La feria y el templo/17 – El estigma negativo de la soltería condujo gradualmente a la creación de nuevos Montes, entidades de crédito y beneficencia.
Luigino Bruni
Originalmnte publicado en Avvenire el 28/02/2021
El sistema de la dote como exclusión de las mujeres de la herencia se estableció ya en el siglo XIII en los estatutos de las ciudades italianas y creció con el aumento de la clase -mercantil.
El mercado de las dotes es uno de los fenómenos económicos y sociales más relevantes de la época que discurre entre el Medievo y la Modernidad. Nos permite intuir el alto precio pagado por las mujeres, víctimas sacrificiales inmoladas en el altar de la sociedad mercantil.
La dote era la parte de la herencia paterna que una hija recibía en el momento del matrimonio. Una vez obtenida la dote, la mujer ya no tenía más derechos sobre los bienes de su familia de origen. Por consiguiente, la dote era el precio a pagar para excluir a las hijas de la herencia paterna, estableciendo una línea sucesoria totalmente masculina. Los estatutos de las ciudades italianas recogían ya en el siglo XIII el sistema de la dote como exclusión de las mujeres de la herencia, pero su peso aumentó junto con la riqueza de las nuevas familias de comerciantes. Casar a las hijas se convirtió en un problema tan serio que Dante añoraba la Florencia pre-mercantil de su abuelo Cacciaguida, cuando «aún el padre no temía tener una hija» (Paraíso XV, 103). Dante encierra en un solo verso la esencia del fenómeno de la dote en su Florencia, donde el nacimiento de una niña suponía un coste futuro para los padres. La discriminación de las mujeres tenía su primer reflejo en el rostro de una mujer, la partera, cuando tenía que dar a otra mujer la triste noticia de que acababa de dar a luz a una niña – experiencias y dolores que, gracias a Dios, ya no entendemos porque las hemos olvidado. El celibato de los varones era como un signo de nobleza, la soltería “civil” de las mujeres no estaba bien vista porque era un estigma social.
A finales del siglo XIV, en Italia comenzó una inflación del “precio de las hijas” para la nueva aristocracia. En Venecia pasaron de los 800 ducados de finales del siglo XIV a los 2.000 de comienzos del siglo XVI. En Roma, durante el siglo XVI las dotes pasaron de los 1.400 a los 4.500 escudos (Mauro Carboni, Le doti della "povertà", p.30). La inflación se debía sobre todo a la competición posicional entre las familias ricas, que usaban a las hijas como un bien de estatus, en una dinámica que hoy conocemos como “dilema del prisionero”, donde el aumento del precio de las dotes no favorecía a ninguno de los “competidores” – excepto, en algunos casos, a las esposas que vieron aumentar su peso económico dentro de las familias de sus maridos.
Además, con el Renacimiento, entre las familias patricias italianas se reafianzó la institución romana del fideicomiso, en sus variantes del “mayorazgo” y la “primogenitura”. Toda la herencia quedaba en manos de un solo heredero varón, generalmente el primogénito, el “mayor”. Eso permitía la conservación del patrimonio, que corría peligro de perderse en caso de ser fragmentado y repartido entre muchos herederos. Pero esta “innovación” produjo dos grandes efectos colaterales. A los hijos varones segundos (es decir todos menos el primero), la familia les animaba a no casarse. Incluso en el siglo XVIII a estos hijos se les cerró de hecho la posibilidad de contraer matrimonio, y las dos carreras que les quedaban eran la militar y la eclesiástica. El segundo efecto tenía que ver con la suerte de las hijas ricas. La escasez de varones de igual rango hacía que la demanda de maridos excediera en mucho a la oferta. Pero si un padre patricio daba a su hija en matrimonio a un no patricio, perdería su dote y comprometería el buen nombre de la estirpe. El “bien común” de la familia era también en este caso mucho más importante que el bien de los individuos, sobre todo las mujeres. ¿Qué hacer, entonces?
