La feria y el templo/20 – En pocas décadas, la Reforma y la Contrarreforma consumieron el terreno ético conquistado por los comerciantes entre los siglos XIV y XVI.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/03/2020
El siglo XVII fue más «religioso» que el XIV, pero quizá no más «cristiano». Y después de la amistad entre frailes y comerciantes, entre clérigos y empresarios, se reinstauró una distante sospecha.
El terreno ético que los comerciantes europeos habían conquistado entre los siglos XIII y XV desapareció en unas cuantas décadas, con la Reforma protestante y la Contrarreforma católica. La ética económica de la Contrarreforma volvió a ser la de cuatro siglos antes, como si Olivi, Duns Scoto, Boccaccio, Francesco Datini y Benedetto Cotrugli no hubieran escrito ni hecho nada; como si los milagros de belleza y civilización de Florencia, Génova y Venecia hubieran sido borrados de la conciencia colectiva. Las virtudes dignas de elogio volvieron a ser las aristocráticas, nobles y agrícolas, no las del comercio. El reloj de la historia retrocedió a la sociedad feudal del siglo XI. La encíclica Vix pervenit de Benedicto XIV, que declaró legítimo el interés sobre los préstamos, reproducía en 1745 las mismas tesis de los franciscanos, pero casi medio milenio después. Las páginas medievales sobre ética económica del franciscano Bernardino de Siena o del dominico Antonino de Florencia siguen siendo hoy objeto de estudio y meditación. Sin embargo, nadie recuerda las homilías de Jerónimo Garimberto ni las charlas cuaresmales de Paolo Segneri, los grandes moralistas económicos de la época de la Contrarreforma. El siglo XVII, con su explosión barroca de devociones, fue más religioso que el XIV, pero quizá no más cristiano.
Los efectos económicos y civiles más importantes de la Contrarreforma fueron imprevistos y colaterales. El más conocido es el primero. La lucha contra la usura volvió a ser un tema caliente. Cualquier contrato podía caer implícitamente en la usura. Por eso, ocuparse de la economía y del comercio se convirtió en un oficio peligroso. Era mejor dedicarse a las profesiones liberales y sobre todo a la agricultura, dado que la actitud de la Iglesia con respecto a las rentas y usuras agrarias (los “censos”) era mucho más blanda. De ahí el progresivo distanciamiento entre la clase mercantil y la Iglesia católica. Con el comercio ocurrió algo parecido a lo que estaba ocurriendo con la teología: dado que de Alpes para abajo ocuparse de teología podía ser arriesgado e incluso terminar en la hoguera, después de la Reforma los intelectuales italianos y latinos se dedicaron a otras cosas (música, arte, literatura, teatro), y la teología moderna pasó a ser un asunto prevalentemente protestante. Para hacerse una idea, basta hojear el más extendido Manual para confesores del abad Gaume: «Al comerciante peguntadle si ha retenido alguna parte del precio, incluso en el caso de que el patrón hubiera determinado el precio…». Y continuaba con una larguísima lista de casos especiales a comprobar cuidadosamente durante la confesión (1852, p.163).
Quien conozca a los empresarios, sabrá bien que si hay algo que esta categoría de personas detesta es la intromisión ajena en las decisiones del “fuero interno” de su empresa. Así pues, lo mejor era confiar la práctica ordinaria de los sacramentos a la mujer o a las hermanas, y de ese modo evitar penitencias, excomuniones, infamia y deshonor. La conquistada autonomía de las cosas terrenas fue poco a poco reabsorbida por una nueva clericalización de la vida y de las conciencias. En la Edad Media tardía, la vigilancia ética de los comerciantes la ejercían los frailes franciscanos y dominicos. Tenía lugar dentro de un trato ordinario, en la amistad, y consistía en un acompañamiento partícipe y solidario de personas de carne y hueso observadas en las plazas, no imaginadas en los confesionarios. El trauma de la Reforma-Contrarreforma devoró este patrimonio de confianza y familiaridad, y recreó la sospecha recíproca y las distancias típicas del primer milenio cristiano.
