A renacer se aprende/10 - La despreocupación y la vitalidad de la juventud, incluso en el ámbito de los movimientos y carismas, debe crecer y evolucionar hacia una madurez espiritual. No es automático, y tampoco es simple.
Luigino Bruni
publicado en Città Nuova el 11/11/2024 – De la revista Città Nuova n. 6/2024
Convertirse en adulto es siempre un proceso complicado y de resultado incerto. Pero si de joven se ha vivido una gran experiencia espiritual e ideal, la complicación y la incertidumbre aumentan.
La juventud es la edad maravillosa para todos, el tiempo de las energías infinitas que nos hacen empezar caminos imposibles. Es el tiempo en el que todo parece posible, los límites de la realidad no son más que desafíos, y los consejos de prudencia que vienen de los adultos solo causan fastidio y son devueltos (justamente) al emisor. Es la época de la gratuidad absoluta, de los sueños maravillosos, de la generosidad enorme que nos hace donar toda la vida a una persona, o a Dios.
Cuando a la juventud natural se le incorpora una experiencia espiritual fuerte e identitaria, como ocurre cuando se encuentra un carisma en el que nos reconocemos totalmente, la juventud explota y todas sus virtudes y habilidades naturales se amplifican. La generosidad se vuelve absoluta, el “para siempre” se convierte en el único lenguaje comprensible y el único con el que queremos hablar de nosotros y de la vida. Se da todo porque se quiere dar todo, porque no se puede no dar todo, lo que se tiene y lo que todavía no se tiene.
Por esta razón, hay pocas cosas en la tierra más lindas y sublimes que un joven, que una joven que encuentra una vocación y responde con un “sí” que se vuelve una entrega de toda la vida. Jóvenes que se iluminan con una luz distinta y clara, los ojos toman otro brillo, se hacen todavía más bellos que los bellísimos ojos de todos los jóvenes. Se ensimisman completamente en la vida del carisma y de la comunidad, no se desea otra cosa. Una identificación plena que, sin embargo, no es vivida como un límite de la propia personalidad, sino como su potenciamiento y su pleno desarrollo. Vemos en frente un mar nuevo y hermosísimo, y sólo queremos “naufragar” dulcemente adentro.
Hay personas que permanecen en esta juventud carismática durante largos años, mucho más allá de la juventud biológica y psicológica. El alargamiento del tiempo de la juventud forma parte de las vocaciones y, en cierto sentido, dura toda la vida: es posible reconocer a una persona que tuvo una vocación de joven inclusive por un timbre diferente del alma que lo acompaña hasta la vejez, que le permitirá llamar por su nombre al ángel de la muerte.
No es difícil comprender, entonces, por qué ese misterioso e impreciso proceso llamado “volverse adulto” es particularmente complejo en los jóvenes con verdaderas vocaciones. Por un lado, de hecho, cuando llega la providencial y necesaria crisis de la madurez, no es fácil entender que la forma que la vida espiritual asumió durante la juventud y que está acabando era solo la cubierta de la crisálida, de la que hay que despedirse si se quiere emprender vuelo.
En esta etapa de transición-metamorfosis de la oruga en mariposa muchas personas con auténticas vocaciones se pierden. Las formas de este extravío son varias. La primera, y la más obvia, es la del que identifica la vida espiritual (Dios, la fe) con la oruga; y por ende, ante la crisis y la muerte de la fe de la juventud, se persuade de que la fe y Dios eran solo ilusiones de un joven ingenuo. Muere la primera fe y con ella muere todo. Estos son los que para convertirse en adultos pierden la fe y la vocación.
Después están los que viven la experiencia opuesta, aunque generada por el mismo error de identificar la vida espiritual con su primera forma. Estos intuyen un día que algo importante está por terminar y morir, y se aterrorizan con la idea de perder para siempre el único tesoro de sus vidas, de perder la mejor parte de sí mismos; y bloqueados por este pánico se privan de la chance de crecer. Entonces, para no perder la vocación y la fe nunca se convierten en adultos. Pienso que en las comunidades religiosas son mayores estos que los primeros. Estas personas no abandonan las comunidades y las instituciones a las que entraron de jóvenes, siguen haciendo la vida de siempre, pero en cierto sentido salen de sus propias vidas, porque interrumpen, sin saberlo ni quererlo, el proceso de su desarrollo humano y, por tanto, de su libertad.
Pero todavía hay un tercer resultado, siempre posible: hacerse adulto salvando la vocación de la juventud. Son verdaderos renacimientos-resurrecciones, todavía poco frecuentes en las comunidades y los movimientos, porque exigen la capacidad-don de resistir en el silencio del “sábado santo”, y porque requieren tiempo y mucha mansedumbre para aprender a reconocer a Dios y a la fe de ayer en un Dios y una fe vueltos tan diferentes al punto de ser irreconocibles. Mucha fe adulta toma la forma del ¿por qué?, y las respuestas fáciles de ayer se vuelven puras preguntas difíciles, gritadas con los pobres y las víctimas de la tierra.