La feria y el templo

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El tiempo es un bien común, pero lo hemos olvidado

La feria y el templo/4 - En el humanismo bíblico encontramos el «shabbat», si bien todos los días son de Dios; después vino el «tiempo mixto», y hoy...

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 29/11/2020.

«El tiempo es un niño que juega. El reino es de un niño».

Heráclito, Fragmentos.

Cuando el Purgatorio entró en la narrativa religiosa, comenzamos a vender y a comprar tiempo, Con él entró el mercadeo sobre el tiempo de los muertos y por consiguiente también de los vivos. Los efectos de la destrucción del tiempo se ven bien en la cuestión ambiental, donde una economía completamente conjugada en presente destruye el futuro.

El tiempo es de Dios. Así pues, el usurero, que vende tiempo, se lucra con un bien que no le pertenece. Este era uno de los argumentos más antiguos en contra del préstamo con interés. Pero tras esta naturaleza divina del tiempo se esconde algo muy importante para comprender el nacimiento del capitalismo: «El usurero actúa contra la ley natural universal porque vende tiempo, que es común a todas las criaturas. Puesto que el usurero vende lo que pertenece necesariamente a todas las criaturas, perjudica a todas las criaturas en general, incluso a las piedras, de donde se deriva que, si los hombres callaran delante de los usureros, las piedras gritarían». Guillermo de Auxerre (1160-1229) añade en su "Summa aurea" esta importante dimensión, expresión del humanismo bíblico. El tiempo es de Dios y por consiguiente es «común a todas las criaturas». El tiempo es un bien común, y como tal no puede ser objeto de comercio con ánimo de lucro. Eso supondría la apropiación privada de un bien común. El tiempo, pues, no es solo un bien divino, sino también un bien común global y cósmico («las piedras»). 

La humanidad bíblica aprendió la naturaleza del tiempo sobre todo durante el exilio babilónico. Allí maduró el shabbat, un día con un tiempo cualitativamente distinto que, con su sola presencia, impedía apropiarse de todo el tiempo. Si existe un día de la semana que no está a disposición del hombre, sino fuera de su dominio e imperio, eso implica que existe un crisma de gratuidad que sitúa a todo el tiempo fuera del registro adquisitivo y comercial. Por eso, durante ese mismo exilio, maduró también en Israel la prohibición de prestar con interés. El tiempo bíblico es un don y toda la tierra es tierra prometida pero no alcanzada. Tal vez la herencia bíblica más importante sea una relación no predatoria con el tiempo y con la tierra. Además, el tiempo bíblico lleva inscrita la marca del pecado. La salida del tiempo cíclico del Edén y la entrada en el tiempo histórico es hija de un desorden en la relación entre los humanos, entre los humanos y la creación (la serpiente) y entre la creación y Dios. El tiempo de los hombres nació herido, aunque esa herida haya generado la bendición de la Alianza y otra salvación. El humanismo bíblico también inventó el tiempo histórico y lineal, en el que la historia tiende hacia un fin, tiene un comienzo y mira hacia delante. En resumidas cuentas, la Biblia inventó el futuro y por tanto el pasado. Su tiempo no es cíclico, mítico, circular. La Alianza y la espera del Mesías dieron una dirección al tiempo, pusieron una flecha, un sentido, en la punta de la línea del tiempo. El cristianismo, después, con la encarnación y la resurrección, fortaleció y radicalizó esta naturaleza lineal del tiempo.