En primer lugar, las familias debían dar una dote a las hijas, casi a cualquier precio. Por eso, en 1425 el Ayuntamiento de Florencia creó un fondo para las chicas “no dotadas” (sin dote): el Monte de las dotes. A esta institución la siguieron muchas otras similares, como el “Monte de los maridajes” de Nápoles (1578) y el “Monte del matrimonio” de Bolonia (1583). Eran a un tiempo instituciones de crédito e instituciones de beneficencia, porque, además de garantizar intereses sobre los depósitos, gestionaban legados y donaciones, privadas y públicas, para ayudar a las chicas sin dote o con dotes insuficientes. En Florencia, entre 1425 y 1569, unas 30.000 chicas se inscribieron en el Monte de las dotes. El primer florentino que usó el Monte, Federigo di Benedetto di Como, depositó para su hija Diamante 200 florines; cuando Diamante se casó en 1440, el fondo dotal que liquidó se había convertido en 1.000 florines - ¿y cómo no pensar en el esfuerzo de los franciscanos para que la Iglesia aceptara el pago del 5% anual en sus Montes de Piedad? Las familias que encontramos inscritas en los registros del Monte son sobre todo las de los ricos comerciantes de Florencia – Acciauoli, Pazzi, Rucellai, Medici, Bardi, Strozzi –, que claramente recurrían al Monte para que sus propias inversiones fructificaran. La mitad de las chicas ricas de Florencia tenía un título (una “libreta”) en el Monte, y esto no resulta sorprendente. En cambio, sí que llama la atención ver que muchas hijas de artesanos modestos eran titulares de una cuenta. Un padre con una modesta riqueza y orígenes pobres hacía todo lo posible y lo imposible para que su hija tuviera una cuenta dotal, porque sabía que aquella libreta podía ser la única oportunidad para darle un futuro mejor (Anthony Molho y Paola Pescarmona, «Investimenti nel Monte delle doti di Firenze», Quaderni storici, 21).
La mujer noble Alessandra Macinghi negli Strozzi escribía lo siguiente con respecto a la próxima boda de su hija Caterina: «Le doy en dote mil florines; es decir quinientos en 1448 que ella tiene ya como haber en el Monte [de las dotes]; y otros quinientos que le daré, entre dinero y ajuar, cuando se case». Y añade: «Quien toma esposa, dinero quiere, y no encontrando a nadie dispuesto a esperar a recibir una parte de la dote en 1448 y otra en 1450, le doy yo estos quinientos en dinero y ajuar y, si ella vive, me quedaré yo con los de 1450» (Lettere di una gentildonna fiorentina<, 1877, p.4). La liquidación anticipada de la dote suponía un riesgo, porque en caso de muerte de la titular la cantidad que devolvía el Monte se reducía mucho.
Así pues, el valor económico de la dote de la esposa era un indicador del valor social de la mujer. La dote era formalmente propiedad de la mujer, pero la administraba el marido, y volvía a ser posesión de la mujer en caso de viudedad. A una mujer sin dote, ya fuera porque la familia se había empobrecido o porque había caído en desgracia, se la consideraba expuesta al peligro de caer en el vicio. Por este motivo se crearon numerosas instituciones de asistencia a mujeres sin dote, muchas de ellas dedicadas a María Magdalena, concretamente para mujeres jóvenes y/o para rescatar mujeres que habían caído en el pecado (por ejemplo, prostitutas). Eran “conservadores” y “celadores”, que mantenían en clausura forzada a las mujeres en peligro mientras recogían donaciones para garantizarles una dote en el momento del compromiso – que se producía por el “toque de la mano” de la mujer delante de testigos – o del ingreso en un convento (Luisa Ciammitti, «Quanto costa essere normali. La dote nel conservatorio femminile di Santa Maria del Baraccano (1630-1680)», Quaderni storici, 18).
