A renacer se aprende/7 - Un tiempo decisivo y fundamental para la resurrección de una comunidad carismática.
Luigino Bruni
publicado en Città Nuova el 12/08/2024 - De la revista Città Nuova nº 3/2024
Las comunidades carismáticas logran seguir vivas después de la muerte del fundador (que es también muerte mística del primer cuerpo) si hay una verdadera resurrección.
Pero las resurrecciones no son contratos, no son seguros. Son pura gratuidad, sorprenden, no pueden planearse, no se escriben en los objetivos empresariales, no entran en el business plan. No obstante, las resurreciones pueden ser deseadas, esperadas, rezadas y por sobre todas las cosas no se borran ni se incapacitan por la búsqueda de falsas resurrecciones o de reanimaciones de cadáveres. En la historia de la Iglesia, la resurrección, como puro don, llegó porque en primer lugar los apóstoles, las discípulas y discípulos primero creyeron que Jesús realmente había muerto en la cruz.
No se dejaron convencer por las sectas gnósticas que decían que el que había muerto en la cruz era Simón de Cirene. Para esos cristianos gnósticos era imposible aceptar que el Hijo de Dios hubiera muerto de verdad; era una muerte demasiado humana como para poder también ser divina. Y por lo tanto, negando la muerte también negaron la resurrección, porque solo quien muere de verdad puede resucitar de verdad.
Cuando termina la primera fase de la fundación de una comunidad, en general con la muerte de quien la fundó, el primer acto colectivo esencial consiste en reconocer y aceptar la muerte verdadera. No creer en las tendencias gnósticas que se manifiestan de muchas maneras, pero que empujan todas hacia el pasado, hacia el recuerdo y la fantansía, y alejan del presente, de la historia, de la carne y por lo tanto del futuro. Una vez aceptada la muerte, es necesario después habitar el Sábado, ese tiempo que está entre el viernes del Gólgota y el alba de la resurrección. El sábado es el tiempo de la espera, de los aromas para honorar el cuerpo muerto, realmente muerto. Es el tiempo de María Magdalena y de las otras mujeres, de las discípulas y los discípulos que no saben todavía de la resurrección pero que, fieles, se dirigen al sepulcro.
Es el tiempo del luto, un tiempo decisivo y fundamental para la resurrección de una comunidad carismática. El luto es esencial no tanto para celebrar la muerte, sino para decirnos a nosotros mismos que debemos seguir viviendo más allá de esa muerte: es una celebración de la vida. En las civilizaciones el luto era el primer instrumento para evitar el daño más grande después de la muerte: morir también nosotros con el muerto (Ernesto de Martino). El luto bien vivido y “elaborado” permite a las comunidades mantener la esperanza después del trauma de una muerte. Es el lenguaje colectivo para decir: la vida es más grande, creemos que a pesar del gran dolor de la ausencia tendremos un futuro, queremos que los hijos y los nietos tengan todavía la tierra prometida.
El luto colectivo bien vivido produce entonces frutos de vida en la comunidad, la capacidad de innovar, de arriesgar, y elimina sobre todo el temor a arruinar la herencia dejada por los fundadores. Por el contrario, un luto mal o no procesado lleva a la comunidad a vivir en el miedo a que los hijos puedan destruir hoy el patrimonio de ayer (munus/don de los padres), a que se pierda la identidad, a que se contamine la pureza del carisma y de los ideales. Si una comunidad está aterrorizada de que haya entre sus hijos un Edipo que mate a su padre, acaba sin querer matando a Isaac, que es en cambio el hijo de la promesa. El miedo a la posible traición del origen es una típica señal de un luto que no ha funcionado.
Otra gran señal de un luto mal vivido o nunca iniciado es la ausencia de alegría, que se manifiesta en una melancolía colectiva, una forma de desidia comunitaria que impide lanzar nuevos grandes proyectos y que critica al que se le ocurre alguno, con el típico cinismo de quien ya no cree en el futuro.
Para que pueda acontecer el gran don de una verdadera resurrección existe la necesidad de entonar el “canto fúnebre’’ de ayer, e inmediatamente repetir con los profetas bíblicos: “Una historia ha terminado, y ha terminado de verdad, pero no ha terminado nuestra historia: porque un resto fiel la continuará”. En los carismas las historias verdaderamente importantes para contar son las nuevas de hoy, que harán entender y “recordar’’ en el espíritu (no sólo en los videos y en los textos) las historias de ayer.
Estas son auténticas operaciones espirituales, pura gracia, más difíciles cuanto más grande y extraordinaria haya sido la primera experiencia de fundación. Los lutos difíciles de elaborar son aquellos de las personas que hemos amado mucho y que hubiéramos querido que mueran después de nosotros.
El pasado tiene la capacidad de generar futuro si se lo interpreta como semilla, como algo vivo que, por estar vivo, debe morir para portar frutos mañana.