Pero entre el tiempo lineal y el tiempo como bien común existe una tensión necesaria. Mientras el mundo permaneció estático y muy lento, la Iglesia fue capaz de mantenerlos juntos. Lo hizo con distintos instrumentos. En primer lugar, en los monasterios, con la organización de la liturgia. El tiempo litúrgico es un mecanismo que atrapa el curso lineal del tiempo dentro de un ritmo circular, donde el tiempo ritual supera al tiempo histórico. El tiempo-cantidad transcurre y pasa, pero el tiempo-calidad, marcado por la liturgia, otorga al tiempo humano un timbre divino y por tanto eterno. Los monasterios encantaban a las personas porque prometían una vida eterna, la victoria sobre la muerte. En la vida de los laicos, por su parte, los calendarios, las fiestas, las campanas, el ritmo de la vida y de las estaciones y los tiempos cíclicos del año litúrgico intentaban curvar el tiempo lineal para contenerlo dentro del ciclo constante y perenne de la religión. El espacio estaba marcado por imágenes y signos sagrados, hornacinas y tabernáculos, y las distancias se medían en “avemarías”. De este modo, el tiempo pasaba, pero a un nivel profundo seguía siendo el mismo. Era como si el tiempo tuviera dos niveles: uno más superficial que transcurría linealmente y otro más profundo que permanecía inmutable porque era divino. En este humanismo no se daban las precondiciones culturales y concretas para legitimar el préstamo a interés. Y quien pedía compensación por un tiempo que no cambiaba en profundidad, realizaba un acto contra natura – contra la naturaleza del tiempo.

¿Cuándo entró todo esto en crisis? Cuando empezó a cambiar el mundo. Pensemos en el arte, y en los primeros intentos de introducir, ya con Giotto, la profundidad y el espacio real dentro de los frescos, que produjeron la perspectiva, gracias a la cual el tiempo y el movimiento entraron en la pintura. La época de Guillermo de Auxerre fue también la de Joaquín de Fiore y su teología de la próxima llegada de la «era del Espíritu», que vendría después de la del Padre (Antiguo Testamento) y la del Hijo (Nuevo Testamento). Su visión del tiempo era cualitativa, guiada por un mecanismo dinámico. El final de la vida de Joaquín (1202) se entrecruza con el comienzo de la de Francisco. Los franciscanos salieron de los muros de los monasterios para hacerse nómadas y mendigos por las calles. En esos mismos años volvieron a realizarse peregrinaciones. Y con el movimiento comenzó a cambiar el sentido del tiempo.

Otros grandes caminantes y cruzadores de espacios fueron los comerciantes: «Todos los humanos deben aspirar a la adquisición de las Virtudes, que dan a luz la Gloria; y entre los muchos caminos que a ella conducen, tres especialmente son los más comunes. Uno es el de las armas, otro es el de las letras, y el tercero es el de los negocios. El primero es peligroso, el segundo tranquilo y el tercero difícil» (Giovanni Domenico Peri, "lI negoziante", 1672). La aparición de los comerciantes fue decisiva para la revolución en cuanto a la concepción del tiempo. El comerciante atravesaba ciudades y regiones, organizaba operaciones complejas, creaba una relación nueva con el tiempo. Vivía del tiempo: tenía que prever las oscilaciones de los mercados, la inflación, las guerras y las carestías. Tenía que especular (palabra que deriva de specula, specere: mirar lejos) con los diferenciales de las cotizaciones de las monedas, que en aquel tiempo eran muchas, incluida la “moneda imaginaria”, presente en los mercados europeos entre Carlo Magno y la revolución francesa. El comerciante inventó contratos nuevos (letras de cambio, encomiendas), creó las primeras formas de seguro, aprendió a convivir con el riesgo. También el campesino dependía del tiempo y del riesgo, pero el tiempo de la campiña y de las estaciones era un tiempo “padecido”, imposible de gestionar, libre y señor. El comerciante, no: él anticipaba el tiempo, lo controlaba, lo sometía, lo convertía en el primer elemento de su negocio. Se hizo experto en el tiempo. En su oficio, el presente se convertía en futuro (pagaré) y el futuro en presente (descuento). Para el campesino, el tiempo era un vínculo, para el comerciante, la primera oportunidad. El campesino seguirá midiendo las distancias en “avemarías”, mientras que el comerciante lo hará con mapas y astrolabios. El campesino vivía en un lugar, el comerciante habitaba el espacio.

