Hace trescientos años el gran intelectual católico publicaba la edición veneciana de la “Carità Cristiana”, texto fundador de una visión económica centrada en la reciprocidad como clave virtuosa.
Luigino Bruni
publicado en Agorà di Avvenire el 15/08/2024
En 1724, hace exactamente trescientos años, se publicaba en Venecia De la carità cristiana in quanto essa è Amore del Prossimo, de Antonio Ludovico Muratori, una edición veneciana anticipada unos meses antes por la edición modenés de diciembre de 1723. Es una ocasión para reflexionar hoy sobre un autor olvidado por una generación de italianos, católicos incluidos, que decidió cortar sus raíces, indiferente al destino de los árboles después de semejante operación. Muratori (1672, Vignola - 1750, Modena) fue una figura inmensa como intelectual cristiano, sacerdote, filósofo, teólogo, historiador, filólogo y biblista – un antiguo fragmento latino descubierto por él (de finales del siglo II) lleva su nombre, el fragmento Muratoriano, que contiene una lista de los libros del Nuevo Testamento.
Después del siglo XVII, que fue también el siglo de oro de la Contrareforma, y por lo tanto de las penitencias y las aclamaciones religiosas al dolor, empezó en Europa, al comienzo del siglo XVIII, un movimiento de reforma civil. Al final de su vida, Muratori publicó Della pubblica felicità (1749) para decir que esa felicidad (eudaimonia), que los griegos veían como un reflejarse recíprocamente en la pupila de los ojos del amigo, podía y debía volverse un asunto civil, público y político. La pupila del ojo del philos se convierte así en la ciudad, en el buen lugar a donde vivir en su máxima expresión la reciprocidad de las buenas miradas de los amigos. Y así, mientras en 1776 Adam Smith publicaba en su Escocia calvinista la Wealth of Nations y los revolucionarios norteamericanos escribían la Declaration of Philadelphia anunciando entre los derechos fundamentales del individuo la “pursuit of happiness”, en Italia se abría paso con Muratori a la ‘Pubblica felicità’, que se convertiría en las primeras notas de la tradición italiana de Economía civil entre los siglos XVIII y XIX.
Pero mientras del mundo reformado se podía esperar una nueva ciencia de la riqueza, el hecho de que el “valle de lágrimas’’ de la Contrareforma diera a luz a la ‘pubblica felicità’ fue verdaderamente una vuelta de tuerca, un loco jaque mate en nuestra historia, una visión social del buen vivir que no era ya la antigua comunidad sacral y desigual. Era simplemente el anuncio profético de una ‘tierra del nosotros’, compuesta por personas al fin libres, iguales y fraternas; una tierra soñada en un sueño breve que se derrumbó en el despertar del siglo XIX.
La Carità Cristiana es un texto importante donde Muratori logra una síntesis de unas de sus grandes líneas de investigación, incluyendo la económica, que había seguido en su extraordinario trabajo sobre la historia de Italia, que produjo, entre otras cosas, su Rerum Italicarum Scriptores, una obra monumental de 27 volúmenes.
En La Carità Cristiana son mencionados los Montes de Piedad franciscanos, “los sagrados montes de empeño, formados por la piedad de los fieles en este último siglo…Y por Dios bendito”. Los montes nacieron, recuerda Muratori, juntando las “limosnas’’ de los ciudadanos. Para obtener el préstamo no había ‘‘otra obligación que dar en empeño, o sea dar al lugar Pío la seguridad de la restitución del capital recibido (ya que de otro modo caería rápidamente en desgracia) y de pagar un ligero reconocimiento”. Se observa el lenguaje: no se trata de interés (ilícito para los teólogos) sino de reconocimiento o de “regalo para el usurero”, como escribe en otra obra. En aquellos siglos no se podía pronunciar con tranquilidad la palabra “interés”, y mucho menos “usura” (que era el precio a pagar por el uso del dinero) porque estaban dura y tenazmente condenados por las autoridades eclesiásticas. Por eso Muratori, y después de él Maffei, en lugar de una palabra correcta como “interés”, introdujeron ‘reconocimiento’, ‘fruto’, ‘pro’, ‘ganancia’, ‘mérito’. También los Montes eran llamados bancos sine merito. Las prohibiciones abstractas casi siempre tienden a la manipulación de las palabras más bellas, que son obligadas a prostituirse, como Fantine, con tal de no dejar morir de hambre a su hija Cosette.
