglosajona, especialmente norteamericana. Un modo de entender los negocios para el que también los bancos son todos iguales, tanto los que apuestan con nuestros ahorros como los que están al servicio del territorio, las familias y las empresas.
La economía europea tiene una biodiversidad lograda a lo largo de una historia secular, con la que en cambio no cuenta el capitalismo que nos está colonizando. Los que olvidan esta larga historia y esta riqueza producen daños civiles y económicos enormes y muchas veces irreversibles.
El siglo XX fue el siglo de la pluralidad de sistemas económicos y de la pluralidad de capitalismos. Ese siglo, que ahora parece tan lejano, vio desplegarse varios tipos o formas de economía de mercado: la economía social de mercado alemana, la economía colectivista, la economía mixta italiana (un mixto que iba mucho más allá de la relación entre lo público y lo privado), los modelos escandinavo, francés, inglés, norteamericano, japonés, indio, sudamericano y, en su último fulgor, también el modelo híbrido chino. Toda esta variedad e economías de mercado, capitalistas o no, iba acompañada de grandes (a veces enormes) lugares de economía tradicional, que seguían perviviendo en nuestra vieja Europa. En el siglo XXI toda esta biodiversidad está desapareciendo.
La diversidad es siempre la que hace que el mundo sea maravilloso, y la biodiversidad de formas civiles y económicas no lo hace menos espléndido y rico que la de las mariposas y las plantas. El paisaje italiano y europeo es patrimonio de la humanidad no sólo por las colinas y los bosques (fruto, entre otros, de los grandes carismas monásticos de la Edad Media y por ello con mucha biodiversidad espiritual). Nuestras plazas y nuestros valles son estupendas no sólo gracias a las vides y a los olivos, sino también gracias a las cooperativas, a las cajas rurales y cooperativas de crédito, todas iguales y todas distintas, a las cajas de ahorro, a los fabricantes de violines y a los establos de montaña, a las empresas de los distritos, a las cofradías, las casas de misericordia, a las Escuelas de Don Bosco y las Escuelas Pías, los hospitales de las Hijas de la Caridad junto a otros hospitales los públicos y privados. Cada vez que una de estas instituciones muere, tal vez debido a leyes equivocadas o a consultores poco preparados, nuestro país se empobrece, nos hacemos menos cultos, menos profundos y libres y quemamos siglos de historia y de biodiversidad.
Donde no hay biodiversidad sólo hay esterilidad, incesto y enanismo, patologías que está conociendo un capitalismo financiero incapaz de generar buen trabajo y buena riqueza, precisamente por ser demasiado chato al aceptar una única cultura y un único principio activo (la maximización de los beneficios y la renta a corto plazo). Esta pérdida de biodiversidad civil y económica (y por lo tanto humana) es una enfermedad muy grave, que pone en discusión directamente la democracia, que hoy igual que ayer está íntimamente relacionada con la diversidad de formas y la pluralidad de protagonistas de la economía de mercado.
Ahora se abren nuevos retos, decisivos para nuestra calidad de vida presente y futura: ¿Hasta dónde queremos extender el mecanismo de los precios para regular la vida en común? ¿Estamos seguros de que la forma en la que estamos gestionando las empresas, sobre todo las grandes, tiene futuro? ¿Los trabajadores deberán permanecer siempre fuera de los Consejos de Administración de las empresas? ¿Queremos seguir depredando África o podemos instaurar con esos pueblos lejanos y cada vez más cercanos una nueva relación de reciprocidad? ¿Cuándo dejaremos de robarle el futuro a nuestros nietos endeudándonos por un consumo excesivo y egoísta? ¿Es posible extender el sistema de ‘trip advisor’ que tienen los hoteles a todos los bienes de mercado, para avanzar hacia una verdadera democracia económica? ¿Tenemos todavía algo que decir como Europa acerca del mercado y la empresa? Estas y otras difíciles preguntas (y retos) no se pueden responder con éxito si antes no aprendemos a pensarlas y a decirlas con las palabras adecuadas.
Muchos daños, no sólo económicos, han causado durante estas décadas quienes han presentado ‘males’ en forma de ‘bienes’, costes como ingresos y vicios disfrazados de virtudes. Daños que seguimos produciendo, aunque a veces de manera no intencionada. Debemos prepararnos todos (ciudadanos, economistas, instituciones, medios de comunicación y políticos) para dar vida a un lenguaje económico y cívico que nos ayude a llamar a cada cosa por su nombre, para amarlas y mejorarlas. En todas las épocas de renacimiento, las palabras envejecen muy rápidamente, aunque ninguna edad de la historia ha consumido palabras y conceptos tan rápidamente como la nuestra. Si verdaderamente queremos volver a crear trabajo, concordia ciudadana, cooperación y riqueza, primero tenemos que saber pronunciarlas, llamarlas por su nombre. El primer acto humano fundamental para pasar del ‘caos’ al ‘cosmos’ (orden) es poner nombre a las cosas, conocerlas, conservarlas, cultivarlas. Pero el nombre más importante que debemos aprender hoy a reconocer y a pronunciar es el nombre del otro. Porque cuando nos olvidamos de pronunciar ese primer nombre ya no conseguimos llamarnos a nosotros mismos ni a las cosas, incluidas las importantes cosas de la economía. Solo cuando las llamemos por su nombre adecuado comenzarán a respondernos.
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