Si queremos tener una relación justa con el trabajo, debemos recordar que primero son el hombre y la mujer quienes ennoblecen el trabajo con su presencia, sus manos y su inteligencia.
Luigino Bruni
publicado en Il Messaggero di Sant'Antonio el 06/07/2023
Las crisis ambiental, financiera y militar de este comienzo de milenio, tan graves que no se pueden ignorar, corren el riesgo de hacernos subestimar u olvidar una triple crisis de la que se habla muy poco: la crisis de la fe, de las grandes narrativas y del generar. Un mundo que ya no espera el paraíso, que ha olvidado los relatos colectivos y que no engendra hijos, ya no encuentra sentido suficiente para vivir y, por tanto, para trabajar. Las llamadas "grandes dimisiones" de millones de trabajadores, jóvenes y de mediana edad, que dejan su trabajo sin tener otro, tienen sin duda muchas razones, pero una se está volviendo la dominante. Es la falta de respuesta a una pregunta crucial: "¿Por qué debo trabajar, si ya no espero una tierra prometida (por sobre o por debajo del cielo), si no tengo a nadie en mi trabajo que espere un presente y un futuro mejores?".
No debemos olvidar nunca que el mundo del trabajo nunca ha creado ni agotado el sentido del trabajo. El trabajo es una pieza importante del sentido de la vida, pero no lo agota, se necesita algo más, aparte del trabajo, para vivir bien, incluso cuando el trabajo es hermoso y nos llena profundamente. Ayer, este "algo más" eran la familia, las ideologías, la religión, que daban al trabajo su sentido justo. Luego la fábrica, el campo o la oficina reforzaron ese sentido, que nacía fuera del trabajo. Se trabajaba bien porque antes y después del trabajo había cosas y personas más grandes que el trabajo. El trabajo era y es grande, pero para ser visto en su verdadera grandeza hay que mirarlo desde afuera, desde una puerta o una ventana que se abra al exterior del lugar de trabajo; porque sin ese espacio más ancho que prepara y sigue al trabajo, la sala de trabajo es demasiado pequeña, el techo de la fábrica o de la oficina es demasiado bajo para que ese animal enfermo de infinito que es el homo sapiens pueda permanecer allí sin asfixiarse, y pueda permanecer mucho tiempo.
Nuestra Constitución está fundada en el trabajo porque el trabajo estaba fundado en otra cosa, estaba fundado en la vida1. Si las madres y los padres constituyentes no hubieran estado convencidos de que el trabajo era sólo una parte de la vida, que era esa zona intermedia entre un antes y un después, nunca habrían escrito ese artículo 1; porque fundar la Constitución sobre un trabajo que no se funda en otro, habría sido la mayor herejía ética. También porque en ese algo que precede y sigue al trabajo están los niños que no trabajan porque no deben trabajar, los viejos que no trabajan más, los que no pudieron trabajar o no trabajarán nunca porque la vida se los impide. Fundar la democracia en el trabajo es bueno sólo si recordamos que la palabra trabajo es segunda, no es la palabra primera.
El trabajo ennoblece al hombre, es cierto. Trabajar nos hace mejores y aumenta la dignidad de la vida y del dinero que nos sirve para vivir, porque el dinero-salario se convierte en expresión de esa reciprocidad civil que es el buen cemento de la sociedad. Pero si queremos tener una relación justa con el trabajo, debemos recordar que primero son el hombre y la mujer quienes ennoblecen el trabajo con su presencia, con sus manos y con su inteligencia. Porque si una actividad, que podría ser realizada por una máquina, la realiza en su lugar una persona humana libre, esa persona confiere mayor dignidad a ese acto -una clase universitaria, un examen médico, una obra de arte-. Y por eso, cada vez que expulsamos a los trabajadores e introducimos máquinas, estamos reduciendo la dignidad de ese lugar de trabajo. Es nuestro trabajo el que aumenta la dignidad de la tierra.
1. La Constitución Italiana (1947), en su artículo primero, declara : «Italia es una República democrática fundada en el trabajo». (N. del T.).
Credits foto: © Giuliano Dinon / Archivio MSA