Dar como garantía una prenda era la forma más aceptada y más común de obtener un préstamo, como lo sabía también Zio Crocifisso: “Quien concede crédito sin prenda, pierde amigo, ingenio y hacienda” (Giovanni Verga, I Malavoglia, cap. IV). Por eso Muratori continuaba, desde los Montes de Piedad, los Montes Frumentarios y los de la Farina, con otra herencia franciscana, de los Menores primero y de los Capuchinos después: "La labor de los directores de estos Montes debe consistir en comprar grano de buena calidad con la mayor ventaja posible y en un plazo conveniente, y no emplear menos diligencia que si se tratara de un negocio propio, para revenderlo, sin interés alguno, convertido en harina, a quienes en el pueblo lo necesiten... A demasiada gente le gusta el negocio fácil de hacer fortuna chupando la sangre de los pobres, sobre cuyas vidas recae comúnmente este negocio" (Della carità cristiana, pp. 360-365). La naturaleza solidaria de esas instituciones no creaba una excusa para poner en sus trabajos menos cuidado y eficiencia. Del lado de la oferta, quien prestaba dinero lo hacía “con la intención de recuperar nada más que el capital prestado…, y pretender más sería Usura, condenada por la Ley de Cristo…, o sea, sería buscar solo nuestro interés, y ya no el beneficio de nuestro Prójimo”. El único interés lícito de los Montes de los pobres era por lo tanto aquel que servía “para el reembolso de los gastos necesarios por el mantenimiento de los Oficiales” (pp. 360-362). Hoy serían llamadas ‘organizaciones sin fines de lucro’ por quienes estudiaron con libros norteamericanos y que olvidaron, o nunca conocieron, la tradición latina.
Cabe destacar que Muratori defendía en sus obras, junto a Scipione Maffei y a otros pocos audaces, la legalidad del préstamo con interés: “el interés propio siempre fue y siempre será el gran motor de las naciones humanas” (Della Pubblica felicità, p. 330). Al mismo tiempo, el humanista modenés reconocía que en algunos ámbitos de la vida económica y social también se necesitan recursos diferentes al don. La regla de oro del beneficio mutuo basada en intereses legítimos, y que constituye el cimiento de la sociedad, es insuficiente cuando se está tratando con los pobres, es inadecuada: para que el contrato funcione, hace falta, en cualquier nivel del intercambio, incluir el don – pero no después del mercado: durante.
Muratori es uno de los primeros en manifestar una diferencia entre la Political Economy que estaba naciendo en la Escocia calvinista y la Economía Civile italiana. El humanismo protestante estaba construyendo, a la luz de una extensión de la luterana y agustiniana ‘Doctrina de los dos reinos’, un capitalismo donde, por un lado “business is business” y, por el otro, “don es don”.
El empresario, por lo tanto, mientras trabaja debe obtener las mayores ganancias posibles, luego se quita el traje de empresario, se pone el de filántropo y con una pequeña parte de esas ganancias da vida a su fundación benéfica. Pero durante los negocios comunes, cuidado con contaminar el mercado con el don, y viceversa, ya que ambos se desnaturalizarían.