Existía, en efecto, una estrecha relación entre el mercado de las dotes y la vida religiosa. ¿Qué “hacer” con las hijas que no se podían “colocar” en el mercado de los matrimonios? Resignarse a un marido de rango social y económico inferior era una humillación y un “coste” demasiado alto que las familias patricias no estaban dispuestas a aceptar. Los monasterios y los conventos fueron una solución. Para las familias ricas, el enclaustramiento de una hija se convirtió en la vía maestra para «eliminar del mercado matrimonial a las mujeres en exceso, colocándolas en un convento y haciéndolas institucionalmente estériles» (Susanna Mantioni, Monacazioni forzate e forme di resistenza al patriarcalismo nella Venezia della Controriforma, 2013). Si un capital demasiado valioso (una hija aristocrática) no encontraba un lugar adecuado en el mercado, debía ser destruido mediante el ingreso en el convento. Porque era preferible destruir un activo tan valioso que malvenderlo, pues esto podría iniciar una decadencia social acumulativa de costes imprevisibles. La eliminación mediante la clausura resultaba la mejor solución. Además, el sacrificio de algunas hijas patricias mediante su ingreso en el convento facilitaba el conveniente matrimonio de otras hermanas más afortunadas. Entre otras razones, la dote monástica, o dote espiritual, era mucho más económica que la matrimonial (hasta veinte veces menor). De este modo se explica por qué se multiplicaron los conventos y monasterios femeninos después del siglo XV, así como por qué la práctica totalidad de las monjas en la edad moderna procedían de familias nobles o de la alta burguesía, y por qué más de la mitad de las hijas de familias patricias se hicieron monjas.
Pero eso no es todo. Las familias más ricas hacían construir para sus hijas celdas privadas, verdaderos apartamentos en el interior de los monasterios, para uso exclusivo de estas monjas durante toda su vida. A menudo estas monjas gestionaban la dote junto con otras rentas sobre capitales de su propiedad. Todo esto saca a la luz una relación compleja entre la vida en común, la propiedad privada y el uso simbólico del espacio personal dentro de los monasterios a comienzos de la edad moderna (Silvia Evangelisti, «L’uso e la trasmissione delle celle nel monastero di S. Giulia di Brescia», Quaderni Storici, 30). Estas breves indicaciones son suficientes para entender qué significó la reforma de la vida religiosa femenina de Teresa de Ávila.
Una última consideración. Es muy significativo el uso del registro semántico del don en este tipo de operaciones. Decía Giovanni Tiepolo, patriarca de Venecia, sobre las monjas: «Haciendo de su propia libertad no solo un don a Dios, sino también a la Patria, al Mundo y a sus parientes más cercanos» (comienzos del siglo XVII). Pero ¿de qué don cabe hablar en el caso de unas hijas que no elegían qué vida vivir? En primer lugar, se trataba del don del padre, no del don de ellas. Era el don que la familia y la sociedad pedía a aquellas mujeres para salvar el orden social y el linaje. Era un don parecido al de los potlach de las islas del Pacífico estudiados por Marcel Mauss (1925), donde el “don” no tenía nada de gratuidad, y era solo el lenguaje del poder político y comercial, que llegaba hasta la destrucción del objeto donado (potlach de disipación), con tal de afirmar la propia superioridad.
Solo los ángeles conocen el dolor de estas mujeres-don, el precio pagado a la sociedad que estaba naciendo. Océanos de sufrimiento femenino en los monasterios y en las casas. Estas lágrimas fueron el agua primera con la que se amasó el edificio de la ciudad moderna. El único consuelo que nos queda, pequeño y parcial pero no vano, es pensar que algunas de aquellas monjas, tal vez muchas, fueron más grandes que su destino. Al igual que su “esposo”, ellas también se encontraron sin querer clavadas a una cruz, y allí algunas decidieron vivir el dolor inocente y no elegido como don, un don distinto y finalmente libre. Y a veces resucitaron. Si hoy muchas mujeres pueden vivir su vida en los conventos y en los monasterios como verdadero don y verdadera libertad, detrás de este don y esta libertad están aquellas antiguas resurrecciones.