Los buenos frutos de los grandes males

Editoriales - Penas y víctimas de hoy, historias de ayer

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 31/12/2020

La dimensión colectiva del miedo y de la muerte es una de las herencias que nos deja el 2020. Habíamos olvidado los grandes miedos colectivos, habíamos relegado la muerte a la intimidad de la familia y a la soledad del corazón de los individuos. Ahora hemos aprendido que una sola casa es demasiado pequeña para elaborar el dolor de los lutos. Para no morir junto a nuestros seres queridos, necesitamos la fuerza de una comunidad entera. Juntos dentro de la misma tempestad, hemos experimentado el mismo miedo. Hemos compartido el miedo a la muerte y, al compartirlo, no nos ha arrollado. 

No sabemos cómo saldremos de este annus horribilis. Ciertamente saldremos sin buena parte de una generación que nació en un país muy pobre y ha muerto en un país acomodado; la de nuestros padres y abuelos que, con sus virtudes, su pietas y su fe popular, generaron familias, empresas y democracia. Estos labradores, campesinos y amas de casa supieron usar las piedras de los escombros de las guerras para edificar catedrales sociales y económicas. Todos hemos sufrido al verlos morir, demasiadas veces en soledad, porque sentíamos que lo que estaba ocurriendo era incorrecto y profundamente injusto. Su generación caminó en pos de una gran estrella ética: “La felicidad más importante no es la nuestra, sino la de los hijos”. Se sacrificaron porque, para ellos, el futuro tenía más valor que el presente.

Pero después de haber pasado su juventud cuidando hijos y padres, sobre todo las mujeres, y de haber renunciado demasiadas veces a su propio desarrollo profesional, han tenido que envejecer y morir fuera de casa. Así pues, la primera lección de este año se refiere a la cultura del envejecimiento que tanta falta nos hace. En unas cuantas décadas, hemos derrochado el buen arte de envejecer y morir que habíamos aprendido durante milenios. Y mientras esperamos encontrar otro nuevo, la cuenta, demasiado cara, la han tenido que pagar nuestras madres y abuelas, que han dejado esta tierra con un enorme e inestimable crédito de cuidados y atenciones. Esta es una de las raíces del dolor de este año: una deuda colectiva de la que hemos sido conscientes justo cuando se extinguía.

La historia ha conocido otros años horribles. En el 536 d.C. una misteriosa niebla (volcánica) sumergió a Europa y parte de Asia en una oscuridad casi total durante un año y medio. Así comenzó la década más fría de los últimos dos mil años, con nieve en verano, cosechas destruidas desde Europa hasta China y una carestía seva y muy larga. En el año 1347-48 llegó la peste negra, una enorme tragedia que redujo en un tercio la población europea. Florencia, una ciudad muy afectada, fue capaz de generar tres grandes novedades a partir de aquella desgracia. Leyendo las crónicas de Matteo Villani y otros escritores florentinos, el final del 1348 marcó el comienzo de una perversa concepción moral de la vida y un aumento de la corrupción. La vuelta a la vida después de toda aquella muerte generó una afanosa carrera hacia el lujo, para beber, hasta la última gota, la copa de la vida recuperada. Las grandes herencias que dejaron los muertos por la peste amplificaron el derroche y la corrupción. Buena parte de todo el dinero que afluyó a las cajas de los florentinos acabó en los bolsillos equivocados.

Pero también se produjeron efectos de signo contrario. Los Priores de la ciudad tomaron medidas para ayudar a los deudores que habían resultado insolventes como consecuencia de la peste. En 1352 se constituyó en Florencia una oficina para proteger los derechos de las artes y los oficios, en apoyo de los deudores insolventes. En el año 1349 Florencia experimentó un gran desarrollo de las bibliotecas y de las inversiones en libros y obras de arte. El gobierno de la ciudad refundó el Studium florentino. Las bibliotecas de Santa Cruz y Santa María Novella crecieron mucho, y recibieron varios incentivos para la adquisición de manuscritos. Estas inversiones culturales fueron decisivas para el comienzo del Humanismo civil, uno de los efectos colaterales más imprevistos y extraordinarios de la peste negra. Los ciudadanos, los dominicos y los franciscanos comprendieron que el camino para volver a empezar después de la gran catástrofe no era la carrera por el lujo, ni la búsqueda alocada de los placeres de la vida para olvidar la muerte. Intuyeron, por el contrario, que solo resucitarían si una nueva cultura escribía los códigos simbólicos para un Renacimiento.
En el 540, mientras Europa atravesaba la carestía más dura del primer milenio, en Montecassino, San Benito escribía su Regla, que marcó el despegue de la extraordinaria época del monacato occidental, esencial para el renacimiento posterior al imperio romano. En Florencia, la peste generó el “Decamerón”, uno de las obras maestras de la literatura mundial, que Boccaccio comenzó a escribir en 1349, con la peste todavía activa, con el fin de consolar a su pueblo: «Humana cosa es tener compasión de los afligidos» fueron sus primeras palabras.

No podemos salir de las grandes crisis sin artistas y sin profetas. Sus consuelos son los verdaderamente necesarios para la recuperación. Las ayudas económicas son importantes, sobre todo si van dirigidas a evitar la insolvencia de los deudores, pero no son suficientes, y pueden complicar el camino si, como ocurre a menudo, acaban en los lugares equivocados. Los artistas y los profetas de hoy son distintos de los que nos salvaron en siglos pasados. Pero, también en esta ocasión, saldremos mejores si somos capaces de generar artistas y profetas.

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