Así pues, el comerciante comerciaba con el tiempo, y de este modo el tiempo económico empezó a dejar de ser el tiempo de la Iglesia. Pero fue la propia Iglesia quien hizo lícito, o al menos posible, el comercio del tiempo. Lo hizo con la creación del Purgatorio. Efectivamente, en este mismo periodo explotó en Europa la realidad del Purgatorio (ya presente en los primeros siglos cristianos), que desempeñó un papel central en el cambio de la noción del tiempo (Jacques Le Goff). Con el Purgatorio, la estructura binaria que había dominado el primer milenio – infierno/paraíso, ciudad de Dios/ciudad del hombre, virtud/vicio… – se hizo ternaria. Antes de que el tiempo comenzara a ser vendido por los comerciantes y los banqueros con la legitimación del tipo de interés, el tiempo fue objeto de venta con el Purgatorio. Visto desde este punto de vista, el Purgatorio no era sino la posibilidad de comprar tiempo en la tierra en favor de los muertos. Rezar y pagar indulgencias por los difuntos significaba hacer del tiempo un objeto de intercambio. En una visión binaria y polar paraíso/infierno, el tiempo no podía estar en venta, porque no había forma de influir en el cielo desde la tierra. Con la introducción de la “tercera vía” del Purgatorio, los actos realizados en la tierra modificaban el tiempo de los difuntos. Si se podía mercadear con el tiempo de los muertos, también podría hacerse con el de los vivos.

El paso de un mundo “a dos” a un mundo “a tres” desarrolló, dentro del mismo cristianismo, el espacio de la imperfección, de las realidades intermedias, de la tierra media, de los compromisos, de las condonaciones, del color naranja en los semáforos, y de las mediaciones entre prohibición y licitud, entre tiempo divino y tiempo mercantil. Comenzaron o aumentaron mucho las casuísticas, las distinciones, las diferencias: entre daño emergente y lucro cesante, entre interés-beneficio e interés-renta. El tiempo salió del dominio exclusivo de Dios y de la religión. Primero se convirtió en un dominio compartido y codiciado entre Dios y el hombre. La antigua naturaleza divina y de bien común del tiempo no desapareció, se hizo parcial, pero siguió viva y operante, y permitió durante muchos siglos la distinción entre uso lícito e ilícito del tiempo, entre intereses buenos y usureros, entre comerciantes virtuosos y deshonestos, entre empresarios y especuladores. El comerciante había aferrado algunos hilos de la cuerda del tiempo, pero en el otro cabo seguía firme la mano de Dios y por tanto la de la comunidad. El tiempo de propiedad mixta permitió el desarrollo de la economía europea y, al mismo tiempo, la mantuvo anclada a las comunidades.

Con este “tiempo mixto” llegamos a las puertas de la modernidad, cuando el tiempo se convirtió en un asunto solo humano, y por tanto única y exclusivamente mercancía. Al perder su vínculo con la divinidad, el tiempo perdió también la naturaleza de bien común. Y al eliminar el tiempo como bien común, también se perdió el sentido del Bien Común. Pero, aunque nosotros lo tratemos como mercancía privada, el tiempo sigue siendo un bien común. Y por tanto está sujeto a la “tragedia de los bienes comunes”: si lo usamos con una lógica privada, lo destruimos, sin darnos cuenta. Podemos ver la destrucción del tiempo en el medio ambiente, donde una economía totalmente conjugada en presente destruye el futuro. Un tiempo que no era enteramente mercancía y seguía siendo bien común unía a las generaciones, daba a los hijos tiempo para ser mejores que los padres y las madres. Debemos reinventar inmediatamente y juntos una relación no predatoria con el tiempo y el espacio. Los jóvenes deben ayudarnos. Sin ellos no lo conseguiremos, porque nuestra generación ha desaprendido la buena relación con el tiempo y con la tierra. Podemos pedírselo a los jóvenes. Debemos pedírselo a los niños.

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