Muratori lo pensaba de manera diferente – y en este diferentemente hay mucho del genio del capitalismo meridional e italiano. Por un lado, reconocía que en la vida hay una necesidad esencial de reciprocidad y de asistencia mutua, porque tanto el altruismo como el egoismo son asuntos individuales muy similares entre sí, incluso si parecen opuestos (y en ciertos aspectos lo son). El egoísmo es un +1 para A y un - 1 para B; el altruismo es un - 1 para A y un + 1 para B: ambos son por lo tanto juegos de suma cero, porque solo la reciprocidad da +1 para ambos. Pero cuando decían esto afirmaban también la importancia del don, que es mucho más que el altruismo. La caridad cristiana, que los Evangelios y Pablo llamaron ágape, no son simplemente altruismo, sino una manera de vivir cada acción, incluyendo el contrato. Y cuando está en juego el bien común, y por ende la mejora en las condiciones de los pobres, el contrato debe ser rociado y humanizado con el ágape, porque cuando son demasiadas las asimetrías en los puntos de partida hace falta un gesto de gratuidad que pueda activar hoy procesos de beneficio mutuo. La reciprocidad sigue siendo el punto de llegada, pero no es siempre el de partida. Y si el contrato se deja contaminar, desde un principio, por el fermento del don, cuando mañana nazca la reciprocidad, será un encuentro diferente al de un mero cruce de intereses entre individuos indiferentes el uno con el otro.
¿Qué entiende Muratori por reciprocidad? Lo vemos en La Carità Cristiana: “El hombre es un animal social, y hecho para convivir con los otros, sus pares” (p.5). La desigualdad entre los hombres genera la necesidad mutua: “No a todos la Naturaleza concede, aunque es Madre común, los mismos dotes y medidas de Entendimiento, Juicio e Ingenio. Y por esta constante universal Desigualdad está necesariamente lleno de Necesidad, no encontrándose persona que por alta, por robusta o por ingeniosa que sea, no necesite de la ayuda del ministerio o de los bienes de otro hombre”. Es una visión de la sociedad civil como una gran red de reciprocidad, que Muratori ve como charitas, como ágape, como una realización civil del mandamiento cristiano del amor mutuo. Y agrega luego: “Esto es o parece un desorden”, pero un desorden providencial porque, “tal desorden ha servido a la Naturaleza, o mejor dicho a Dios sapientísimo para conseguir un bello orden, o sea para establecer y extender más ampliamente al hombre la necesidad de la caridad y del amor mutuo”, porque “el amor es aquello que ha de igualar la partida” de manera tal que “todo el mundo bajo esta guía se convierta en una exhibición de Beneficio y de Amor” (p.5). Es una maravillosa definición de la convivencia humana civil, una feria de beneficios mutuos, una especie de gran mercado, como los que hay en la fiesta del santo patrono, una feria de olores, sabores, colores, sonidos, de todos y todas intercambiando palabras, portando sus mejores vestidos.
Muratori no habla aquí solo de la limosna a los pobres, ni habla solo del don. De hecho, en la segunda parte del libro agrega algo esencial: “los pobres son una semilla de la Providencia, que no dejan nunca de estar, y por garantía del Salvador siempre los tendremos con nosotros; pero por consejo del mismo Dios debe procurarse la Caridad Cristiana, a fin de que no haya uno entre nosotros” (pp. 271-272). Importante, y muy hermoso. La visión de Muratori no es una invitación consoladora a asistir a los pobres y, en el mejor de los casos, amarlos y ganar así el paraíso. El suyo es un llamamiento civil y económico, y religioso, para reducir el número hasta eliminarlos.
En 1723 todavía no era explícita en Muratori la referencia al mercado y al trabajo como los principales mecanismos para concretar esta “caridad recíproca”, como unos años más tarde encontraremos en Genovesi; pero el paso que falta es realmente pequeño, y lo va a dejar muy claro 25 años después, en Della pubblica felicità. Aquí hay un elogio hecho a los comerciantes y a su arte, necesario para la felicidad pública, el mejor remedio contra ‘‘el ocio’’, e invita por eso al príncipe a “hacer florecer la agricultura y el comercio’’ (p. 230).
El Bien común bueno no nace solo de los intereses: nace también del don, que es el fermento de la masa de los intereses. Un pan de único fermento es incomible, como sería la vida civil sin la masa de los intereses naturales y legítimos. Del deseo del bien privado nacen muchos bienes, pero no todos los bienes, porque hay algunos que solo nacen del contacto con el principio activo del don. Por una buena tierra del nosotros: bienes diversos y co-esenciales.