El papel de las órdenes religiosas fue un segundo efecto indirecto pero importante de la Contrarreforma. El clima creado por la Reforma generó en el mundo católico una sospecha general con respecto a las antiguas órdenes religiosas (Lutero era monje agustino). Los monasterios y los conventos, sobre todo los masculinos, dejaron de ser vistos como cunas de espiritualidad y cultura y empezaron a ser vistos como potenciales refugios de herejes, porque los monjes y los frailes eran estudiosos de la Escritura y porque estaban “carismáticamente” abiertos a los vientos de reforma. No pocos monjes y frailes fueron condenados por la Inquisición. Algunos franciscanos, por ejemplo, fueron acusados de luteranismo y ajusticiados a mediados del siglo XVI: Giovanni Buzio, Bartolomeo Fanzio, Girolamo Galateo, Cornelio Giancarlo, Baldo Lupatino. La Reforma tridentina no se apoyó en las órdenes antiguas (monjes y mendicantes), sino en las nuevas órdenes, sobre todo en los jesuitas, pero también en los barnabitas, teatinos, somascos y capuchinos, así como en los sacerdotes diocesanos. La nueva sospecha y la falta de estima con respecto a los antiguos monjes no solo frenó el desarrollo de aquellos laboratorios económicos, culturales y tecnológicos que fueron durante muchos siglos los monasterios, sino que complicó no poco la acción económica y social de los franciscanos y su atención pastoral a los comerciantes y artesanos dentro de las ciudades. El desarrollo que tuvieron los Montes de Piedad gracias a la acción de los frailes menores, conoció una crisis a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Los Montes que, a pesar de todo, se siguieron fundando, se fueron apartando progresivamente de los franciscanos para convertirse en instituciones municipales o diocesanas. De este modo perdieron su carácter de bancos para apoyar las actividades de los pequeños y medianos empresarios y se transformaron en entes de pura asistencia y beneficencia: «El Concilio de Trento colocó el Monte de Piedad entre los Píos Institutos y entre los lugares que los obispos debían visitar con regularidad» (Maria G. Muzzarelli, término "Monti di Pietà" en Dizionario di Economia Civile).
Un tercer efecto indirecto de la Contrarreforma fue la progresiva “feminización” de lo sagrado y de la religión: «Los hombres podían confesarse, las mujeres debían hacerlo» (Adriano Prosperi, I tribunali della coscienza), porque acudir con frecuencia y públicamente a los sacramentos era una precondición para el acceso al mercado de los matrimonios y para la honra pública de las casadas. La esfera económica y política se entendía cada vez más como un asunto masculino, mientras que el ámbito sagrado y las prácticas religiosas se convertían en el reino de las mujeres, ya fueran monjas o casadas. Las prácticas religiosas no se llevaban bien con la virilidad. Una piedad popular cada vez más femenina producía prácticas devocionales que los hombres abandonaban porque se sentían incómodos – y el proceso se autoalimentaba en iglesias decoradas por (y para) la sensibilidad femenina, con su consiguiente lenguaje, oraciones y cánticos. Esta feminidad no se advierte en las iglesias protestantes. La práctica de la religión católica comenzó a convertirse en un “oficio” de mujeres gobernado enteramente por varones. Ejércitos con soldados mujeres y oficiales varones. Las mujeres se convirtieron también en la principal puerta de entrada de la Iglesia en la vida de la familia y por tanto de la sociedad: «El varón es pagano por naturaleza y a la esposa cristiana le toca no tanto convertirlo cuanto salvar su alma. El hombre salvaje bebe, juega, blasfemia, molesta a las mujeres y pega; la esposa misionera no se opone a estas costumbres, sino que va al grano, que es una cantidad mínima de misas, sacramentos y devociones suficientes para estar fundamentalmente en paz con el cielo. Además, basta con que el alma esté lista en el lecho de muerte» (Luigi Meneghello, Libera nos a malo). La teología del sufrimiento vicario, además, funcionaba perfectamente en esta oikonomia familiar: las mujeres podían salvar al marido, padre e hijos ofreciendo sus penitencias y sacrificios.
La confesión también satisfacía bien el lado de la “demanda”: el sacerdote era, para muchas mujeres, sobre todo consagradas, el único contacto con el exterior y con los varones, y a menudo este contacto se transformaba en amistad y familiaridad. De hecho, el uso de los confesionarios, que se extendieron mucho en la Contrarreforma, y de las ventanas de los monasterios fue objeto de atención y disciplina, debido, entre otras cosas, a los reiterados reatos de sollecitatio y seducción en los confesionarios, así como a los conflictos entre monjas. Un ejemplo son los denunciados en Ferrara en 1623, cuando un «confesor, mostrando atención solo por una decena de monjas jóvenes, causó división entre las religiosas: las más, por desquite, se abstenían desde hacía meses de la práctica del sacramento» (Mario Sanseverino, Un pericoloso ministero: confessare le monache nella Napoli della Controriforma 1563-1700). Por este motivo, después del Concilio de Trento se introdujo un único confesor para todo el monasterio y el papa Gregorio XIII introdujo una limitación de tres años para su mandato.
Es interesante señalar que, mientras que al comienzo de la norma de los tres años las monjas pedían que se respetara la alternancia, algunas décadas más tarde la actitud cambió y muchas monjas pedían que se prorrogara el trienio. No es sorprendente, entonces, que hacia finales del siglo XVI en varias ciudades se comenzara a poner un sueldo a los confesores, con el fin de evitar el comercio de regalos y propinas entre las monjas individuales y el confesor. Una intersección más entre economía y religión: el pago de un moderado salario monetario (en el monasterio de la Santa Cruz de Lucca, por ejemplo, el salario era de 60 ducados) era usado como instrumento para desincentivar la creación de bienes relacionales considerados inconvenientes o cuanto menos imprudentes. El bien común del monasterio (o al menos lo que los responsables percibían como tal, aunque tal vez no las monjas) era perseguido mediante la introducción de dinero público en lugar de regalos privados. El dinero casi siempre expulsa y sustituye al don, pero no resulta obvio valorar los efectos de esta sustitución para todas las partes en causa – también los sistemas clientelares y mafiosos son derrotados mediante la introducción de contratos transparentes.
Un último efecto es el relativo a la comparación con los países protestantes. En el mundo de la Reforma – como nos ha recordado Max Weber – el laicado se convirtió esencialmente en el lugar de la profesión laboral entendida como vocación (beruf). Una vez que Lutero y Calvino cerraron los monasterios, se desarrolló la idea de que el nuevo lugar para cultivar la vocación cristiana era el trabajo civil: el convento pasó a ser la ciudad. Del ora et labora de los monjes, los protestantes retomaron el labora, que se convirtió en una nueva forma de oración. También el mundo católico de la Contrarreforma conoció una migración del mundo monástico. Pero de la fórmula monástica tomaron el ora, la oración, que se convirtió también en una nueva forma de trabajo, sobre todo femenino, en los monasterios o en las casas. Las prácticas religiosas monásticas (ideal de perfección, acompañamiento, lucha espiritual, penitencias…) se convirtieron en el ideal de vida de los laicos, sobre todo de las laicas. Así pues, no es verdad que el individualismo fuera una clave de lectura solo para el protestantismo. También existió un individualismo católico, aunque fuera muy distinto. El individualismo nórdico se desarrolló en el terreno de los derechos y de las libertades, y se convirtió en el individualismo del fuero externo; el latino y católico se convirtió en un individualismo del fuero interno, privado, familista y femenino, con mujeres ocupadas en el cuidado del alma y de la casa, pero excluidas del fuero externo, dominio exclusivo de los varones (en los países católicos más que en los protestantes).
Pero hay una buena noticia. El antiguo espíritu del arte del comercio no ha muerto. El fuego sigue vivo bajo las cenizas. Aunque no lo sepan, muchos empresarios italianos y españoles tienen el mismo ADN ético que los comerciantes que dieron esplendor a nuestras ciudades y a nuestras iglesias; las mismas virtudes y el mismo amor civil. No lo saben, pero es así. Un espíritu bueno del comercio, que sigue siendo cálido, vivo y vivificante.
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Termina aquí la serie de veinte artículos dedicados al origen de la ética mercantil. Un viaje apasionante y rico en sorpresas, como siempre ha ocurrido en las series de artículos que he escrito para “Avvenire”, gracias a la arriesgada confianza de su director. A partir del próximo domingo he acordado volver a mi segundo ámbito de investigación y pasión: los comentarios bíblicos. Comenzaremos el libro de Ruth, una vez más juntos.